Haciendo arqueología de la cultura popular, se pueden encontrar este tipo de «joyas». Se trata de un recortable de «Mariquita (legionaria)» un personaje infantil muy popular en España a comienzos del siglo XX.
Tras conflictos originados por la sublevación de las tribus del Rif (África) contra las autoridades coloniales españolas y francesas. La propaganda española publicó fotografías en la que soldados españoles sostenían las cabezas decapitadas de sus enemigos abatidos (pueden encontrarse fotografías en la red, pero por decidí no compartir ninguna aquí por una cuestión de buen gusto. Aunque estemos hablando de un tiempo pretérito, a veces hay que evitar ser demasiado literal en estos asuntos). En el recortable los niños podían vestir a la muñeca -que portaba la cabeza decapitada de una víctima- con todos los complementos del uniforme de legionario, y que de manera adjunta también incluía a varios niños negros amordazados de diversos pueblos.
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Para no quedarnos solo con la función histórica de la anécdota y de la imagen, sería adecuado hacer alguna reflexión al respecto; y para ello me remitiré a una palabras de Pier Paolo Pasolini, quien habla de otra cosa, pero que yo lo dejo aquí porque, para mí, está hablando de lo mismo:
«Creo que es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota. En manejarse en ella. En la humanidad que emerge de ella. En construir una identidad capaz de sostener una comunidad en la que se pueda fracasar y volver a empezar sin que el valor ni la dignidad sean afectados. En no ser un trepador social, en no pasar sobre el cuerpo de los otros para llegar primero. Ante este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de hacedores falsos y oportunistas, de gente importante que ocupa el poder, que escamotea el presente, ni qué decir el futuro, de todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser. Ante esta antropología del ganador, de lejos prefiero al que pierde».
Encuentro una galería de fotos de viejos leñadores. Aunque uno sabe que los diferentes tiempos tienen sus necesidades, sus usos y costumbres, no puede menos que sentir un ligero malestar al verlas desde el hoy, que es el tiempo que nos ha tocado a ese uno, con todo lo que ello implica (no quiero ni pensar en lo que dirán de nosotros las generaciones futuras, si es que queda alguien en el futuro con cerebro suficiente como para ejercer la crítica). Esa secuencia de imágenes me recuerda una página de Jorge Wagensberg, porque me causó la misma sensación de incomodidad sin tener que usar, para ello, foto alguna. La busco y la encuentro. Se titula La observación altera lo observado y está en su libro Yo, lo superfluo y el error, en la página 254 y dice todo lo que es necesario decir con una prosa mejor que la mía; así que a él le cedo la palabra.
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La observación altera lo observado
Las grandes pirámides de Egipto todavía no se han construido cuando en el (hoy conocido como) pico Wheeler, en el estado de Nevada, una modesta semilla cae del cielo, hace fortuna y germina alegremente.
Muchos años después pasa por allí el joven geógrafo Donald Rusk Currey y se queda estupefacto ante un impresionante ejemplar de Pinus longeava. Según algunos, Currey piensa: «Yo a ti te conozco» porque cree reconocerlo como Prometheus, un árbol singular descrito por el profesor Darwin Lambert. Los botánicos tienen la exquisita costumbre de no dar las coordenadas exactas de las maravillas que encuentran para evitar que alguien tenga un mal pensamiento o un momento de súbita estupidez. Según otros, los más, Currey no sabe de ningún estudio previo en la zona y bautiza el árbol como WPM-114 Después de vanos intentos fallidos para extraer una muestra de la planta que permita estimar su edad, Currey tiene una idea: pedir permiso a Donald E. Cox, del Servicio Forestal, para talar la joya. Y a Cox se le Ocurre una idea aún mejor: concederle el permiso.
El día 6 de agosto de 1964 Prometheus es asesinado. La autopsia demuestra que en el momento de su ejecución el árbol tenía 4950 años, el individuo pluricelular más viejo del planeta. La plusmarca habría sido fácilmente superada (: a razón de una mejora de un minuto por cada minuto que transcurre) si no llega a ser porque una inteligencia se empecinara en parar el cronómetro para registrar la proeza.
Todos sabemos que los tiempos geológicos, los tiempos de la Tierra, no aceptan ningún tipo de comparación con los tiempos humanos. La Tierra y todo lo que contiene nos permite, incluso, jugar hasta con la idea de eternidad. ¿De qué otro modo podríamos considerar nosotros, simples y breves mortales, al mar, a las montañas, a las derivas continentales, a los cañones que hienden el terreno, a las cuevas que se sumergen en lo profundo, a los desiertos? Todo parece haber estado allí desde siempre y de algún modo sabemos que seguirán estándolo cuando nosotros nos hayamos ido de aquí, y esta vez sí, para siempre.
Pero, de tanto en tanto, esa misma Tierra nos muestra que, aunque sus tiempos son muy otros, no dejan de ser un ente en constante transformación y que, aquello que nos parece eterno, no es más que una cosa más entre las cosas; que vive en un tiempo diferente, pero que al igual que nosotros nace, vive y muere.
Todo esto viene a cuento porque hace unos días ―el veinte de febrero― se cumplió el septuagésimo octavo cumpleaños del volcán Paricutín. En efecto, estamos hablando de un volcán que apenas tiene setenta y ocho años; es decir que nació el 20 de febrero de 1943 (para ponernos en perspectiva histórica, digamos que en ese momento el mundo ardía en llamas por otros motivos por demás conocidos). La historia, expuesta de manera sintética, nos dice que Dionisio Pulido, un campesino, se encontraba trabajando la tierra en las cercanías del pueblo Parangaricutiro, cuando de pronto esta empezó a temblar, se abrió y empezó a emanar un vapor muy espeso, a sonar muy fuerte y a arrojar piedras. Asustado, el señor Pulido avisó al pueblo y, gracias a este oportuno aviso, no se registraron víctimas en lo que podría haber sido una catástrofe de enorme magnitud.
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El Paricutín, activo, en 1943
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La duración de la actividad de este volcán fue de 9 años, 11 días y 10 horas. La lava recorrió unos 10 kilómetros. No hubo víctimas humanas, dado que hubo suficiente tiempo para desalojar a toda la población. El volcán sólo sepultó dos poblados: Paricutín y San Juan Parangaricutiro (Parhikutini y Parangarikutirhu en purépecha). El primero quedó totalmente borrado del mapa. Muy cerca de él se encuentra ahora el cráter del volcán. Del segundo pueblo solo es visible parte de la iglesia, sepultada por la lava, al igual que el resto del pueblo, excepto por la torre izquierda del frente (la torre derecha aparentemente cayó, pero lo cierto es que estaba en construcción al momento de empezar el fenómeno) así como el ábside, junto con el altar.
Hace unos tres años tuve la oportunidad de visitar lo que queda de San Juan Parangaricutiro, lo cual es, en realidad, sólo una parte de la iglesia y nada más (aparte de la torre que se alza solitaria entre la lava solidificada, sólo quedó parte del altar de esa iglesia, lo que daría lugar a un nuevo milagro, ya que el cristo que allí se encontraba no sufrió daño alguno. Esa imagen de Cristo luego sería llevada a treinta y tres kilómetros de distancia, donde se establecerían los habitantes desplazados por el volcán: Nuevo San Juan Parangacutiro). Para llegar a ella hay que trepar por las peligrosas rocas de lava solidificada, lo cual debe hacerse con muchas precauciones y suma lentitud. Desde ese sitio se ve, a la distancia, al volcán en medio del valle.
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San Juan Parangacutiro, hoy.
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Un año después, gracias a los buenos oficios de Alfredo, un tipo que parece conocer todos los caminos secretos de México todo, tuve la oportunidad de ir al mismísimo Paricutín. Luego de un viaje de varias horas, llegamos al pie del volcán y nos preparamos para ascender a él. Alfredo, quien tiene mi edad pero que ha llevado una vida más sana y ordenada, llegó a la cima, como siempre, primero. El resto del grupo fue arribando poco a poco y yo, como es casi habitual, llegué último; pero llegué, que era lo importante. Ahora la imagen se había invertido: desde la cima del volcán podía verse todo el amplio valle que lo rodea, podía notarse el camino que tomó el derrame de lava hace más de setenta años y, siguiendo ese rumbo, allá, a la distancia, podía verse la torre solitaria de la iglesia de San Juan Parangacutiro.
Pregunté si podía bajarse al cráter y me dijeron que sí, que no había problema alguno, que el volcán se encontraba inactivo. Con precaución hice notar que al subir había encontrado algunas fumarolas de donde salían importantes chorros de vapor, y que si había vapor es que debajo había agua hirviendo, y a presión; así que eso de «inactivo» a mí me parecía algo más bien relativo. Volvieron a asegurarme de que no podía hacerlo con total seguridad. Me dije que, aunque los Tiempos de la Madre Tierra y los míos son totalmente diferentes y aleatorios, nada iba a cambiar si el volcán reiniciaba su actividad justo en ese momento (estar en el centro o en el borde circular del cráter no iba a hacer diferencia alguna, por supuesto). Así que bajé y caminé en silencio por aquel lugar que uno, pequeñito como es, no puede menos que considerar como algo que excede a toda expresión. De ninguna manera iba a perderme esa experiencia. Además ¿cuántas veces en la vida uno tiene la posibilidad de estar en el centro mismo del cráter del volcán más joven del mundo?
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Una galería con fotos históricas del Paricutín. Para ver las imágenes en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.
La modernidad tiene sus enormes ventajas, no hay quien pueda dudar de ello o, siquiera, quien se atreva a ponerlo en duda (los amantes del «todo tiempo pasado fue mejor» están en aprietos para justificar semejante expresión). Por ejemplo, para quienes aman la lectura hoy pueden llevar en su bolsillo toda na biblioteca. Si hay que hacer algún viaje, uno se sienta cómodamente en el sitio que le corresponde y saca su libro de bolsillo o, por qué no, su lector digital. Lee, disfruta, medita y después la biblioteca entera vuelve cómodamente al bolsillo. Sin embargo, ¿qué pasaba antes de que la tecnología nos facilitara la vida cuando se viajaba mucho y uno no quería privarse de los placeres de la lectura variada? Los libros eran pesados y su manejo engorroso; pero con el suficiente ingenio y dinero podías fabricarte una pequeño sucedáneo que tal vez no te dejara transportar tantos libros como los que hoy caben en un simple Kindle, pero desde luego sí te permitían llevar contigo una biblioteca entera.
Ese fue el caso de Napoleón Bonaparte. Tenía ingenio, dinero y, además, una desbordante pasión por los libros que le hacía llevarlos consigo en grandes cantidades cuando estaba de viaje. Según Louis Barbier, uno de los bibliotecarios del Louvre, Napoleón solía llevar consigo los libros que necesitaba en varias cajas que contenían unos sesenta volúmenes cada una. En un primer momento las cajas estaban hechas de caoba, con diferentes estantes y forrados de cuero verde o terciopelo, pero como no eran lo suficientemente fuertes como para soportar los golpes de los viajes, se empezaron a fabricar de roble y recubiertas de cuero.
Al principio Napoleón dispuso un catálogo con un número correspondiente a cada volumen, de modo que no hubiera problemas para seleccionar los libros que quería, pero como sucedía que muchos de los libros que quería consultar no estaban incluidos en la colección, por razones de espacio, el 8 de julio de 1803 dio órdenes muy específicas para que se construyera una biblioteca portátil de mil volúmenes, con dimensiones reducidas e impresión muy cuidada. Veamos un extracto de la carta:
Bayona, 17 de julio de 1808. El Emperador desea conformar una biblioteca de viaje con 1.000 volúmenes en 12mo pequeño [formato de página de unos 13x20cm] e impresos con una tipografía bonita. Es la intención de su Majestad disponer de estos trabajos impresos para un uso especial y con el objetivo de economizar espacio no deben poseer márgenes. Deben contener [cada volumen] entre 500 y 600 páginas y estar encuadernados con cubiertas y lomos lo más flexible posible. Debe haber 40 obras de religión, 40 obras dramáticas, 40 obras épicas y 60 de otras poesías, 100 novelas y 60 volúmenes de historia. El resto serán memorias históricas de todas las épocas.
Por si fuera poco; Napoleón no solo tuvo una única biblioteca portátil, sino que tenía varias e iba cambiando de cajas en función sus intereses de cada momento. Está muy bien, para eso era el emperador y tenía el dinero y el poder para hacer ese tipo de cosas. Ahora, volvamos por un segundo al principio de la entrada y pensemos, al menos aplicando la frase específicamente a este tema: ¿«Todo tiempo pasado fue mejor»? Creo que no; cualquiera de nosotros, pobres mortales sin necesidad de poseer imperio alguno, tenemos un acceso inmediato a toda la literatura universal, y eso sin tener que movernos de nuestros cómodos asientos. Aunque sí concedo un punto: son mucho más lindos los libros de Napoleón que cualquier lector digital; pero bueno, todo no se puede…
Leyendo el estupendo ¡Viva el latín! Historia y belleza de una lengua inútil, de Nicola Gardini, me encuentro con un par de perlas que no puedo dejar de compartir (hoy dejaré una de ellas, en otro momento compartiré la otra y, supongo, lo que me queda de lectura me deparará alguna más).
El libro de Gardini está organizado de un modo sencillo: luego de unos primeros capítulos donde expone su propia historia de amor y pasión por el latín, Gardini dedica el resto de los capítulos a analizar a los autores clásicos y a señalar los detalles de la lengua latina y otras cuestiones particulares. Del capítulo cuarto, el dedicado al poeta veronés Catulo, copio el siguiente fragmento:
«[…] Y el poema 51 nos acerca a una de las palabras más latinas que podamos imaginar: otium. Catulo, dirigiéndose a sí mismo por el nombre (cosa que hace también en otro lugar), dice: «otium, Catulle, tibi molestum est». […] ¿Pero qué es el otium que tan funesto resulta para el poeta y que, como se explica en los últimos versos, ha hecho que se perdieran reyes y urbes enteras? Traducirlo como «ocio», es decir, con la palabra que deriva directamente de él, es restrictivo, aunque no se pueda traducir de otra manera. Para nosotros, el «ocio» es un holgazanear, un pasar el tiempo instalados en la vacuidad. En la mentalidad romana, el otium es una manera de vivir, es lo opuesto al negotium, la actividad política o pública en general, y se identifica con el estudio y la contemplación. Entre ambos ideales fluye una tensión muy conflictiva. En teoría, deberían compensarse; en la práctica, son mutuamente excluyentes. El otium puede no ser una elección, sino un exilio del negotium, que para los romanos de la era republicana representa sin duda la más alta forma de vida. Para Catulo, en cambio, el otium es una opción polémica, una desvinculación orientada al ejercicio de la poesía, aunque ni mucho menos apolítica, sino más bien llena de pasión civil y de indignación, porque su poesía, aunque parezca fresca e individualista, tiene como objetivo una renovación de la ética social mediante la defensa de valores como la lealtad o la justicia. Catulo detesta la corrupción, la traición y la frivolidad, tanto en las personas que gozan de su afecto como individuos que rigen el Estado, empezando por Julio César».
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Catulo – 84 a.e.c. – 54 a.e.c.
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Repito aquí lo que me he encontrado repitiendo a lo largo del último año: ya todo ha sido dicho, sólo hay que mirar a la historia. La que para muchos es un novedoso debate o forma de pensamiento y que enfrenta a las artes liberales contra las disciplinas prácticas, ya estaba planteada y respondida hace más de dos mil años. La dicotomía «ocio / negocio» (al ser de raíz latina vemos cómo aún se mantiene la etimología en nuestro idioma) queda zanjada con la expresión: «En teoría, deberían compensarse; en la práctica, son mutuamente excluyentes. El otium puede no ser una elección, sino un exilio del negotium» y, al final de la exposición de Gardini, cuando dice: «Catulo detesta la corrupción, la traición y la frivolidad, tanto en las personas que gozan de su afecto como individuos que rigen el Estado, empezando por Julio César».
Es decir: la ética como herramienta fundamental de la conducta humana, no importa si se trata de nuestro propio círculo íntimo o del presidente. La ética que nos obliga a buscar la verdad y, después, a exponerla; porque esa misma ética hace que lo segundo sea una consecuencia de lo primero. ¿Y dónde se encuentra esta forma de sabiduría? Pues nada menos que en la poesía y, por extensión, en las artes liberales. Es allí donde podremos convertirnos en seres independientes y soberanos; no en la practicidad de lo trivial y, mucho menos, en la productividad desbocada.
Catulo ya lo sabía. Nosotros todavía lo estamos discutiendo.
Uno intenta ser moderado; uno intenta pensar y ser consecuente con su ideas y poner en contexto los conocimientos que posee; uno intenta llegar al diálogo de manera mesurada, equilibrada, educada y, sobre todo, lógica; pero a veces uno se topa con gente que pone las cosas más que difíciles.
Ayer me topé con este video, el cual sólo dura un minuto pero que dice mucho más de lo que allí está contenido. Les pido ese minuto de su tiempo (sé que sean cuales fueren sus puntos de vista políticos y sociales no los dejará indiferentes) y luego seguimos.
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¿Ven? ¿Lo hacen difícil o no? Acaba de pasar el inevitable 12 de octubre y las agotadoras imágenes en las redes sociales sobre el tema. Soy muy crítico de ellas porque, aunque no aplaudo lo que ocurrió durante la colonización europea de América, soy consciente de que eso fue un hecho histórico que debe ser puesto en contexto, que era algo que inevitablemente iba a ocurrir y que siempre que dos civilizaciones se encontraron, ocurrió lo mismo que aquí; así que de nada vale llorar sobre ello. Pero el asunto se complica cuando es en el presente que un par de individuos pretenden seguir con un discurso perimido hace ya tanto tiempo que no haría falta decir nada más.
Pero sí, parece que hace falta volver a él una y otra vez porque hay gente que aún cree que Europa es el centro del Universo; que ser europeo es per se, condición sine qua non para poder ser considerado como culto, inteligente, capaz, civilizado. Lo que estos dos individuos dicen en el video haría que cualquier persona realmente civilizada sintiera un profundo asco de sí misma; pero parece que ser civilizado también los aísla de tales nimiedades como el tener una conciencia o algo que siquiera se le parezca.
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¿En serio alguien puede decir que no hablar español implica no tener idea de lo que es la civilización? ¿De verdad alguien puede decir sin que se le caiga la cara a pedazos de la vergüenza que hablar idiomas como el aymara o el quechua es no ser civilizados? Me gustaría recordar que el quechua es el idioma de la antigua civilización Inca; esa misma que construía ciudades y templos que los mismos españoles no entendían cómo podían hacerse y que por eso mismo, con toda su cultura y civilización dijeron «Esto no es cosa de hombre, es cosa del diablo» y comenzaron la destrucción sistemática de eso que no podían entender (por cierto, los salvajes Incas construían tan bien que ni siquiera con todo su poder de fuego civilizatorio pudieron destruirlos por completo). ¿En serio alguien puede decir que no tener un celular e internet hace que «mentalmente no tengas idea de nada»? Pues allejandro Emtrambasaguas los tiene y no parece que haya alcanzado grandes cotas intelectuales (por cierto, en otra parte de video este muchacho dice «cuando un español vota a la izquierda, tiene un móvil y una conexión a internet»; después dice eso de que cuando lo hace un boliviano «no tiene un móvil…» etc. Es decir, más claro imposible: un español puede hacer lo que hace porque sí, coño; porque España (y por extensión Europa) es la civilización, mientras que Latinoamérica sigue siendo laignorancia, el atraso, la barbarie.
Me pregunto una cosa más: ¿Por qué tanta saña con Latinoamérica? ¿En qué le va a los europeos que los latinoamericanos seamos los salvajes que somos? Si están tan bien en Europa ¿qué les importa lo que hagamos los indios que habitamos estas tierras y que vivimos como nos place hacerlo? En un reportaje realizado por la TV boliviana (porque esto también hay que decirlo: hijos de puta hay tanto adentro como afuera), Emtrambasaguas dice: «… por mucho que yo me encuentre a diez mil kilómetros del país yo sigo comprometido con que Bolivia… mmm… se olvide de las terribles consecuencias de los catorce años del gobierno del Evo Morales y recupere la libertad» ¡Paren las rotativas, aquí encontramos el meollo de la cuestión! ¡Tenemos un iluminado! ¡Un periodista español que no llega a los treinta años viene a enseñarnos lo que está bien y lo que está mal! ¡Aprendan indios degenerados! ¡Aprendan estúpidos ignorantes que no tienen internet ni móviles! ¡Aquí está el que viene con la palabra de la verdad y la justicia! (por cierto, esas palabras que acabo de citar, las dijo Emtrambasaguas en medio de una «investigación» que él mismo hizo para demostrar que Evo Morales era un pedófilo. Literalmente. Pueden buscar la información).
Ya. Basta por hoy. Sé que los textos largos en los blogs no se leen y este ha sido uno de ellos. Seguiré en la próxima, de todos modos, aunque nadie me lea. A veces uno escribe porque tiene que hacerlo; por y para uno mismo. Acabo de darme cuenta de que hoy es uno de esos días.
A lo largo de estos días en que he estado apartado de la red, me he dedicado, entre otras cosas, a ponerme al día con un par de lecturas que tenía pendientes (y digo pendientes en el sentido hedonista del término; lecturas que quería hacer, no que debía). Uno de estos libros fue La civilización en la mirada, de Mary Beard. La idea central del libro me parecía muy atractiva: «Toda civilización se configura en torno a unas imágenes compartidas colectivamente. Sus miembros se caracterizan por un modo peculiar de ver el mundo en que viven, de modo que la diferencia de las percepciones marca la diversidad de cada civilización». En otras palabras: la forma en que miramos determina el alcance de nuestra civilización (y la forma en que cada época miraba determinaba los alcances de su civilización).
En lo personal, es un tema que me atrae muchísimo, así que tenía muchas ganas de hincarle el diente a este pequeño volumen. La lectura comenzó bien, la escritura es sencilla y directa… nada del otro mundo; hasta que aparece el primer error de concepto grave, hijo de una patraña moderna: lo políticamente correcto. Veamos.
Beard está hablando de la antigua Grecia y se luego de señalar las diferencias entre los hombres y las mujeres (ya sabemos que la democracia griega no tiene nada que ver con lo que nosotros entendemos por democracia; eso está pode demás sabido), se larga con este párrafo:
«Hoy en día, la mayoría de nosotros no nos sentiríamos cómodos con su versión de la naturaleza humana, puesto que era profundamente sexista y jerárquica. [los griegos] Se burlan explícitamente de quienes tienen rostros, cuerpos o hábitos que no encajan, desde los bárbaros extranjeros hasta los viejos, los feos, los gordos y los fofos. Nos guste o no, estas imágenes visuales —tanto si se trataba de humanos como de híbridos— desempeñaban un importante papel en estos debates al mostrar a quienes las contemplaban cómo deberían ser, cómo deberían actuar y qué aspecto deberían tener».
¡Pues no es otra cosa lo que se hace en la actualidad! Que yo sepa las burlas hacia los que son diferentes es el pan nuestro de cada día; así que esa mirada superlativa que tiene Beard no sé de dónde la saca. Ese «Hoy en día no nos sentiríamos cómodos…» es un error grosero que ningún historiador debería cometer: el mirar a una civilización ajena o antigua mediante el filtro de la civilización a la que ese mismo historiador pertenece (por cierto ¿no es que el libro de Beard iba a tratar de cómo influye la mirada del observador en las sociedades? ¿Cómo pretende lograr esto si ella misma no puede alejarse lo suficiente? Además, las últimas oraciones, que parecen ofender a la autora (Estas imágenes, al mostrar a quienes las contemplaban cómo deberían ser, cómo deberían actuar y qué aspecto deberían tener) ¿No es lo mismo que hace la publicidad hoy? Los griegos al menos pueden decir que ellos estaban creando una sociedad nueva y que todo era experimento y error; pero para nosotros ¿cuál puede ser nuestra excusa?
Afrodita – Praxíteles
El segundo error (hay más, pero sólo me ceñiré a estos dos) es aún más grosero. Luego de hablar de la estatua de Afrodita hecha por Praxíteles, Beard cuenta una historia antigua donde tres hombres discuten de las virtudes de esta o aquella preferencia sexual. La estatua tiene una pequeña mancha en la cara interior de una nalga, ante lo cual uno de los hombres aplaude el talento de Praxíteles, quien ha manejado el material de tal forma que la mancha quede en un lugar discreto. Una mujer que hay allí les dice que un muchacho joven, enamorado de la Afrodita, consiguió quedarse toda la noche con ella, y que esa mancha es el único recuerdo de su atrevimiento. Hasta aquí la historia que tiene casi dos mil años; pero Beard no aguanta y larga la siguiente burrada:
«El relato pone de manifiesto hasta qué punto puede una estatua femenina volver loco a un hombre, pero también hasta qué punto puede el arte actuar de coartada ante lo que fue —reconozcámoslo— una violación. No olvidemos que Afrodita nunca consintió».
¿Esto es en serio? Tuve que preguntarme. Pero como no es el único caso, tuve que aceptar que así es; que para Mary Beard la historia es un campo de batalla que se pelea con la mirada de hoy, como si hubiésemos llegado al pináculo de la civilización, con ruinas en nuestro pasado y un campo yermo en nuestro futuro.
La mirada políticamente correcto es, sencillamente, despreciable. La mirada feminista no lo es, pero en este caso es errónea, y eso es imperdonable en un libro de historia, de arte y, sobre todo, de miradas, precisamente. Al menos para no caer en contradicciones que arrojen por el piso con todo el trabajo que se ha hecho hasta ahora.
Por cierto, sé que estoy en desventaja con respecto a la señora Beard; he buscado información sobre ella y parece ser que se encuentra en la cima de su popularidad y consideración. Para mí, al menos, esta puerta de entrada a su obra a sido más que penosa y es posible que me pierda de algunas buenas páginas (pensaba leer, en algún momento, su SPQR. Una historia de la antigua Roma); pero temo que pasaré de largo.
Seguimos con la historiadora Fallena Montaño, ya que había más material, con más errores que los que señalé en la entrada anterior. Veamos este párrafo: «El miedo es parte de la humanidad, por eso resulta una falta de tino calificar de ignorantes las expresiones religiosas exacerbadas, que son una respuesta natural ante el temor que ocasionan, por ejemplo, las pandemias». Para empezar, cualquier cosa exacerbada me parece peligrosa, pero en particular las expresiones religiosas me parecen peligrosas si no se les pone coto. La misma historiadora, al final del artículo, dice algo que debería haber hecho que reflexionara sobre sus primeras palabras; pero parece que no tuvo tiempo. Antes de llegar allí, pasemos por esto:
«Cuando hay algo que no puedes comprender y que está más allá de tus posibilidades resolver, le rezas a quien sea y haces lo que sea para tratar de sobrevivir. Es así como surgieron santos es especializados en curar pandemias, por ejemplo, San Sebastián, cuyo culto fue incluso traído a la Nueva España. En el oriente de Europa fue San Demetrio el protector de Grecia y el imperio Bizantino. Alrededor del año 418, las reliquias de San Demetrio fueron depositadas en la iglesia de Tesalónica; desde entonces, esa ciudad griega se convirtió en el gran centro de su culto. Los creyentes acudían en grandes multitudes al santuario
En el siglo VI, durante una epidemia, supuestamente de malaria, se hallaron unos restos en la ciudad italiana de Pavía que se atribuyeron al santo; los trasladaron a un templo y se dice que la enfermedad cesó milagrosamente en ese lugar en ese mismo instante. Desde entonces, San Sebastián gozó de gran popularidad en Italia y, por extensión, en toda Europa, pues se le invocaba para terminar con las diversas plagas que siguieron ocurriendo.
Durante muchos siglos fue común que las reliquias de muchos otros santos, tanto huesos como telas de sus vestimentas o sandalias que se decía habían portado, se usaran para hacer tés curativos. Pulverizaban los huesos o cortaban pedacitos de otras piezas de las reliquias y se los tomaban, sobre todo los emperadores y los reyes; esas eran sus nanopartículas milagrosas».
San Sebastián intercediendo por la peste
Bueno, pues si eso no requiere un trato preferencial, no sé qué otra cosa lo merece. Está bien, saquemos la burla del campo de juego, ya sabemos que vivimos tiempos de hipersensibilidad y que burlarse de cualquier cosa hoy está mal visto (dos cosas: lo de la burla lo dijo la historiadora, no yo; segundo ¿alguien más tiene la sensación de que por todos lados está tratándose de terminar con el humor? Ahora no se puede hacer un chiste de nada y eso es preocupante; a lo largo de la historia los fascistas han sido aquellos con menor sentido del humor). Sigamos. Vamos a la frase final que señalé antes. Dice Fallena Montaño:
«En el mundo musulmán hubo interés por traducir los tratados de medicina en griego de Aristóteles y de Dioscórides, precisamente, para buscar sanar a las personas. Pero también hubo grupos muy religiosos que no querían contradecir los designios divinos, pensaban que las pestes eran castigos de Dios, entonces se oponían a las curas y aceptaban que la pandemia tenía el propósito de limpiar al mundo.
Por eso hubo grupos cristianos que atentaron contra los judíos, exterminaron barrios completos en las ciudades al hacerlos responsables de las epidemias, no sólo a ellos sino a todos los grupos que fueran en contra de los dogmas cristianos.
La xenofobia brota en las crisis sanitarias, porque transferimos el miedo que tenemos a la enfermedad, al otro que no conocemos, y que creemos culpable de las tragedias. Nos volvemos violentos porque tenemos miedo».
Un grupo de enfermeros -de los que cualquier sociedad sana debería sentirse orgullosos- pidiendo no ser víctimas de ataques.
Bueno, si este tipo de ideas no merecen las burlas, tal como la historiadora dice al inicio del artículo, por lo menos merecen el mayor de los desprecios, digo yo ahora que estoy terminando. Y es que este es otro ejemplo de lo que yo llamo el «justificar lo injustificable»; lo cual no es más que una nueva costumbre nacida del seno del más acérrimo posmodernismo. Ahora cualquiera se arroga el derecho a que su estupidez sea considerada en igualdad de condiciones con la palabra del sabio sólo porque ambos son personas. Y no; no es por ese camino que se avanza sino que, por el contrario, podemos asegurar que es el camino perfecto para el retroceso. No me importa la libertad religiosa de cada uno del mismo modo que no me importa absolutamente nada de las particularidades de las personas; pero si alguien quiere escudarse en el miedo (miedo hijo de la ignorancia, como bien señaló Fallena Montaño) para sacar a relucir su brutalidad, su racismo, su intolerancia, es decir, y permítanme la redundancia, su más profunda ignorancia; no sólo se hace merecedor de cualquier burla que ande dando vueltas por allí, sino también del desprecio general y, llegado el caso, hasta de la cárcel.
Justificar al ignorante sólo porque tiene derecho a ser ignorante es reabrir el camino hacia una nueva Edad Media, camino que habíamos cerrado como humanidad, no hace demasiado tiempo. Es una pena que les haya tomado mucho menos para desandar el camino.
Leo un artículo del suplemento cultural del diario La Jornada. En él la historiadora Fallena Montaño explica que una manera de controlar el miedo es sublimarlo (sublimar: «Alabar o ensalzar a una persona o una cosa exagerando mucho sus cualidades o méritos». Pero en psicoanálisis, significa «Transformar los impulsos instintivos en actos más aceptados desde el punto de vista moral o social»). ya muchos saben que considero al psicoanálisis como una forma moderna de superstición; una mera superchería; pero vamos adelante aceptando, por el momento, esa definición.
Sigue la historiadora: «En el período gótico aparecieron imágenes de un demonio carnavalesco. Es cuando surgen los carnavales y las danzas en las que las personas se disfrazaban de un diablo tonto, que se equivoca, se tropieza; esa es una manera de controlar el miedo. Es lo mismo que se hace hoy en día con las piñatas con forma de coronavirus o se reproducen memes donde el coronavirus tiene una carita y está bailando «para enfrentar el temor natural que le tenemos», pues es la actual representación del mal».
Piñatas con forma de coronavirus. ¿La del medio la habrá diseñado Trump? Aquí el mal no sólo es el virus, también son los chinos…
Aquí ya empiezo a hacerme algunas preguntas: ¿Es realmente lo mismo ridiculizar a la figura del diablo en la Edad Media que representar a un virus en la actualidad? Es decir ¿realmente subyace el mismo temor y la misma necesidad detrás de ambas representaciones? Quisiera creer que el temor que se le tenía al diablo en la Edad Media tenía unas características más pronunciadas que las que podemos tener hoy con respecto a un virus; aunque tampoco podemos decir demasiado al respecto; desde el momento en que recuerdo que hay gente que todavía cree que la Tierra es plana o cree en la astrología o en el diablo mismo, no me dejan mucho margen para el optimismo.
Pasteles decorados como Coronavirus. ¿Otra forma de sublimación?
Sigamos con Fallena Montaño quien, al menos en los aspectos históricos, dice un par de cosas interesantes más: «La figura de Satanás, visualmente, tuvo características encontradas en la Edad Media, «por un lado era atemorizante, zoomorfo, con rabo, pezuñas de macho cabrío, cuernos o garras de ave de rapiña pero, además de las anteriores, aparecieron imágenes de un diablo ridículo. Al igual que el demonio, durante el período de la pandemia medieval, «la muerte tuvo un lugar protagónico en el arte, algo que no encontramos en el período románico. La muerte se convirtió a partir del siglo XIV en el personaje que conocemos hasta nuestros días, un esqueleto con su guadaña, o un cuerpo putrefacto, agusanado, con llagas, pus o con los bubones de la enfermedad».
«De ahí surge en la pintura el género Vanitas, que se refiere a que todo en esta vida es vanidad y que no importa si alguien es rey, el papa, una persona poderosa, alguien muy culto o rico, de todas maneras la muerte es común para todos y el cuerpo va a decaer».
Me pareció interesante el dato de que la imagen de la muerte, tal como la consideramos hoy, aparece alrededor del 1300 y que ha perdurado hasta la actualidad. También que por aquellos tiempos aparece el género Vanitas (del cual traeré un par de ejemplos pronto); pero aquí también hago una distinción entre aquellos tiempos y estos. Si bien el género Vanitas señalaba la igualdad de todos los hombres ante la muerte, independientemente de su rango o posición; en la actualidad el asunto sigue siendo verdad, pero no de una manera tan tajante. En la Edad Media si te agarraba la peste, un virus o la gripe, no importaba absolutamente nada. La palmaba igual el rey que el campesino; pero todos sabemos que hoy no es tan así. No es lo mismo contagiarse de coronavirus siendo un acaudalado millonario que siendo un desocupado sin seguro social.
Y es por eso, también, que dudo al intentar responder a esas preguntas que hice antes: ¿Es realmente lo mismo ridiculizar a la figura del diablo en la Edad Media que representar a un virus en la actualidad? ¿Realmente subyace el mismo temor y la misma necesidad detrás de ambas representaciones? Las respuestas que tengo son parciales y debo pensarlas más; no me convencen del todo o sé que hay cosas que he dejado sin considerar. ¿Alguno tiene alguna respuesta, aunque sea parcial? Les convido un trozo de pastel de coronavirus y un café; así mientras pensamos al menos vamos sublimando…
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Heliogábalo fue un emperador romano que gobernó desde 218 hasta 222. En su corto reinado de cuatro años marcó a la sociedad romana y los anales de la historia mundial con su estilo de vida extremadamente libertino. Escándalos frecuentes rodearon a Heliogábalo debido a su estilo de vida decadente y sus transgresiones contra las normas sexuales y religiosas. Era un emperador extremadamente impopular y, finalmente, alienó a todos los que apoyaban a su régimen. Su estilo de vida debe haber sido tan ridículamente inaceptable que, después de solo cuatro años de gobernar, el emperador Heliogábalo fue asesinado por su familia, (incluida su propia abuela; risas aparte).
Sir Lawrence Alma-Tadema pintó Las rosas de Heliogábalo en 1888 cuando el Imperio Británico estaba en su apogeo de poder e influencia. Los victorianos eran los gobernantes indiscutibles de una cuarta parte de la tierra del mundo, y la frase «El sol nunca se pone en el Imperio Británico» se escribió para describir un dominio tan global que prácticamente tenía territorios en todas las zonas horarias. Los británicos estaban orgullosos de su poder internacional, uniendo vastas regiones bajo la bandera británica. Debido a su vasto dominio e incomparable prosperidad, los victorianos se veían a sí mismos como los herederos del antiguo Imperio Romano. Creían que traían la civilización a los incivilizados, los modales a los descorteses y la moralidad a los inmorales. Por lo tanto, con una alegre mirada hacia atrás, los victorianos reflexionaron sobre la historia imperial romana con sus picos y escollos. El emperador Heliogábalo fue definitivamente una trampa digna de mención.
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Lujuria, Gula y Pereza. Tres de los siete pecados capitales se representan en Las rosas de Heliogábalo de Sir Lawrence Alma-Tadema. Muchos otros pecados se representan junto con estos vicios cardinales, lo que hace que esta pintura sea extremadamente perversa. Mientras que el mundo victoriano tardío era moralmente mojigato y estaba vestido con terciopelos oscuros, las pinturas victorianas tardías a menudo estaban moralmente en bancarrota y vestían sedas claras. Las pinturas académicas estaban de moda, y con frecuencia utilizaban jugosas anécdotas históricas para la base de sus temas. Las rosas de Heliogábalo no son una excepción, ya que representan la infame escena de la fiesta organizada por el emperador Heliogábalo. El emperador romano se acuesta con indiferencia, bebe su vino y observa cómo sus invitados mueren asfixiados por pétalos de rosa. Esta es la mejor broma de fiesta. Esta es la última muerte romana.
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En Las rosas de Heliogábalo, Sir Lawrence Alma-Tadema describe uno de los momentos más infames de la vida del emperador Heliogábalo. Está registrado en la Historia Augusta que Heliogábalo invitó a invitados a su palacio una noche para participar en su fiesta de bebida y orgía. Después de varias horas de beber vino e intercambiar parejas sexuales, sus invitados estaban desesperadamente intoxicados y cansados. Ellos holgazaneaban con indiferencia por la habitación. Mientras brillaban tan deliciosamente por el consumo excesivo de alcohol y el entretenimiento divertido, el techo sobre ellos se abrió y empezaron a caer revoloteos de pétalos de flores. Al principio, el suave movimiento de los pétalos se sumó a la belleza de ensueño de la fiesta. Perfumaba el ambiente con un ligero aroma floral. Aumentó los sentidos y agregó placer al momento. Cayeron más pétalos, y más, y más. Los pétalos se convirtieron en una cascada de flores. Cayeron más flores y más descendieron sobre los huéspedes adormecidos. Una cascada de pétalos estalló sobre los indefensos invitados. Fueron duchados, cubiertos y cubiertos. Los charcos se formaron en lagos que se formaron en océanos de pétalos. Las colinas se habían convertido en montañas de pétalos y los invitados estaban asfixiados por el mar de flores que crecía sin cesar. Respiraban, se atragantaban y respiraban con dificultad. Los pétalos entraron en sus pulmones y murieron cubiertos de gloria floral. El olor acelerado de la muerte estaba enmascarado por el olor de las flores. Perfume floral emanado de las montañas de flores infundidas por humanos. El emperador Heliogábalo se divirtió con la matanza floral y continuó bebiendo su vino. La muerte fue el verdadero entretenimiento de esta noche.
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Según la fuente original, Historia Augusta, el emperador Heliogábalo usó violetas y otras flores para sofocar a sus invitados a la cena. Sin embargo, Sir Lawrence Alma-Tadema usa rosas como su método de muerte. Durante la era victoriana tardía, cuando Alma-Tadema pintó Las rosas de Heliogábalo, las rosas representaban la lujuria y el deseo en el lenguaje victoriano de las flores conocido como floriografía. Las rosas eran una flor más apropiada para pintar para Alma-Tadema porque las violetas representaban fidelidad y modestia en la floriografía victoriana. El emperador Heliogábalo era muchas cosas, pero ciertamente no era fiel ni modesto. Por lo tanto, Alma-Tadema ahoga a los invitados de Heliogábalo con rosas y no con violetas, y agrega un significado contemporáneo que su audiencia habría reconocido.