El peso de una llave.

3Hace unos veinte días me invitaron a presentar mi pequeño En los bordes del silencio en Metepec, un pueblo mágico del estado de México. Entre el público presente se encontraba Martín, un hombre vestido con ropas humildes y desgastadas, pero de impecable presencia: no faltaba en su atuendo la corbata correctamente anudada y la sobria combinación de tonos en sus prendas. Martín había llegado temprano y se acercó a charlar conmigo mientras esperábamos que se iniciara la presentación. Me contó algunas cosas del pueblo, algunos detalles históricos y me aclaró algunos puntos de la actualidad. Hablamos de libros, de historia, de política, de su vida, del clima local.

Hace un par de días tuve la oportunidad de volver a ese pueblo a una lectura, acompañando a varios queridos amigos de aquí (la presentación era, precisamente, de escritores michoacanos. Les agradezco que me consideren uno de ellos, cosa que soy, claro está). Esta vez había mucha más gente, como es obvio, y entre el grupo reunido para escucharnos había un hombre con toda la apariencia de lo que hoy se llama, génericamente, homeless. 0293Prestaba mucha atención a lo que leíamos y hacía gestos de aprobación o desaprobación según, me pareció, su buen entender. Desapareció poco después de terminada la presentación.

Es algo bastante común aquí en México que en las presentaciones de libros haya gente así, de apariencia muy humilde pero que, en mayor o menor medida, tienen algo para decir. No todos, como también suele suceder, van para conseguir un sándwich o una taza de café. Muchos han hecho preguntas más que adecuadas y otros, aunque se pierden en vericuetos léxicos algo confusos (no podemos culparlos de no tener la práctica suficiente como para poder poner sus pensamientos de forma precisa y menos en público) tienen, al menos, la intención de querer comunicarnos algo.

Cada vez que los veo no puedo menos que sonreír y sentirme un poco fuera de lugar. He intentado despojar a mi vida de toda atadura con esos objetos que nos ligan a un sitio y a 6121-fullun estado social particular y, aunque lo he logrado en una gran medida, cuando veo a estas personas me doy cuenta de que todavía me falta mucho como para lograrlo del todo. Aún tengo una mochila y un bolso con ropa. Ya tengo más libros de los que podría cargar y demasiadas playeras. Hasta tengo una llave para cuando salgo de casa; y cuando uno tiene una llave es porque teme que le roben algo y cuando uno teme que le roben es porque se ha convertido en un pequeño burgués asustado.

Ahora que lo pienso, tal vez el homeless del otro día se fue antes porque no le gustaron mis poemas. Hizo bien. Eso es ser libre.

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5 comentarios el “El peso de una llave.

  1. Acabo de regresar y es lo primero que leo después de unos días. Y así es, Borgeano, me identifico con tus pensamientos. Muy buen artículo. Un fuerte abrazo.

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  2. Shira Shaman dice:

    La verdad prefiero el tono de esta entrada que el que venias tomando en tus entradas anteriores, en las que estabas quejandote de todo un poco, creo que justo la libertad es la que me permite no agobiarme por lo que queda fuera de mis manos, espero que nos sigas regalando tus reflexiones, datos curiosos pero sobre todo tu poesía.
    Abrazos Querido B.

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    • Borgeano dice:

      ¡Pero es que hay tanto de lo que quejarse! No me vas a negar que la realidad nos brinda muchísimas razones para quejarnos (y con razón). El que habla por teléfono como si nadie estuviese a su alrededor (me refiero específicamente a un viaje de larga distancia) y debido al más trivial de sus problemas, el que en el cine come como un cerdo, la feminista que te mira mal sólo por tener barba, el comerciante que trata de cobrarte de más, el taxista o el choofer de camión que se cree un magnífico DJ y te tortura con su basura auditiva, el pedante pretencioso, el machista bruto que piensa que todo lo que tenga tetas no tiene cerebro, la publicidad, la TV… Vivimos en un mundo donde se glorifica la mediocridad y donde la estupidez es aplaudida como un logro digno y deseable. Quejarnos es, al menos, uno de los poco refugios que nos quedan.
      Claro, tienes razón en que tal vez debería separar un poco más esos textos (¡tengo más ya escritos!) y no largaros todos así, en conjunto, puedo conceder eso y se agradece la crítica; tomaré nota de eso.

      Un fuerte abrazo.

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  3. danioska dice:

    Qué curioso, me haces pensar en algo que lleva años en mi cabeza y creo que no he hablado con nadie ni tampoco he puesto por escrito, sólo anda por ahí como una niebla: el tema de los indigentes. Cuando hace quizá cinco años comencé a leer, mientras estaba de viaje en Nueva York, el libro Just Kids, en el que Patti Smith da cuenta de sus años como sin-casa en Nueva York, vieras cuánto se me antojó intentar esa libertad extrema de dormir donde sea, de no tener casa (como bien dices «ni llave»), de no tener atadura alguna. Claro, sé que es una estupidez lo que digo porque idealizo una condición ruda y dolorosa, pero es verdad que me apeteció muchísimo. Si lograra un día despojarme de todas mis comocidades y prejuicios y temores y orgullos prometo que buscaría llegar a una presentación tuya y mirarte a lo lejos, con mirada cómplice que sólo tú entenderías. Sería lindo, ¿no?
    Abrazos.

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