Los grandes centros turísticos se han transformado, como todos sabemos, en centros de reunión de nacionalidades diversas que cruzan sus caminos momentáneamente para luego proseguir su andar hacia otras ciudades y otros cruces hijos del azar. Cancún, Playa del Carmen y Tulum no son excepciones y, salvo por el tamaño de cada una de estas locaciones, lo cual influye en la cantidad de personas con las que podemos cruzarnos, las tres son ideales para conocer gente de distintas latitudes, todos ellos más que abiertos a compartir charlas, datos, información.
En Playa del Carmen, por ejemplo, me sentí como si esta ciudad fuese una sucursal de un balneario argentino debido a la gran cantidad de turistas de ese país pero, sobre todo, debido a que un gran porcentaje de los jóvenes que trabajan en la Quinta Avenida son argentinos y es común verlos en sus puestos tomando mate mientras hacen sus tareas. Luego, no sé si debido a que el clima caribeño parece predisponer a la gente a un carácter más abierto, un empleado del hotel donde nos hospedábamos, compartió el desayuno con nosotros. Era nativo de Belice y nos brindó interesantes datos de su país y de qué debíamos hacer si íbamos allí. Así es todo en la Riviera Maya. Esos datos se los pasamos a una pareja de italianos con quienes compartimos el transporte hacia la playa, quienes nos tradujeron los datos de una pareja de alemanes que nos recomendaban un cenote poco conocido.
Pero lo que más recordamos, por lo curioso e improbable del cruce, fue lo que nos sucedió con dos personas en nuestra visita a Chichén Itzá. Este viaje fue medianamente largo y nos detuvimos para ver algunas artesanías y para almorzar. Una pareja nos preguntó si podíamos compartir la mesa, a lo cual aceptamos gustosos. Eso nos llevó al diálogo inevitable que se da en esos casos «¿De dónde son; cuánto llevan aquí? Y demás». Ellos eran polacos y pensaban pasar un par de semanas allí antes de volar a Europa. Todo eso no pasa de ser algo trivial en esos casos; pero al día siguiente, a doscientos kilómetros de allí, en una playa alejada de los centros turísticos tradicionales, y mientras nos bañábamos en esas deliciosas aguas turquesas, sentimos una fuerte exclamación a nuestro lado. El polaco, sonriente y vociferante, se acercaba a saludarnos. No nos habíamos visto, pero en la arena estábamos apenas a treinta metros de distancia. Eso es lo que sucede en esos sitios, uno no sabe cómo es que se lo consigue, pero de una u otra manera termina conversando con personas con las que apenas comparte lenguajes. Es casi inevitable y se da de una manera natural que se hagan esfuerzos de una y otra parte y en general, con una estupenda predisposición, terminamos cruzando palabras con alguien que antes no pensábamos que podíamos llegar a entendernos.
Algunas horas después, luego de caminar un par de kilómetros, estábamos en la ruta esperando que se llenara el transporte que nos llevaría a la ciudad. Es habitual que estos vehículos sólo se pongan en marcha cuando se llenan, así que esperamos un rato charlando con quienes ya estaban allí. Quedaban seis lugares vacíos, los que fueron ocupados a lo largo de varios minutos por una empleada del balneario, un grupo de tres amigos y los últimos en llegar: el polaco y su esposa. Regresamos conversando entre sonoras risas (que nadie entendía) y cuando llegamos a destino nos despedimos bromeando sobre el siguiente, curioso, encuentro. Ésa fue la última vez que nos vimos.
Es interesante y emocionante tener la oportunidad de compartir experiencias con desconocidos, sin más medio que la coincidencia. ¡Gracias por compartir!
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Es un placer enorme el poder encontrarse en el camino con personas de diferentes nacionalidades y compartir todo: desde información, paseos, culturas, etc. En suma: todo lo que realmente nos hace humanos.
Saludos.
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