(Otra) Biblioteca portátil del siglo XVII

Hace un par semanas hablé de la biblioteca portátil de Napoleón Bonaparte ―quien quiera acercarse a ver esa joyita, puede pasar por »aquí«―. Allí dije que esa biblioteca bien podía igualarse a los modernos lectores digitales, lo cual es una comparación bastante obvia. Lo que les traigo ahora es, podría decirse, una versión mejorada de ese Kindle del siglo XVII. Tal vez sería el equivalente a tener un montón de libros en un smartphone. Algo así.

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Como bien sabemos, hemos llegado a tal punto de desarrollo que la tecnología nos permite tener miles de libros en el bolsillo, puede que más de los que podamos leer en una sola vida. La técnica nos hace creer, con sus avances más que acelerados, que esas ideas de tener todo en un espacio pequeño y manejable, son completamente originales y solemos pensar  que los siglos pretéritos vivían en una especie de barbarie. ¿Cómo le explicaríamos a una persona de siglos pasados qué es un libro electrónico?  Pero como ya vimos el otro día, ya está todo inventado; lo que podemos hacer es mejorar las cosas (de alguna manera, no vamos a entrar otra vez a discutir si un lector digital es tan bueno como un libro ni nada de eso) y poco más.

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   Hablando de que todo ya está inventado, la Universidad de Leeds acaba de descubrir entre sus volúmenes la que podría ser la primera biblioteca portátil del mundo o la más antigua, hasta el momento. Data del siglo XVII y se trata de una caja de madera con forma de libro, del tamaño de un folio y encuadernado en cuero marrón, que alberga tres pequeños estantes con cincuenta libritos en perfectas condiciones, encuadernados en vitela, de letras y cantos dorados. Además, cada una de sus cubiertas muestra a un ángel leyendo un pergamino con la leyenda «Gloria Deo». En la cubierta interior de la caja aparece a modo de índice, ricamente iluminado, una tabla con los contenidos de cada una de las tres secciones. La biblioteca contiene todo lo que podría interesar a un amante de la cultura de la época: desde historia y poesía hasta teología y filosofía, pasando por autores clásicos como Cicerón, Virgilio, Ovidio, Séneca, Horacio o Julio César.

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   Este tipo de bibliotecas son extremadamente extrañas: que se sepa, solo unas cuatro familias tuvieron la suerte de poseer una de ellas. Esta, en concreto, fue encargada en 1617 por un miembro del Parlamento llamado William Hakewill como obsequio para un amigo miembro de la familia irlandesa Madden. Y parece que el regalo tuvo tanto éxito que en los siguientes cinco años encargó otras tres más con idéntico propósito. Esta biblioteca en miniatura ha pasado a ser uno de los elementos más singulares de la colección Brotherton dedicada a libros, manuscritos y fotografías raras en la Universidad de Leeds.

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La noche de la verdad, Albert Camus

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Cada tanto aparece en las mesas de novedades de las librerías algún volumen con «Textos recobrados» de tal o cual autor. En general esos libros tienen un carácter más bien hermano de la curiosidad que de la importancia literaria y, sobre todo, son hijos de la busca de beneficios rápidos por parte de las casas editoriales. El mes pasado fueron dos los libros que llamaron la atención del mundillo literario: El remitente misterioso y otros relatos inéditos de Marcel Proust y La noche de la verdad: los artículos de Combat, de Albert Camus.

Del primero no hay mucho para decir (no mucho bueno, al menos); el segundo ya nos regala más tela para cortar. Para empezar, debo reconocer que leí primero el de Proust, el cual, como dije, no merece mayor comentario; así que cuando tomé el de Camus ya venía mal predispuesto. Además, me pegunté qué valor tendría leer hoy una serie de artículos escritos en una revista política, subterránea, de hace más de setenta años; pero bueno, con echarle un vistazo no se perdía nada.

¡Y vaya maravillosa sorpresa que me esperaba en este volumen de breves pero concisos artículos políticos (y podría decir que también morales, aunque de manera indirecta) por un jovencísimo Albert Camus! No hay página que no nos golpee a la distancia, porque esos dos problemas que señalé: lo político y lo moral, son temas que también importan hoy y, aunque no estemos inmersos en una guerra factual, la gravedad de los asuntos que nos rodean bien nos hace ver que vivimos en una especie de estado de guerra de hecho, por otros motivos y circunstancias; pero no por eso menos grave o peligrosa.

Tomo nota de un par de citas (sólo un par, de lo contrario me vería impelido a copiar casi todo el volumen):

«No somos hombres que odien. Pero no nos queda más remedio que ser hombres justos. Y la justicia quiere que quienes han matado y quienes han permitido matar sean responsables por igual ante la víctima, incluso aunque los que encubrían el asesinato hablen hoy de doble política y realismo. Pues ese lenguaje es el que despreciamos».

«¿Qué es una insurrección? Es el pueblo en armas. ¿Qué es el pueblo? Es la parte de una nación que no quiere arrodillarse nunca».

«Esta París que lucha esta noche quiere mandar mañana. No por el poder, sino por la justicia; no por la política, sino por la ética; no por el dominio de su país, sino por su grandeza».

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Veo que las citas pierden algo de fuerza al ser sacadas del contexto y del tono general del libro; pero valgan, al menos, como pequeños ejemplos de lo que cada página de este magnífico libro contiene. La postura de Camus en plena ocupación nazi no deja de ser ejemplar en todo momento y, como todo ser moral y consecuente que se precie, no calla; y no lo hace porque es lo que corresponde que un hombre haga bajo esas circunstancias. Los nazis ―quienes por ese momento ocupaban la mitad de Francia con la anuencia del vergonzoso Régimen de Vichy― torturaban y mataban a franceses por docenas, y Camus arremetía no sólo contra ellos, sino contra los políticos colaboracionistas y contra la prensa que se doblegaba, temerosa, ante el enemigo (los artículos donde arremete contra la prensa con magníficos y deberían ser leídos por todos los periodistas y estudiantes de periodismo de la actualidad). Camus no, desde su trinchera señalaba a cada uno de ellos e impelía a sus compatriotas a seguir en la lucha por la liberación de su país. Defendía a los suyos desde todos los frentes y hasta llegó a enfrentarse a los ingleses, quienes por aquel entonces se mofaban de la posición francesa; pero todo esto ―y he aquí un punto de la mayor importancia― siempre desde la lógica, el argumento, la razón y el buen tono. Camus nunca se rebaja a la falacia, al ataque gratuito ni, mucho menos, a la injusticia. Su mayor fortaleza es simple: habla con la verdad y por la verdad. Nada más y nada menos que eso.

Por último, es inevitable (porque Camus es hijo de su época y yo lo soy de la mía) que haga un nexo entre estos textos, esta postura de Albert Camus y lo que veo hoy a mi alrededor. Seré breve: ¿Quién podría hoy compararse con aquel hombre y su accionar? Sinceramente, no veo a ninguno que, siquiera, esté a la altura de poder lustrarle los zapatos. Y con la falta que nos haría alguien así…

La Biblia de Borso d´Este

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Hace un par de semanas encontré una biblia antigua que, literalmente, y como suele decirse, me dejó sin aliento. Uno ha visto por aquí y por allá ―incluso personalmente en algunos afortunados casos― manuscritos iluminados, obras antiguas ilustradas a mano o con mayúsculas adornadas; pero nunca había visto un manuscrito medieval donde cada página estuviese decorada de una forma tan meticulosa y detallada.

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La magnífica Biblia de Borso d’Este o Breviario de Ercole representa el apogeo de la pintura ferraresa en miniatura y uno de los puntos culminantes de la iluminación de manuscritos del Renacimiento italiano (recordemos que un manuscrito iluminado es un manuscrito en el que el texto es complementado con la adición de decoraciones varias, tales como letras capitales decoradas, bordes y miniaturas). Fue encargada por Borso d’Este (1413-1471), el primer duque de Ferrara, con la intención de demostrar el esplendor de la casa de Este, que en aquel momento competía con Florencia y con la corte de los Medici por un estatus internacional. El manuscrito se terminó entre 1455 y 1461, al mismo tiempo que Johannes Gutenberg estaba produciendo la primera Biblia impresa con tipos móviles. La Biblia se compone de dos volúmenes en folio con más de 1000 iluminaciones individuales. Las hojas están ricamente iluminadas, con viñetas pintadas que representan escenas de la Biblia, acontecimientos históricos, el escudo de armas Estense y vistas de la naturaleza. El comienzo de cada uno de los libros de la Biblia está decorado con un elaborado borde arquitectónico y dibujos de colores vivos. Las iluminaciones pertenecen a un equipo de artistas dirigidos por Taddeo Crivelli y Franco dei Russi, que también incluyó a Girolamo da Cremona, Marco dell’Avogadro y Giorgio d’Alemagna. El texto fue escrito en fina caligrafía renacentista por el escriba boloñés Pietro Paolo Marone. En 1598, tras el paso de Ferrara al control papal, la familia Estense dejó Ferrara para ir a su nueva sede de poder ducal en Módena, y se llevaron con ellos sus pinturas, esculturas y libros. La Biblia se conservó en Módena hasta 1859, cuando la ciudad pasó a formar parte del nuevo Reino de Italia. Francisco V de Austria huyó a Viena, y se llevó consigo muchos bienes de la familia, incluida la Biblia. En 1923, el industrial Giovanni Treccani degli Alfieri le compró la Biblia a un librero y anticuario parisino. Como señal de respeto por la República de Italia, devolvió la Biblia a la Biblioteca Estense de Módena. En la segunda mitad del siglo XVIII se hizo una nueva encuadernación. La Biblia fue recortada con crudeza y se ha perdido parte de la decoración de los márgenes superiores y externos. La encuadernación se volvió a reemplazar en 1961. Está formada por 2 volúmenes de 311 hojas y 293 hojas, respectivamente.

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He conseguido varias páginas, de las cuales les comparto algunas aquí debajo (como siempre, para verlas en mayor tamaño, deben hacer clic sobre una de ellas). Quien quiera echarle un vistazo a la Biblia completa, puede darse una vuelta por

aquí.

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La biblioteca portátil de Napoleón Bonaparte

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La modernidad tiene sus enormes ventajas, no hay quien pueda dudar de ello o, siquiera, quien se atreva a ponerlo en duda (los amantes del «todo tiempo pasado fue mejor» están en aprietos para justificar semejante expresión). Por ejemplo, para quienes aman la lectura hoy pueden llevar en su bolsillo toda na biblioteca. Si hay que hacer algún viaje, uno se sienta cómodamente en el sitio que le corresponde y saca su libro de bolsillo o, por qué no, su lector digital. Lee, disfruta, medita y después la biblioteca entera vuelve cómodamente al bolsillo. Sin embargo, ¿qué pasaba antes de que la tecnología nos facilitara la vida cuando se viajaba mucho y uno no quería privarse de los placeres de la lectura variada? Los libros eran pesados y su manejo engorroso; pero con el suficiente ingenio y dinero podías fabricarte una pequeño sucedáneo que tal vez no te dejara transportar tantos libros como los que hoy caben en un simple Kindle, pero desde luego sí te permitían llevar contigo una biblioteca entera.

Ese fue el caso de Napoleón Bonaparte. Tenía ingenio, dinero y, además, una desbordante pasión por los libros que le hacía llevarlos consigo en grandes cantidades cuando estaba de viaje. Según Louis Barbier, uno de los bibliotecarios del Louvre, Napoleón solía llevar consigo los libros que necesitaba en varias cajas que contenían unos sesenta volúmenes cada una. En un primer momento las cajas estaban hechas de caoba, con diferentes estantes y forrados de cuero verde o terciopelo, pero como no eran lo suficientemente fuertes como para soportar los golpes de los viajes, se empezaron a fabricar de roble y recubiertas de cuero.

Al principio Napoleón dispuso un catálogo con un número correspondiente a cada volumen, de modo que no hubiera problemas para seleccionar los libros que quería, pero como sucedía que muchos de los libros que quería consultar no estaban incluidos en la colección, por razones de espacio, el 8 de julio de 1803 dio órdenes muy específicas para que se construyera una biblioteca portátil de mil volúmenes, con dimensiones reducidas e impresión muy cuidada. Veamos un extracto de la carta:

Bayona, 17 de julio de 1808. El Emperador desea conformar una biblioteca de viaje con 1.000 volúmenes en 12mo pequeño [formato de página de unos 13x20cm] e impresos con una tipografía bonita. Es la intención de su Majestad disponer de estos trabajos impresos para un uso especial y con el objetivo de economizar espacio no deben poseer márgenes. Deben contener [cada volumen] entre 500 y 600 páginas y estar encuadernados con cubiertas y lomos lo más flexible posible. Debe haber 40 obras de religión, 40 obras dramáticas, 40 obras épicas y 60 de otras poesías, 100 novelas y 60 volúmenes de historia. El resto serán memorias históricas de todas las épocas.

Por si fuera poco; Napoleón no solo tuvo una única biblioteca portátil, sino que tenía varias e iba cambiando de cajas en función sus intereses de cada momento. Está muy bien, para eso era el emperador y tenía el dinero y el poder para hacer ese tipo de cosas. Ahora, volvamos por un segundo al principio de la entrada y pensemos, al menos aplicando la frase específicamente a este tema: ¿«Todo tiempo pasado fue mejor»? Creo que no; cualquiera de nosotros, pobres mortales sin necesidad de poseer imperio alguno, tenemos un acceso inmediato a toda la literatura universal, y eso sin tener que movernos de nuestros cómodos asientos. Aunque sí concedo un punto: son mucho más lindos los libros de Napoleón que cualquier lector digital; pero bueno, todo no se puede…

Ruedas de libros, o el lector digital del siglo XVI

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Biblioteca Palafoxiana. Puebla, Puebla.

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Una rueda de libros, a veces también llamada rueda de lectura, es un tipo de librería rotatoria diseñada para permitir que una persona pueda leer varios libros fácilmente desde un mismo lugar sin necesidad de moverse. El diseño de la rueda de libros apareció por primera vez en una ilustración del siglo XVI realizada por Agostino Ramelli, en una época en la que el gran tamaño de los libros conllevaba problemas a los lectores. La rueda de libros, en su forma más conocida, fue inventada por el ingeniero militar italiano Agostino Ramelli en 1588, y presentada como uno de los 195 diseños a Le diverse et artificiose machine del Capitano Agostino Ramelli (Las diversas e ingeniosas máquinas del Capitán Agostino Ramelli).​ Para asegurarse de que los libros mantenían un ángulo constante, Ramelli incorporó un arreglo con engranaje epicicloidales, un dispositivo complejo que únicamente había sido utilizado anteriormente en relojes astronómicos. El diseño de Ramelli era innecesariamente elaborado; probablemente entendía que utilizando la gravedad se podía obtener el mismo resultado (como en el caso de las ruedas de feria, inventada siglos después), pero el sistema de engranajes le permitía demostrar su habilidad matemática. ​A pesar de que otras personas construirían ruedas de libros basadas en el diseño de Ramelli, él mismo nunca llegó a construir una.

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Rueda de libros de la Biblioiteca Palafoxiana

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En 1588 Ramelli describió el aparato de esta manera: «Esta es una máquina bella e ingeniosa, muy útil y conveniente para cualquier persona que se deleita en el estudio, especialmente aquellos que están indispuestos y atormentados por la gota. Porque con esta máquina un hombre puede ver y abrir una gran cantidad de libros sin moverse de un lugar. Además, tiene otra buena ventaja, y es que ocupa muy poco espacio en el lugar donde se encuentra, como cualquier persona inteligente puede ver claramente en el dibujo». El dibujo al que hace referencia es el siguiente (a la izquierda, a la derecha puede apreciarse el complejo sistema de engranajes creado para mantener los libros en la posición adecuada):

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Lo anterior, histórico y general, deja paso ahora a lo particular y personal. Por una parte, sé que hay una rueda así en la Biblioteca Palafoxiana (establecida en 1656), ubicada en el centro histórico de Puebla, capital del estado mexicano homónimo . Tengo a esa biblioteca en mi lista de visitas-para-hacer-sí-o-sí desde que hace un par de años encontré un volumen de la revista de la UNAM dedicada enteramente a ella. Sé que algún momento pasaré por allí y ahora sumo una razón más para hacerlo. Por otra parte, y sólo como un comentario tangencial a todo esto, no puedo dejar de ver a este artilugio como el equivalente del renacimiento a las actuales y modernas «pestañas» que todos usamos en nuestras computadoras. De algún modo cumplen la misma función: tener «a mano» a aquellos libros que necesitamos para enlazar un texto con otro, una referencia con un argumento. Ramelli y Bill Gates, de alguna manera, se han encontrado a través del tiempo.

El Chansonnier cordiforme de Jean de Montchenu

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Revolviendo libros viejos (en la red, por supuesto) encontré esta pequeña maravilla que hoy comparto con ustedes. Se trata de un manuscrito cordiforme (en forma de corazón) que hoy se encuentra en la Bibliothèque Nationale, en París, Francia. Luego, buscando más información, encontré lo siguiente. Empecemos por la descripción técnica:

Los autores fueron Guillaume Dufay y OCKEGHEM, Johannes Ockeghem. El libro está datado en Francia, en pleno siglo XV (entre 1460 y 1477). Se trata de un manuscrito en pergamino con 72 folios, 144 páginas de 22 x 16 cm. y está encuadernado en terciopelo rojo sobre tabla en forma de corazón.

Ahora, su breve historia (breve, al menos, la que yo conseguí) es la siguiente:

Jean de Montchenu, noble, protonotario apostólico y después Obispo de Agen (1477) y más tarde de Viviers (1478-1497), encargó este códice de canciones medievales amorosas italianas y francesas, haciendo honor así a su notoria fama de galán. El libro cerrado tiene forma de corazón, y al abrirlo se convierte en una mariposa formada por los dos corazones de los amantes que se envían mensajes de amor en cada una de las canciones. Como es lógico, es extremadamente raro un manuscrito con forma de corazón, pero este lo es aún más, ya que se han visto representados en retratos libros que al abrirse forman un corazón, pero no dos, como el que nos ocupa, y tan bellamente decorado.

Las canciones, en francés e italiano, escritas para distintas voces, se atribuyen a los mejores compositores medievales. Cuando la palabra «corazón» aparece en los textos, se representa con un delicado pictograma. Dos representaciones a toda página aparecen en el códice. En la primera, Cupido lanza flechas sobre una joven, y a su lado la Fortuna hace girar su rueda. En la otra, dos amantes se acercan amorosamente. Además, a lo largo de todo el manuscrito, rodeando los pentagramas, la música y las poesías de amor, se pintaron orlas, animales, pájaros, perros, gatos y todo tipo de flores y plantas realzadas por unos abundantes y delicados oros. Remata el equilibrado y elegante conjunto artístico la encuadernación en terciopelo color sangre, como no podía ser de otra manera, para vestir este «Libro del Corazón».

Junto a toda la colección que recibió de su padre, James de Rothschild, y que él mismo aumentó, Henri de Rothschild domó este libro a la Biblioteca nacional de Francia, en un acto que tuvo lugar el 22 de marzo de 1933

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Una pequeña galería con imágenes del Chansonnier cordiforme. Para ver las imágenes en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.

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Por qué leer a los clásicos: Italo Calvino

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Desde hace tiempo vengo diciendo, un poco en broma, un poco en serio, aquello de «Para modernos, llos clásicos». Ahora, leyendo a uno que seguramente integrará la lista de clásicos futuros, encuentro una prolija lista de razones por las cuales hay que acercarse a esos libros que han logrado vencer al tiempo de manera más que robusta. Los clásicos son, para Italo Calvino (a él me refiero, por supuesto, y a su libro Porqué leer los clásicos), aquellos libros que nunca terminan de decir lo que tienen que decir, textos que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, e inéditos resultan al leerlos de verdad. Ejemplos sobran, pero lo mejor es que cada quien forme su propia biblioteca de clásicos y la vaya alimentando a medida que pasa el tiempo. Por lo pronto, como excelentes argumentos a favor de ellos, aquí va la lista de Calvino:

I. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy releyendo…» y nunca «Estoy leyendo …».

II. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.

III. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.

IV. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.

V. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.

VI. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

VII. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).

VIII. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.

IX. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.

X. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes.

XI. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.

XII. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce en seguida su lugar en la genealogía.

XIII. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.

XIV. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.

De últimas voluntades y sus consecuencias

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La Eneida

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En mi última entrada hablé de Canción negra, libro de Wislawa Szymborska que fue publicado después de su muerte y que la poeta polaca nunca quiso publicar en vida. La pregunta que quedó flotando en el aire fue: ¿Hasta qué punto es válido que se vaya en contra de la voluntad de un autor con respecto a su propia obra? Si lo pensamos con respecto a cualquier otra persona, en general sostenemos que lo correcto es hacer lo que esa persona quiso en vida; es decir, hacer su voluntad ¿por qué no, entonces, con los escritores? ¿Es que hay algo en la obra que excede a lo meramente personal y que pertenece a toda la humanidad? Este último punto nos permite un «tal  vez» algo incierto; porque si bien la obra de un artista deja de pertenecerle una vez que ha visto la luz por cuenta propia, aquella obra no publicada no es más que propiedad de ese mismo artista, así que el debate sigue abierto con la misma intensidad de argumentos por ambas partes. Veamos algunos casos particulares, a ver si nos ayudan a despejar algunas dudas.

El caso de Szymborska (ya que fue el que nos trajo hasta aquí permitámosle abrir la secuencia) es un ejemplo claro de que ir en contra de la voluntad del artista resulta en un beneficio para todos los demás. Canción negra, sin ser el mejor libro de la poeta, no va en detrimendo de su obra; por el contrario, nos ayuda a poner en contexto el resto su poesía, de sus ideas y de su estética.

Se dice que, en su lecho de muerte, Ovidio ordenó quemar la Eneida, ya que después de once años de trabajar en ella, aún no estaba acabada. El Emperador Augusto, quien había encargado la obra y quien tenía en ella un papel central, hizo caso omiso del deseo del poeta y la salvó del fuego. Lo mismo sucedió con Franz Kafka y su amigo (y por extensión, de todos nosotros) Max Brod. Kafka le había ordenado quemar todos sus originales, a lo que Brod se negó en propia vida de Kafka y le dijo directamente que no iba a hacerlo (como curiosidad, quien quiera oír al propio Max Brod repetir los buenos argumentos que le expuso a su amigo, puede ir aquí). Otro caso de salvataje en propia vida fue el de Lolita, de Vladimir Nabokov. Se dice que, impulsado por las enormes dificultades que el texto le presentaba, el mismo Nabokov estuvo a punto de quemar los originales que tenía hasta el momento. El proverbial accionar de su esposa, Vera, salvó del fuego esos papeles e impulsó al autor ruso a terminar la obra. Por último, recuerdo un caso inverso, el de alguien que sí quería ser publicado pero que no lo consiguió en vida: John Kennedy Toole. Parece ser que, luego de ser rechazado una y otra vez por todas las editoriales a las que presentó su novela, y por esto mismo presa de una profunda depresión, Toole se suicidó. Fue su madre quien se dedicaría a mover cielo y tierra para ver publicada la obra de su hijo. Hoy, La conjura de los necios está considerada (modestamente, creo que con absoluta razón) como una de las grandes novelas norteamericanas del siglo XX.

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Max Brod y Franz Kafka

¿Y casos inversos? Pues realmente conozco sólo dos que corresponden a un solo autor: Jorge Luis Borges (podemos obviar lo que es la moneda más corriente: las peleas de los herederos por las pocas o muchas riquezas que haya dejado el difunto artista. Esos casos no pasan de ser vulgares muestras de egoísmo económico. Vaya como ejemplo el caso de Camilo José Cela y sus lamentables hijo y viuda). Hablando de viudas, vamos a la de Borges. Poco después de la muerte del escritor argentino su viuda se dedicó a publicar todo aquello que tuviese la firma JLB, incluso aquellos textos que eran de conocida existencia pero que el mismo Borges había dicho que no quería que se publicaran porque no tenían la menor importancia o calidad. Y tenía razón. Apasionado de Borges, compré y leí cada cosa que se publicó con su nombre y los textos que María Kodama (la viuda en cuestión) publicó después de la muerte don Jorge ―recuerdo con especial desagrado un volumen titulado, sintomáticamente Museo― carecen de todo valor estético e histórico (ni siquiera, como en el caso de Szymborska, tienen ese valor añadido).

El segundo caso que compete a Borges no es directamente un caso de ir en contra de los deseos de un autor, aunque sí un caso de publicar aquello que no debería haber sido publicado nunca. Me refiero a los diarios (varios) de Adolfo Bioy Casares, los cuales fueron publicados, también, después de la muerte del escritor argentino. En lo personal siempre consideré a Bioy Casares como un mediocre, y sus diarios no hicieron más que acentuar esta sensación. Los diarios de Bioy Casares están plagados de cosas que por pudor, buen gusto o simple decencia nunca deberían haber sido escritas y, mucho menos, publicadas. Poner por escrito todo lo que se dice en una reunión de amigos es algo por demás desagradable. Que el resto del mundo tenga, después, acceso a ello, es imperdonable. Las mil seiscientas páginas de su Borges son un ejemplo de ello. ¿Qué necesidad hay de publicar todo lo que una persona, por más famosa que sea, dice o piensa? Se rebaja así a la literatura a lo que hoy son esos Reality Shows que nos muestran a tal o cual en su trivial vida diaria, hasta cuando van al baño o se hurgan la nariz. No todo merece la imprenta.

Y llego al final y veo que estoy igual que al principio: hay buenos argumentos a favor de publicar todo y buenos argumentos a favor de no publicar todo. No haberle hecho caso a los propios autores nos permite hoy acceder, nada menos, que a la Eneida o a todo Kafka; lo cual no es algo menor.

La cuestión aquí es que en realidad no sabremos nunca qué es lo que perdimos porque alguien sí hizo caso de la última voluntad del autor ¿Qué obra habrá sido pasto del fuego y por ello nunca llegó hasta nosotros?

Canción negra, el último (primer) libro de Wislawa Szymborska

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Canción negra, el último libro publicado de Wislawa Szymborska, tiene una historia curiosa, aunque no demasiado extraña. Se trata, como dije, del último libro publicado de la poeta polaca, aunque ella nunca quiso publicarlo en vida (y que yo sepa, tampoco dejó dicho que se publicara después de su muerte, pero ya se sabe cómo son los herederos de los escritores y otros artistas). Allá por los años setenta, su ex esposo, con quien mantenía una relación amistosa muy fuerte, buscó en viejas revistas y periódicos locales y recopiló los primeros textos que Wislawa había publicado en sus primeros pasos en la poesía; de allí el nacimiento de este pequeño volumen que ella guardaría por siempre pero que nunca daría a la imprenta. Luego de su muerte el libro sería encontrado junto a otros papeles y, al final, publicado hace algunos años en Polonia y, ahora, en español.

Al leerlo uno comprende las razones por las cuales Szymborska prefirió no darlo a la imprenta. No es que haya mala calidad aquí, ni mucho menos (hay escritores que parece que nunca escribieron mal ni que pudieran haberlo hecho, aunque sea adrede); pero la mayoría de estos poemas están fechados en la época inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial y el peso de esa pesadilla está siempre presente, de manera inevitable (¿Y es que alguien que hubiese pasado por esa experiencia podría escribir sobre alguna otra cosa, al menos durante un buen tiempo de maduración y transformación?). Canción negra es el título perfecto para este conjunto de poemas que ahora son un libro y que se hacen imprescindibles para comprender el desarrollo artístico de la que tal vez sea la mejor poeta del siglo XX. Si el libro debió ser publicado o no es algo que hablaremos en otra ocasión; por ahora, les dejo un par de poemas de este último/primer libro de la mejor de todas (ahora sí, sin «tal vez» alguno).

BUSCO LA PALABRA

Quiero definirlos con una sola voz:
¿cómo eran?
Tomo palabras corrientes, robo en los diccionarios,
las mido, sopeso y examino:
Con ninguna
atino.

Las más valientes, siguen siendo miedosas,
las más despectivas, pecan aún de inocentes.
Las más despiadadas, en exceso indulgentes,
las más encarnizadas, poco irrespetuosas.

Esa palabra debe ser como un volcán,
¡golpear, arrasar, arrancar de sopetón,
como la terrible cólera de Dios,
como el odio en ebullición!

Quiero que esa sola palabra
esté empapada en sangre,
que como los muros de un penal
acoja en su interior cualquier fosa común imaginada.
Que describa de forma fiel y clara
quiénes fueron ellos, qué hizo aquella
gente.

Porque lo que oigo,
o lo que se escribe
resulta insuficiente.
Es insuficiente.

Impotente esta lengua,
repentinamente pobres sus sonidos.
Me devano los sesos
buscando esa palabra
pero no lo consigo.
No lo consigo.

          1945

LA CRUZADA DE LOS NIÑOS

En la más ardiente de nuestras ciudades,
hunden el rostro en sangre coagulada
cadáveres de niños,

Primera vez que juegan a la guerra:
ya sin bromas, la primera e intrépida refriega.
Alguien mostró cómo. Él probó. Es coser
y cantar.
Disparar. Da en el blanco. Qué fácil
disparar.
La primera aventura. Adulta, verdadera.
Agarra una botella de gasóleo -tenaz y
concentrado
Ayer serían tres los tanques y hoy llegará
el cuarto.
Se adelantan a la orden unas manos
inquietas.

… a través de una ciudad que cae a
pedazos,
pasto de unas llamas que ya nadie es
capaz de dominar,
armada de unos puños contenidos,
petrificada en un grito,
se abre paso bajo el denso y ardiente
granizo de las balas,
la cruzada callejera de los niños.

Nuestros ojos con los últimos recuerdos
ya cansados:
las manos, saben, creen, en cambio.
Manos con las que habremos de levantar el peso de esta tierra,
que saben que el mundo renacerá sin los fantasmas de la guerra,
que pagará, sin vueltas, por los años abatidos,
y creen en un nuevo orden y un nuevo
ritmo.

… y quizá también por eso
nos ahoga día y noche
ese tristísimo por qué,
ese callado para qué
los cadáveres de los niños caídos.

¿Para qué sirve un libro?

Suele decirse, repitiendo lo que alguna maestra bienintencionada de la escuela primaria o algún padre también bienintencionado pero igualmente poco efectivo, que «Los libros no muerden» o alguna frase del mismo tenor («El saber no ocupa lugar» es otra de las mismas características). Aquí les dejo hoy tres frases un poco más contundentes y mejores adaptadas a la realidad de lo que un libro debe ser. Pienso que tal vez si usáramos estas en lugar de las primeras que señalé los jóvenes, más atraídos por el morbo que por las buenas costumbres, posiblemente se acercarían un poco más a los libros. Cambiar de táctica sería, creo, algo beneficioso. No empujemos a los niños a los libros, prohibámoselos y, al mismo tiempo, dejémoslos allí, descuidadamente. La curiosidad y el acto de romper con lo prohibido harán el resto.

Friedrich Nietzsche:
«¿Para qué nos sirve un libro que ni siquiera tiene la virtud de llevarnos más allá de todos los libros?».

Franz Kafka:
«Creo que deberíamos leer sólo el tipo de libros que nos lastimen y apuñalen. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta de un golpe en la cabeza, ¿para qué lo estamos leyendo? ¿Para que nos haga felices, como dice tu carta? Dios mío, seríamos felices precisamente si no tuviéramos libros, y el tipo de libros que nos hacen felices son el tipo que escribiríamos nosotros si tuviéramos que hacerlo. Pero necesitamos libros que nos afecten como un desastre, que nos duelan profundamente como la muerte de alguien que quisimos más que a nosotros mismos, como estar desterrados en los bosques más remotos, como un suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo».

Emil Cioran:
«¿Para qué van a servir los libros? ¿Para aprender? Eso no tiene ningún interés, para eso no hay más que ir a clase. No, yo creo que un libro debe ser realmente una herida, debe trastornar la vida del lector de un modo u otro. Mi idea al escribir un libro es despertar a alguien, azotarlo».