De últimas voluntades y sus consecuencias

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La Eneida

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En mi última entrada hablé de Canción negra, libro de Wislawa Szymborska que fue publicado después de su muerte y que la poeta polaca nunca quiso publicar en vida. La pregunta que quedó flotando en el aire fue: ¿Hasta qué punto es válido que se vaya en contra de la voluntad de un autor con respecto a su propia obra? Si lo pensamos con respecto a cualquier otra persona, en general sostenemos que lo correcto es hacer lo que esa persona quiso en vida; es decir, hacer su voluntad ¿por qué no, entonces, con los escritores? ¿Es que hay algo en la obra que excede a lo meramente personal y que pertenece a toda la humanidad? Este último punto nos permite un «tal  vez» algo incierto; porque si bien la obra de un artista deja de pertenecerle una vez que ha visto la luz por cuenta propia, aquella obra no publicada no es más que propiedad de ese mismo artista, así que el debate sigue abierto con la misma intensidad de argumentos por ambas partes. Veamos algunos casos particulares, a ver si nos ayudan a despejar algunas dudas.

El caso de Szymborska (ya que fue el que nos trajo hasta aquí permitámosle abrir la secuencia) es un ejemplo claro de que ir en contra de la voluntad del artista resulta en un beneficio para todos los demás. Canción negra, sin ser el mejor libro de la poeta, no va en detrimendo de su obra; por el contrario, nos ayuda a poner en contexto el resto su poesía, de sus ideas y de su estética.

Se dice que, en su lecho de muerte, Ovidio ordenó quemar la Eneida, ya que después de once años de trabajar en ella, aún no estaba acabada. El Emperador Augusto, quien había encargado la obra y quien tenía en ella un papel central, hizo caso omiso del deseo del poeta y la salvó del fuego. Lo mismo sucedió con Franz Kafka y su amigo (y por extensión, de todos nosotros) Max Brod. Kafka le había ordenado quemar todos sus originales, a lo que Brod se negó en propia vida de Kafka y le dijo directamente que no iba a hacerlo (como curiosidad, quien quiera oír al propio Max Brod repetir los buenos argumentos que le expuso a su amigo, puede ir aquí). Otro caso de salvataje en propia vida fue el de Lolita, de Vladimir Nabokov. Se dice que, impulsado por las enormes dificultades que el texto le presentaba, el mismo Nabokov estuvo a punto de quemar los originales que tenía hasta el momento. El proverbial accionar de su esposa, Vera, salvó del fuego esos papeles e impulsó al autor ruso a terminar la obra. Por último, recuerdo un caso inverso, el de alguien que sí quería ser publicado pero que no lo consiguió en vida: John Kennedy Toole. Parece ser que, luego de ser rechazado una y otra vez por todas las editoriales a las que presentó su novela, y por esto mismo presa de una profunda depresión, Toole se suicidó. Fue su madre quien se dedicaría a mover cielo y tierra para ver publicada la obra de su hijo. Hoy, La conjura de los necios está considerada (modestamente, creo que con absoluta razón) como una de las grandes novelas norteamericanas del siglo XX.

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Max Brod y Franz Kafka

¿Y casos inversos? Pues realmente conozco sólo dos que corresponden a un solo autor: Jorge Luis Borges (podemos obviar lo que es la moneda más corriente: las peleas de los herederos por las pocas o muchas riquezas que haya dejado el difunto artista. Esos casos no pasan de ser vulgares muestras de egoísmo económico. Vaya como ejemplo el caso de Camilo José Cela y sus lamentables hijo y viuda). Hablando de viudas, vamos a la de Borges. Poco después de la muerte del escritor argentino su viuda se dedicó a publicar todo aquello que tuviese la firma JLB, incluso aquellos textos que eran de conocida existencia pero que el mismo Borges había dicho que no quería que se publicaran porque no tenían la menor importancia o calidad. Y tenía razón. Apasionado de Borges, compré y leí cada cosa que se publicó con su nombre y los textos que María Kodama (la viuda en cuestión) publicó después de la muerte don Jorge ―recuerdo con especial desagrado un volumen titulado, sintomáticamente Museo― carecen de todo valor estético e histórico (ni siquiera, como en el caso de Szymborska, tienen ese valor añadido).

El segundo caso que compete a Borges no es directamente un caso de ir en contra de los deseos de un autor, aunque sí un caso de publicar aquello que no debería haber sido publicado nunca. Me refiero a los diarios (varios) de Adolfo Bioy Casares, los cuales fueron publicados, también, después de la muerte del escritor argentino. En lo personal siempre consideré a Bioy Casares como un mediocre, y sus diarios no hicieron más que acentuar esta sensación. Los diarios de Bioy Casares están plagados de cosas que por pudor, buen gusto o simple decencia nunca deberían haber sido escritas y, mucho menos, publicadas. Poner por escrito todo lo que se dice en una reunión de amigos es algo por demás desagradable. Que el resto del mundo tenga, después, acceso a ello, es imperdonable. Las mil seiscientas páginas de su Borges son un ejemplo de ello. ¿Qué necesidad hay de publicar todo lo que una persona, por más famosa que sea, dice o piensa? Se rebaja así a la literatura a lo que hoy son esos Reality Shows que nos muestran a tal o cual en su trivial vida diaria, hasta cuando van al baño o se hurgan la nariz. No todo merece la imprenta.

Y llego al final y veo que estoy igual que al principio: hay buenos argumentos a favor de publicar todo y buenos argumentos a favor de no publicar todo. No haberle hecho caso a los propios autores nos permite hoy acceder, nada menos, que a la Eneida o a todo Kafka; lo cual no es algo menor.

La cuestión aquí es que en realidad no sabremos nunca qué es lo que perdimos porque alguien sí hizo caso de la última voluntad del autor ¿Qué obra habrá sido pasto del fuego y por ello nunca llegó hasta nosotros?

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Flores de invierno y otros dos poemas de Louise Glück

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Hace un par de semanas se hizo público el Premio Nobel de Literatura, el cual este año le fue otorgado a la poeta Louise Glück. Digo desde ya que no conocía ni siquiera de nombre a dicha señora y, por supuesto, nunca había leído algo de ella, ni siquiera en una antología o en una revista. Así que busqué algo de información y me encuentro con que su obra en español está circunscrita a la editorial Pre-Textos, sita en Valencia (y al margen: ¿no podrían haber trabajado un poco más las portadas de los libros? Parecen ediciones del año cuarenta del siglo pasado).

El hecho de no saber quién era Louise Glück no me molestó en lo absoluto (desde Sócrates para acá soy más que consciente que es —y siempre será— mucho más lo que ignoro que lo que sé o lo que pueda aprender en el camino); al contrario, hasta pensé que, con suerte, podría sucederme lo mismo que me pasó cuando ganó el Nobel Wislawa Szymborska, de quien nada conocía y que después pasó a ser, como digo siempre, la mejor de todas. ¿Sería este un caso similar? ¡Cabía la posibilidad! Y tan solo eso ya era bueno de por sí.

¿Y qué pasó? Pues bueno, aún me falta mucho, sin duda, una golondrina no hace verano y un libro no hace una obra completa, así que ya veremos. Por ahora sólo digo, con la modestia del caso (con la modestia del que sabe que no sabe) que Glück no está nada mal, pero que Wislawa sigue siendo la mejor. Les comparto aquí tres poemas de su El iris salvaje, para comenzar a echarle un vistazo y ver qué les parece.

FLORES DE INVIERNO

¿Sabes qué era, cómo vivía? Conoces
la desesperación, entonces
el invierno debería tener sentido para ti.

No esperaba sobrevivir,
con la tierra oprimiéndome. No esperaba
despertar de nuevo, sentir
mi cuerpo sobre la tierra húmeda
capaz de responder de nuevo, recordando
después de tanto tiempo cómo abrirme de nuevo
a la luz fría
de la primera primavera…

asustada sí, pero de nuevo entre ustedes
gritando sí riesgo alegría.

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AMOR BAJO LA LUZ DE LA LUNA

A veces un hombre o una mujer imponen su desesperación
a otra persona, a eso lo llaman
alternativamente desnudar el corazón, o desnudar el alma.
(Lo que significa que para entonces adquirieron una.)
Afuera, la tarde de verano, todo un mundo
arrojado a la luna: grupos de formas plateadas
que podrían ser árboles o edificios, el angosto jardín
donde el gato se esconde para revolcarse en el polvo,
la rosa, la coreopsis y, en la oscuridad, la cúpula dorada del capitolio
transformada en aleación de luz de luna,
forma sin detalle, el mito, el arquetipo, el alma
llena de ese fuego que en realidad es luz de luna,
tomada de otra fuente, y brilla
unos instantes, como brilla la luna: piedra o no,
la luna sigue estando más que viva.

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EL ESPINO

Al lado tuyo, pero no
de tu mano: así te miro
andar por el jardín
de verano: las cosas
que no pueden moverse
aprenden a mirar. No necesito
perseguirte a través
del jardín; en cualquier parte
los humanos dejan
señal de lo que sienten, flores
esparcidas en el polvo del camino, todas
blancas y doradas, algunas
levemente alzadas
por el viento de la tarde. No necesito
seguirte adonde estás ahora,
hundido en la ponzoña de este campo, para
saber la causa de tu huida, de tu humana
pasión, de tu rabia: ¿por qué otra cosa
dejarías caer todo aquello
que has acumulado?

al viento crudo del nuevo mundo.

¿Para qué sirve un libro?

Suele decirse, repitiendo lo que alguna maestra bienintencionada de la escuela primaria o algún padre también bienintencionado pero igualmente poco efectivo, que «Los libros no muerden» o alguna frase del mismo tenor («El saber no ocupa lugar» es otra de las mismas características). Aquí les dejo hoy tres frases un poco más contundentes y mejores adaptadas a la realidad de lo que un libro debe ser. Pienso que tal vez si usáramos estas en lugar de las primeras que señalé los jóvenes, más atraídos por el morbo que por las buenas costumbres, posiblemente se acercarían un poco más a los libros. Cambiar de táctica sería, creo, algo beneficioso. No empujemos a los niños a los libros, prohibámoselos y, al mismo tiempo, dejémoslos allí, descuidadamente. La curiosidad y el acto de romper con lo prohibido harán el resto.

Friedrich Nietzsche:
«¿Para qué nos sirve un libro que ni siquiera tiene la virtud de llevarnos más allá de todos los libros?».

Franz Kafka:
«Creo que deberíamos leer sólo el tipo de libros que nos lastimen y apuñalen. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta de un golpe en la cabeza, ¿para qué lo estamos leyendo? ¿Para que nos haga felices, como dice tu carta? Dios mío, seríamos felices precisamente si no tuviéramos libros, y el tipo de libros que nos hacen felices son el tipo que escribiríamos nosotros si tuviéramos que hacerlo. Pero necesitamos libros que nos afecten como un desastre, que nos duelan profundamente como la muerte de alguien que quisimos más que a nosotros mismos, como estar desterrados en los bosques más remotos, como un suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo».

Emil Cioran:
«¿Para qué van a servir los libros? ¿Para aprender? Eso no tiene ningún interés, para eso no hay más que ir a clase. No, yo creo que un libro debe ser realmente una herida, debe trastornar la vida del lector de un modo u otro. Mi idea al escribir un libro es despertar a alguien, azotarlo».

Victor Hugo y la política de la ignorancia

En La utilidad de lo inútil, Nuccio Ordine rescata un discurso de Victor Hugo, pronunciado ante la Asamblea constituyente de 1848, en el que sale al paso de la falacia del ahorro estatal cuando se trata de recortes en las actividades culturales y la instrucción pública. Es la crisis, le dicen, no hay otro remedio. Y Victor Hugo se revuelve contra los profesionales del Dogma del Recorte Inevitable: «¿Y qué momento escogen? El momento en que son más necesarias que nunca, el momento en que, en vez de limitarlas, habría que ampliarlas y hacerlas crecer (…). Haría falta multiplicar las escuelas, las cátedras, las bibliotecas, los museos, los teatros, las librerías». Y le pone un nombre a esa presunta política de ahorro: es «la política de la Ignorancia».

En estos tiempos de recortes masivos a las políticas culturales y educativas, aquel discurso de Victor Hugo de hace ciento setenta y dos años suenas más actual que nunca (y es otro ejemplo de algo que siempre digo aquí: ya todo se dijo antes; sólo hay que saber mirar a la historia). He aquí algunos otros fragmentos de ese discurso, a los que nada añadiré porque ante la grandeza y la perfección de las palabras bien dichas, uno tiene que llamarse a silencio:

«Afirmo, señores, que la reducciones propuestas en el presupuesto especial de las ciencias, las letras y las artes son doblemente perversas. Son insignificantes desde punto de vista financiero y nocivas desde todos los demás puntos de vista. Insignificantes desde el punto de vista financiero. Esto es una evidencia tal que apenas me atrevo a someter a la asamblea el resultado del cálculo proporcional que he realizado[…] ¿Qué pensarían, señores, de un particular que, disfrutando de unos ingresos de 1500 francos, dedicara cada año su desarrollo intelectual […] una suma muy modesta: 5 francos, y, un día de reforma, quisiera ahorrar a costa de su inteligencia seis céntimos?».

«¿Y qué momento se elige? Aquí está, mi juicio, el error político grave que les señalaba al principio: ¿qué momento se elige para poner en cuestión todas estas instituciones a la vez? El momento en el que son más necesarias que nunca, el momento en el que en vez de reducirlas, habría que extenderlas y ampliarlas».

Victor Hugo

«[…] ¿Cuál es el gran peligro de la situación actual? La ignorancia. La ignorancia aún más que la miseria […] ¡Y en un momento como éste, ante un peligro tal, se piensan en atacar, mutilar, socavar todas estas instituciones que tienen como objetivo expreso perseguir, compartir, destruir la ignorancia!».

«Pero si quiero ardiente y apasionadamente el pan del obrero, el pan del trabajador, que es un hermano, quiero, además del pan de la vida, el pan del pensamiento, que es también el pan de la vida. Quiero multiplicar el pan del espíritu con el pan del cuerpo».

«[…] Habría que multiplicar las escuelas, las carreteras, las bibliotecas, los museos, los teatros, las librerías. Habría que multiplicar las casas de estudio para los niños, las salas de lectura para los hombres, todos los establecimientos, todos los refugios donde se medita, donde se instruye, donde uno se recoge, donde uno aprende alguna cosa, donde uno se hace mejor; en una palabra, habría que hacer que penetre por todos lados la luz en el espíritu del pueblo, pues son las tinieblas lo que lo pierden»

«Han caído ustedes en un error deplorable. Han pensado que se ahorrarían dinero, pero lo que se ahorran es gloria».

Pilar Pedraza, o de la lucidez

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Acabo de leer una magnífica, o más que magnífica entrevista a Pilar Pedraza, escritora española que nos regala un magnífico tratado sobre la lucidez. Y es que hoy no hace falta más que eso para que alguien sobresalga por sobre la mediocridad general: lucidez. Antes que nada, debo reconocerlo: no he leído a Pilar Pedraza, y me acerqué a la entrevista atraído por el título: «Que no me digan que no debo leer a Sade por ser patriarcal, porque los mando a la mierda». Perfecto, para empezar. Y voy al punto porque sino terminaré copiando la entrevista completa, la cual, por fortuna, es extensa, pero que no cabría aquí sumado a lo que quiero decir. Luego de habérsele preguntado sobre la crueldad en uno de sus libros, Pedraza dice:

«Yo empecé muy pronto a leer las obras completas de Sade y lo he leído todo absolutamente. El sadianismo es algo que siempre me produce cierta ambigüedad. Porque Sade, por cierto, no hizo ninguna barbaridad… Bueno, sí hubo algún lío con unas chicas que se murieron porque les dio más de lo debido, pero él no era un asesino ni un sádico. Era un perverso. Pero me produce sensación ambigua porque cuánto me gusta leerlo, pero qué poco me gustaría que se produjera en la realidad. Su filosofía me encanta, porque antepone la máxima libertad por encima de toda moral y de toda creencia, incluso del humanismo. Y me encanta también cómo despliega una matemática de la crueldad y una coreografía de las torturas, que desde el punto de vista artístico es maravilloso. Todo eso me ha llegado muy profundamente desde muy joven».

Aquí hay un punto importante, el cual Pedraza expone de dos modos: primero, reconocer que lo que dice Sade es una cosa, pero de eso pudiera llegar a suceder sería terrible; la segunda versión, inmediata a la primera, señala la estética de Sade (matemática de la crueldad, coreografía de las torturas) y la sintetiza como un «punto de vista maravilloso». ¡Y es que ese es el punto! Sólo es literatura y si alguien se siente mal al leer estas cosas, pues el asunto es muy sencillo: que no lo haga. Y esto viene a colación por la censura que están teniendo ciertos textos por diversas razones. De hecho, es el motivo de la siguiente pregunta y su respectiva respuesta:

«Este es un debate muy presente ahora mismo. Lo de renegar de un autor (y hasta censurar su lectura) porque sus códigos morales no corresponden con los actuales… O porque era un hijo de puta, vamos. 

Ya, ya. Pero dan ganas de contestarles: «¿Y tú no has leído Juliette o el triunfo de la infamia?». ¡Pues que lo lean, joder! Que no me digan que no debo leer a Sade por ser patriarcal, porque los mando a la mierda». 

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Este tema quise tratarlo ayer, pero preferí no hacerlo porque la noticia que me había llegado ya tenía un par de años; pero ahora, a raíz de haber leído este reportaje, puedo incluirla por afinidad temática. El asunto es que en la Universidad de Londres, los alumnos exigieron que se prohibiera el estudio de Platón, Aristóteles, Kant, Voltaire… por ser blancos. También por la misma época tuvo que ponerse advertencias (trigger warnings, las llaman en inglés; es decir que hasta le han dado un nombre propio) en un curso de teología, ya que la crucifixión podría llegar a ser angustiante para algunos alumnos (y otra pausa necesaria ante el absurdo: recuerdo que estamos hablando de una universidad, no de un jardín de infantes. Universidad). ¿Qué clase de idiotas están preparándose en las universidades hoy en día? ¿Qué clase de idiotas son aceptados, para empezar? Sé que la palabra idiota en estas dos preguntas ha molestado a alguien y espero que así sea, porque ése es el punto central: ¿qué es esto de andar sintiéndose ofendido por cualquier cosa? Me remito a Chistopher Hitchens: «Que te sientas ofendido no es ningún argumento».

Sigamos. Hace un tiempo hablé en este sitio de la espantosa versión feminista de El Principito; y más atrás había hablado de las nuevas versiones de Caperucita roja, donde el lobo ya no se come a la abuela, sino que esta se esconde en un ropero y donde, por supuesto, el leñador ni siquiera aparece. El lobo huye y eso es todo (hay que evitar la escena de la «autopsia»). También hablé de una versión, muy criticada, por cierto, de la ópera Carmen, donde al final es ella la que mata a José, y no al revés, como corresponde. También la misma Pedraza lo señala en su reportaje: cuando se traduce un libro del siglo XIX estadounidense, donde dice negro ahora ponen de color. ¡Es un error! Debe ponerse lo que el autor decidió poner en el original, sólo así entenderemos los conceptos dentro de su perspectiva histórica.

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Me voy con un último fragmento de Pilar Pedraza porque, como dije, su lucidez es más que suficiente y no es posible parafrasearla sin menoscabo de sus palabras y de sus ideas. Aquí un pedacito de esta escritora feminista, sobre el mismo tema:

«Tengo una idea cada vez más clara: todo lo que ha construido la cultura patriarcal, que es mucho, también me pertenece a mí. Porque yo estoy en ella. Yo adoro las mujeres gordas de Rubens con todas sus carnes que son un objeto de la mirada deseante del hombre, pero también mía. Porque yo estoy en una cultura y todo eso es mío. Una mujer musulmana a lo mejor piensa que no es suyo, o que es ajeno, la mezquita y todas sus bellezas, porque eso lo han hecho los hombres y es cosa de los hombres. Pero yo no. Sade es mío, Rubens es mío y todos los desnudos femeninos, masculinos y neutros son míos. Yo he heredado esa cultura y la tengo en mi mente y mi espíritu. 

Lo de las feministas puritanas, es talibanismo: «Esto no, porque es patriarcal», «esto no, porque induce a pensar mal de las mujeres». Mire usted: fórmese bien y verá cómo no le hace daño lo patriarcal. Pero asimílelo, hágalo suyo, critíquelo si quiere, pero todo eso es suyo. A mí que no me quiten el marqués de Sade. ¡Eso lo hace la religión o la Inquisición! Y yo no soy partidaria de la Inquisición, ni ahora —que existe aún en el Vaticano, aunque no actúe— ni entonces. Es mi legado, y está ahí». 

Pueden leer la entrevista completa, aquí.

Nunca es (ni será) tarde

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Cada tanto las noticias nos acercan casos puntuales de ancianos que terminan su carrera universitaria o de abuelos que a avanzada edad han comenzado, por ejemplo, a aprender a leer y escribir. Esos casos son presentados como ejemplos a seguir, cosa que son y muy dignos de aplauso. Pero también hay algunos ejemplos que son más puntuales y directos para aquellos quienes ya estamos corriendo contra reloj y que aún no hemos publicado o que apenas hemos publicado un solo volumen. Por ejemplo, la infografía con la que abro esta entrada nos muestra algunos ejemplos de escritores que empezaron a escribir o a publicar a una edad que muchos ya consideran como tarde o, tal vez, algo peor. Allí tenemos, entre otros, a Amy Tan, Raymond Chandler, Stieg Larsson, y al más grande de todos: José Saramago. Faltan algunos otros que también comenzaron a escribir pasados los cincuenta, como Laura Ingalls Wilder, quien publicó La casa de la pradera a los 64 años; el Marqués de Sade quien comenzó a escribir a los 40 años pero publicó su primer libro, Justine, a los 51 años; Giuseppe Tomasi di Lampedusa, quien empezó a escribir a los 58 años, luego de asistir a un premio literario y que tardaría dos años en terminar y publicar El gatopardo; o Isak Dinesen, quien publica un volumen de relatos a los 50 años, poco antes de publicar su famoso Memorias de África.

En síntesis: que aún estamos a tiempo o, como dice Benjamín Prado en su poema, que Nunca es tarde, hombre; así que ¿Qué diablos estás esperando?

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Nunca es tarde

Nunca es tarde para empezar de cero,
para quemar los barcos,
para que alguien te diga:
-Yo sólo puedo estar contigo o contra mí.

Nunca es tarde para cortar la cuerda,
para volver a echar las campanas al vuelo,
para beber de ese agua que no ibas a beber.

Nunca es tarde para romper con todo,
para dejar de ser un hombre que no pueda
permitirse un pasado.

Y además
es tan fácil:
llega María, acaba el invierno, sale el sol,
la nieve llora lágrimas de gigante vencido
y de pronto la puerta no es un error del muro
y la calma no es cal viva en el alma
y mis llaves no cierran y abren una prisión.

Es así, tan sencillo de explicar: -Ya no es tarde,
y si antes escribía para poder vivir,
ahora
quiero vivir
para contarlo.

Sobre el mar de nubes

 

Solitude 01

El caminante sobre el mar de nubes – Caspar David Friedrich

 

Alguna vez titulé una entrada en este blog con una frase que no es mía pero que me apropié de una vez y para siempre: «Para modernos, los clásicos». Fiel a ella por convicción y costumbre, encuentro en la lectura de aquellos textos que tienen más de algunos siglos encima una fuente inagotable tanto de placer estético como intelectual. Vuelvo una y otra vez a Epicuro, a Lucrecio, a Montaigne, a Schopenhauer, a Esquilo, a cualquiera de ellos para encontrar, incluso, respuestas a los problemas de hoy. Esa es la maravilla de esos textos: podemos leerlos para pasar el rato o para pensar más profundamente en nosotros mismos; lo mismo vale el entretenimiento que el pensamiento. También, si tenemos suerte, conseguiremos ambas cosas al mismo tiempo.

Por ejemplo, eso es lo que me ocurrió al reencontrarme con la famosa Oda I – Vida retirada, de Fray Luis de León (1527-1591) ¿No es lo mismo que dice Epicuro en Carta a Meneceo? Lo más curioso (lo que no dejó de despertar una sonrisa en mí cuando noté esto) es que Fray Luis de León era un sacerdote agustino que en nada nos haría pensar que podría llegar a compartir una idea tan fuerte con el detestado (para la iglesia católica) Epicuro. Veamos algunos versos:

¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruïdo,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido;

Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio Moro, en jaspe sustentado!

No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera,
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.

 

Pues sí, ahí parece estar don Luis charlando de igual a igual con algunos de los presentes (incluida alguna hetaira —aunque el término no es del todo correcto— ¡horror de horrores! en aquel jardín que se encontraba en las afueras de Atenas). Luego, al llegar a estos versos, no pude menos que relacionarlos con otro autor, éste más moderno: Edmond Rostand (1868-1928):

Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.

 

¡Pero si esto no es más que Cyrano de Bergerac! me dije. Véanlo:

Pero cantar… soñar…. reír, vivir, estar solo, ser libre
tener el ojo avizor, la voz que vibre
ponerme por sombrero el universo,
por un si o un no batirme o hacer un verso.
Despreciar con valor la gloria y la fortuna,
viajar con la imaginación a la luna,
sólo al que vale reconocer los méritos,
no pagar jamás por favores pretéritos,
renunciar para siempre a cadenas y protocolo,
Posiblemente no volar muy alto, pero solo.

 

El círculo se cierra a través del tiempo (aunque podríamos añadirle muchos eslabones más a la cadena. Por ejemplo, podemos sumar a Henry Purcell (1659-1695) y su O solitude, cuyos versos primeros son «Oh soledad, mi más dulce elección / Lugares dedicados a la noche / Lejos del tumulto y del ruido / ¡Cómo se deleitan mis inquietos pensamientos!»): Epicuro hace dos mil doscientos años, Fray Luis de León hace cuatrocientos, Rostand hace poco más de cien. Y el mismo mensaje, simple, directo, sencillo, actual: cantar… soñar…. reír, vivir, estar solo, ser libre…

Pueden leer la Oda I – Vida retirada, de Fray luis de León, aquí.

Pueden leer la Carta a Meneceo, de Epicuro, aquí.

Pueden leer el soliloquio de Cyrano de Bergerac, de Edmond Rostand, aquí.

Y ya que estamos pueden escuchar a Henry Purcell, en la voz de Anne Sofie von Otter (con letra incluida debajo), aquí.

La divina obsesión

Para María G. Vincent
quien sufre del síndrome
del nido vacío.

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Zizek 03

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Hace unos días María G. Vincent publicó su primer libro de poesía: Mientras la vida soñaba (quienes lo deseen, pueden pasar por aquí y leerla a ella misma hablando de él). Ahora, en su nueva entrada, leo que María nos dice: «Si, todo pasa, pero me quedó una sensación doble. De melancolía, porque el poemario Mientras la vida soñaba ya vuela por libre y de alegría porque lo compartí con muchas personas queridas y que disfrutaron con una bonita tarde de poemas, amistad, complicidad y ritmo». De la alegría nada diré, porque ella se basta a sí misma; pero de la melancolía por tener que dejar partir al niño en cuestión podría decir algo, pero no por mis propias palabras, sino que para ello usaré una de esas exageraciones de Slavoj Zizek que tan bien le quedan:

«Odio escribir. Odio tanto escribir… no puedo decirte cuánto. En el momento en que estoy al final de un proyecto, tengo la idea de que realmente no logré decir lo que quería decir, y que necesito un nuevo proyecto para decirlo, es una pesadilla absoluta. Toda mi economía de la escritura se basa, de hecho, en un ritual obsesivo para evitar el acto real de escribir». Slavoj Zizek en conversación con Glyn Daly.

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zizek 02

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Lo dije, es una exageración, pero nadie exagera mejor que Zizek; así que bien podríamos tomar aquí lo que nos compete y conviene y dejar la exageración de lado. Tal vez lo que nos convendría a todos los que escribimos (en un blog, revistas o periódicos, los que tienen la suerte de llegar al libro, los que lo hacen en la soledad de sus habitaciones) es nada más que eso: obsesionarse con el acto de escribir porque, seamos sinceros, mal podríamos como Juan Rulfo o J. D. Salinger sentir que hemos dicho todo lo que teníamos que decir en dos libros y nada más. Creo que con mucha más modestia (y tal vez certeza) lo nuestro sea un constante querer decir sin llegar nunca a poder decirlo a la perfección. Así que, ante el niño que se va por el mundo a hacer su propio camino, no nos queda otra opción que volver a tomar una hoja de papel en blanco, sacarle una buena punta al lápiz y empezar de nuevo a decir otra cosa, o tal vez lo mismo; pero con ideas o metáforas nuevas. Pues todos estamos en esto porque sí y nada más; como bien lo dijo Kurt Vonnegut: «Las artes no son una forma de ganarse la vida. Son una forma muy humana de hacer la vida más llevadera. Practica un arte, no importa qué tan bien o mal lo hagas. ¡Es una forma de hacer crecer tu alma, por el amor de Dios!».

Pues eso, María, ¿qué más puedes pedirle a la vida?

Hermann Hesse, acuarelas

Hermann Hesse no necesita presentación alguna. Sus novelas han sido alimento estético y espiritual para incontables generaciones y, aunque en general se lo considera como a un autor «para jóvenes» (tal vez sea porque muchos de sus personajes principales suelen ser adolescentes que buscan o encuentran los paraísos que yacen dentro de cada uno), bien vale la pena acercarse a él en cualquier momento de nuestro derrotero.

Hesse 04

 

En estos meses de recuperación he leído sus Obras Completas; las cuales, por supuesto, no son realmente «completas»; pero los siete libros que contenía el volumen en cuestión fueron un buen reecuentro con aquellos textos que me marcaron hace algunas décadas (¿qué adolescente puede pasar incólume después de leer Demián o Siddharta?). Ahora, buscando información adicional, me encuentro con algunas acuarelas de Hermann Hesse, faceta que desconocía del autor alemán. Son sencillas y directas y, más que nada, poco pretenciosas; es decir, son de alguna manera como el mismo Hermann Hesse.

 

Hesse 11

 

«He sido un hombre que busca y aún lo sigo siendo, pero ya no busco en las estrellas y en los libros, sino en las enseñanzas de mi sangre».

Una pequeña galería de sus obras. Pueden ver más (y muchas, como la primera de esta entrada ilustrando manuscritos), en la Galería Ludorff; aquí.

Por qué leo, por qué escribo

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Pessoa 03

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«Hay metáforas que son más reales que la gente que anda por la calle. Hay imágenes en los escondrijos de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una individualidad absolutamente humana. Pasos de parágrafos míos hay que me hielan de pavor, tan nítidamente gente los siento, tan recortados contra las paredes de mi cuarto, en la noche, en la noche, en la sombra (…) He escrito frases cuyo sonido, leídas en voz alta o baja -es imposible ocultar su sonido-, es absolutamente el de una cosa que ha cobrado exterioridad absoluta y alma enteramente.

¿Por qué expongo yo de vez en cuando procedimientos contradictorios e inconciliables de soñar y de aprender a soñar? Porque, probablemente, tanto me he acostumbrado a sentir lo falso como lo verdadero, lo soñado tan nítidamente como lo visto, que he perdido la distinción humana, falsa creo, entre la verdad y la mentira».

Fernando Pessoa. Libro del desasosiego.