Tres novelas ejemplares y un prólogo (Miguel de Unamuno II)

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En la entrada anterior comencé parafraseando a Borges, ahora me explicaré un poco mejor. La idea de que algunos (si no todos) los escritores no tienen más que dos o tres ideas y que sólo se abocan a escribir variaciones de ellas, no es nueva ni descabellada. Si tomamos nota de los libros de nuestros autores preferidos veremos que en casi todas ellas subyace la misma idea base, los mismos ingredientes que, en otras proporciones, nos brindan un relato novedoso sólo en la superficie.

Esto, lejos de ser una crítica o una falencia es, más bien, algo inevitable; así que flaco favor nos haremos criticando esta situación (y, mucho menos, poniéndonos nosotros mismos en una situación diferente, como si realmente pudiéramos considerarnos por fuera de la ley general).

Las obsesiones de Unamuno no son más que un par: el absurdo o sinsentido de la vida y el horror a la muerte (el cual, bien visto, no es más que el corolario a la idea primera). Pero lo que quiero hacer notar aquí es el modo en que Unamuno expone este sinsentido. Por una parte, si bien el absurdo, expuesto a través de un drama clásico, lo viven y sufren todos los personajes —incluidos, no pocas veces, los niños—, el papel que desempeñan los hombres y las mujeres es bastante diferente. En general los hombres son las herramientas por las cuales los dramas se hacen patentes, pero los hombres en sí no son más que seres patéticos o desagradables. Las mujeres, en cambio, son las que, en general, salvan la historia o, para adentrarnos en el simbolismo de una vez por todas, son las que redimen a la historia. Y con esto no quiero decir que sólo redimen la historia que estamos leyendo; sino a la historia en su conjunto

En estas tres novelas ejemplares tenemos todos los ejemplos posibles: en Dos madres tenemos a Raquel y a Berta (el mal y el bien; la caída y la redención) y al inocuo de don Juan; un mero títere en las manos de las dos mujeres. En El marqués de Lumbría tenemos a Carolina y Luisa (los mismos roles que en la historia anterior) y a Tristán, otro juguete del destino personificado por las dos mujeres (sobre todo Carolina; porque en estas dos historias es el mal el que vence. Por cierto, en esta historia hay dos niños varones, los cuales no son más que otros dos objetos sólo útiles para los fines de esa mujer). Por  último, tenemos a Nada menos que todo un hombre, tal vez la historia más inclinada hacia lo masculino, tal como el título lo indica; al menos esto es así hasta el final, cuando descubrimos que la masculinidad de Alejandro no era más que una máscara y que Julia no era tan débil como aparentaba. La historia, el drama, es absurdo (lo dije) y el final, alla Shakespeare no hace otra cosa que acentuar ese patetismo en el que estamos inmersos.

Si la vida es un absurdo ¿cómo podemos pretender que el arte, después de todo, no lo sea? Estos libros de don Miguel de Unamuno tienen ya cien años encima y se leen, como corresponde con las obras que hablan de una circunstancia humana más que de una faceta de ella, con placer y no poco asombro. En algún momento futuro vendrán a esta casa su Niebla y su El sentimiento trágico de la vida. Pero no ahora. Sigamos, entonces, con otros absurdos no menos agradables.

 

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El paisaje y la memoria

Hace más de un mes que terminé de leer Un hombre enamorado, de Karl Over Knåusgard y todavía encuentro notas que tomé en el momento de la lectura. El que dejo a continuación es un fragmento en el que Knåusgard habla sobre Varus, un cuadro de Anselm Kiefer (y del cual yo no sabía absolutamente nada). Cuando me encuentro con algo así en un texto, lo que hago es suspender la lectura y, ahora que tenemos la bendición de internet, busco aquello a que se hace referencia. Dejo el fragmento en crudo, sin tocar ni una coma y dejo también una reproducción del cuadro de Kiefer. He buscado el libro de Schama en español, pero aún no lo he encontrado.

Varus de Anselm Kiefer

—¿Has visto ese cuadro de Kiefer? Un bosque, no ves más que árboles y nieve, con manchas rojas entremezcladas, y luego están los nombres de algunos poetas alemanes, escritos en blanco. Hölderlin, Rilke, Fichte, Kleist. Es la mejor obra de arte realizada después de la guerra, tal vez en todo el siglo pasado. ¿Qué aparece en el cuadro? Un bosque. ¿De qué trata? Bueno, pues de Auschwitz. ¿Dónde está la relación? No trata de pensamientos, penetra en lo más profundo de la cultura, y no se puede expresar mediante pensamientos. El cuadro se titula Varus, que era un caudillo romano. Perdió una gran batalla en Germania. La línea va, pues, desde la década de los setenta hacia atrás, hasta Tácito. Es Schama quien lo señala en Paisaje y memoria.

SchamaCuando leo a Lucrecio, todo trata del esplendor del mundo. Y eso, el esplendor del mundo, es un concepto barroco que seguramente se extinguió con él. Trata de las cosas. Lo físico de las cosas. Los animales. Los árboles. Los peces. Si a ti te da pena que haya desaparecido la acción, a mí me da pena que haya desaparecido el mundo. Lo físico del mundo. Sólo tenemos imágenes de él. Con eso nos relacionamos. ¿Pero qué es el Apocalipsis? Los árboles que desaparecen en Sudamérica. El hielo que se derrite, el nivel de agua que sube. Si tú escribes para recuperar la seriedad, yo escribo para recuperar el mundo. Bueno, no este mundo en el que me encuentro. Precisamente no lo social. Los Gabinetes de Curiosidades del Barroco. Los Cuartos de Maravillas. Y ese mundo que está en los árboles de Kiefer. Es arte. Nada más.

 

El problema de todos.

sl29fo02Gracias a los buenos oficios de mi amigo José Agustín Solórzano, quien me recomendó la serie de novelas de Karl Ove Knausgård y que confía en mí tanto como para prestármelas; he comenzado la lectura del segundo de los siete volúmenes. En este caso se trata de Un hombre enamorado, libro en el que trata el tema de la paternidad propia, en contraposición a la paternidad sufrida en el primer volumen. Knausgård narra con detalle cada paso de sus hijos y de sí mismo en relación con ellos y eso me recuerda las críticas que solían hacérsele a Marcel Proust (con quien Knausgård ha sido comparado); pero no voy a detenerme en ello. En lo personal prefiero las páginas donde el escritor noruego se deja llevar por el estilo ensayístico, me gustan muchísimo esos largos párrafos donde analiza su vida y donde nos vemos representados todos en mayor o menor medida, porque si bien los vaivenes de sus hijas pueden ser triviales o no (según para quién) las reflexiones sobre la vida son las mismas que nos hacemos todos. En ese sentido, Karl Ove Knausgård, como buen escritor que se precie, es un hombre que es todos los hombres.

La primera de estas reflexiones la encontré en la página setenta y siete (sí, hasta aquí acompañé al escritor y sus niñas por un parque de diversiones y por una fiesta infantil) y en ella me vi a mí mismo un par de años atrás. El sinsentido de la vida y la obligación o la necesidad de continuar con ella parece ser un tópico común en la vida de un hombre de cuarenta años. Knausgård lo dice así:

“[…] Y la vida cotidiana se desarrollaba entremedias. Quizá por eso me resultaba tan difícil vivirla. La vida diaria con sus obligaciones y rutinas era algo que soportaba, no algo que me hiciera feliz, nada que tuviera sentido. […] De manera que la vida que vivía no era la mía propia. Intentaba convertirla en mi vida, ésa era la lucha que libraba, porque quería, pero no lo conseguía, la añoranza de algo diferente minaba por completo todo lo que hacía.

¿Cuál era el problema?

¿Era ese tono chirriante y enfermizo que sonaba por todas partes en la sociedad lo que no soportaba, ese tono que se elevaba de todas esas pseudopersonas y pseudolugares, pseudosucesos y pseudoconflictos a través de los que vivíamos nuestras vidas, todo aquello que veíamos sin participar en ello, y esa distancia que la vida moderna había abierto a la nuestra propia, en realidad tan indispensable, aquí y ahora? En ese caso, si lo que yo añoraba era más realidad, más cercanía, ¿no debería ser aquello que me rodeaba lo que perseguía? Y no al contrario, ¿desear alejarme de ello? ¿O acaso era ese rasgo de prefabricado de ese mundo a lo que reaccionaba, esa vía férrea tan rutinaria que seguíamos, que hacía todo tan previsible que nos veíamos obligados a invertir en diversiones para poder sentir un atisbo de intensidad?”

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La síntesis del absurdo la encuentro en esas cuatro categorías perfectas: “pseudopersonas y pseudolugares, pseudosucesos y pseudoconflictos”; y el final reconociendo la necesidad del entretenimiento para poder evadirse de esa realidad que resulta opresiva si no se le da un cauce creativo o personal. Al igual que en el primer volumen, Knausgård promete páginas más que interesantes entre estas más de seiscientas que tengo entre manos. Veremos qué es lo que me depara a continuación.

Donde todo confluye.

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                                                                  Toda la literatura es un palimpsesto»    José Saramago  

Hace unos días terminé de leer La muerte del padre; la polifacética novela de Karl Ove Knausgård. En ella el escritor noruego salta de la ficción al ensayo, pasa por la crónica y vuelve a la ficción sin solución de continuidad. Ahora estoy leyendo Filosofía política del poder mediático; de José Pablo Feinmann; libro que, como su título lo indica, es de filosofía, pero… no todo está tan claro hoy en día. Feinmann (también novelista y guionista de cine) se permite capítulos enteros de ficción para ejemplificar mejor sus puntos de vista o sus tesis; así, en este caso, se pasa del ensayo a la ficción, se pasa por la crítica cinematográfica y se vuelve al ensayo de manera constante. Entonces es cuando el acápite de José Saramago cobra cuerpo y forma: toda la literatura es un palimpsesto. Toda la literatura es un campo de batalla donde todo se está haciendo y rehaciendo y donde (por fortuna para nosotros) aún queda mucho por hacer. También de Saramago son las siguientes palabras: “En la novela puede confluir todo: la filosofía, el arte, el derecho, todo, incluso la ciencia, todo, todo. La novela como una suma, la novela como un lugar de pensamiento”. He allí el punto central: “un lugar de pensamiento”; es decir, un lugar donde lo mejor de la humanidad encuentra su lugar.

Sensación de belleza.

Constable - Cloud Study 1822

Constable, Cloud Study, 1822

Continúo con la lectura de La muerte del padre de Karl Ove Knausgård; novela algo despareja (de la que hablé hace poco) pero que en los momentos más logrados alcanza altos niveles de muy buena literatura (con un interesante cruce de estilos que van de la ficción a la memoria y al ensayo). Aquí les dejo una interesante fuga a las que Knausgård es tan afecto.

«Apagué el televisor, cogí un libro de arte de la librería que había encima del sofá, y me puse a hojearlo. Era un libro sobre Constable que acababa de comprar. La mayor parte de las ilustraciones eran esbozos de óleos, estudios de nubes, paisajes, mar.
Sólo con pasar por ellas la mirada, los ojos se me llenaron de lágrimas. Tan grande era el anhelo con el que me llenaron algunos de los cuadros. Otros me dejaron indiferente. Mi único parámetro respecto al arte pictórico eran las sensaciones que despertaba en mí. La sensación de algo inagotable. La sensación de belleza. La sensación de presencia. Todo recogido en momentos tan agudos que algunas veces resultaba difícil estar en ellos. Y completamente inexplicables. Porque al escrutar ese óleo de una formación de nubes del 6 de septiembre de 1822, no había nada en él que pudiera explicar la fuerza de mis sentimientos. Arriba, en el borde, un trozo de cielo azul. Debajo, un trozo de neblina blanquecina. Luego las nubes que se imponían. Blancas por donde les alcanzaba la luz del sol, de un verde claro por las partes más ligeras de sombra, de un verde profundo y casi negras por donde más pesaban y el sol quedaba más alejado. Azul, blanco, turquesa, verde, verde oscuro. Eso era todo. En el comentario al cuadro ponía que Constable lo había pintado en Hampstead «at noon», y que un tal Wilcox había dudado de la corrección de la fecha, ya que existía otro esbozo del mismo día de entre las 12.00 y las 13.00, que muestra un cielo muy diferente, más lluvioso, un argumento invalidado por los informes meteorológicos de la región de Londres de ese día, ya que el cielo era posible en ambos cuadros».

Comparto la idea básica de Knausgård: Mi único parámetro respecto al arte pictórico eran las sensaciones que despertaba en mí. No hay otra manera de mirar un cuadro; te llega o no te llega. Luego podemos acceder a más información y de allí podremos seguir profundizando en las diferentes capas de sentido o expresión de la obra, pero la sensación primera es fundamental e inevitable; todo lo demás es verborrea de críticos o de farsantes del mercado.

Una necesidad indispensable.

PN814_G«Siempre he sentido una gran necesidad de estar solo,  necesito amplias superficies de soledad, y cuando no logro tenerlas, como ha sido el caso los últimos cinco años, a veces la frustración llega a ser desesperada o agresiva. Y cuando lo que me ha mantenido en marcha durante toda mi vida de adulto, es decir, la ambición de llegar escribir algo grande un día, resulta amenazado de esa manera, mi único pensamiento, que me roe como una rata, es que tengo que huir».

Gracias a un oportuno préstamo del poeta michoacano José Agustín Solórzano, me encuentro leyendo el primer volumen de los seis que forman la obra magna de Karl Ove Knausgard Mi lucha (José Agustín tiene los tres primeros; cuidaré mucho que nada le pase a este que me prestó, a ver si consigo los otros dos). El fragmento que cité, aunque tangencial en lo referente al tema central de la novela, podría haberlo escrito yo mismo en algún momento indeterminado de los últimos treinta años. La necesidad de un espacio propio y de un tiempo que también sea propio (con total privacidad, lo cual significa soledad absoluta) es tan fuerte que a veces debo contenerme para no ser grosero con quienes me rodean. Espero que las personas que me quieren y a las que quiero sepan entender esto porque, por una parte uno no quiere perderlas; pero tampoco uno quiere perderse a sí mismo con el fin de encajar a como dé lugar.

Sobre la novela de Knausgard hablaré en otro momento. En apenas cincuenta páginas ya me ha dado material en el que pensar y trabajar más que varios libros completos. Pero vamos paso a paso, página a página, abriendo, sobre todo, espacios amplios y bien aireados.

La sustancia específica.

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«Bajo la confusión, la indiferencia, el olvido, ahí estaba. El amor, intenso y fijo, siempre había estado ahí. En su juventud lo había dado sin pensar […]. Lo había ido dando, de manera extraña, en cada momento de su vida y quizás lo había dado más cuando no era consciente de estar dándolo. No se trataba de una pasión ni de la mente ni de la carne; era más bien una fuerza que comprendía ambas, como si fuese, más que un asunto de amor, su sustancia específica. A una mujer o a un poema, simplemente decía: ¡Mira! Estoy vivo».

El fragmento anterior es parte de Stoner, novela de John Williams, publicada en 1965. Me tomé la libertad de quitar unas pocas líneas (los puntos suspensivos entre corchetes), ya que hacían referencia a personajes puntuales de la novela y mi intención al querer compartirlo es otra: simplemente recordar que esa sustancia específica es, ha sido y será una de las partes integrales de nuestra vida; aunque el discurso posmoderno en el que nos vemos envueltos en este día a día que nos toca en suerte quiera hacernos creer lo contrario. El amor es, lo quieran o no los vendedores de humo y hojarasca, lo que nos moviliza y nos empuja a salir a la calle a pelear por nuestro pedacito diario de vida. El amor en sí y por quien sea: nuestra pareja, nuestros hijos, padres, hermanos, amigos, el amor a nosotros mismos y el amor a todos y cada uno de los otros (amor tan especializado que hasta tiene nombre propio: empatía). Como bien dice Williams al final del párrafo que cité: simplemente decía: ¡Mira! Estoy vivo.

Nunca nadie.

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Se oían pasar los automóviles por la ruta que se encontraba a unos sesenta metros de la casa donde pasábamos esos días en la espera de no sabía muy bien qué (algo así como una respuesta o una decisión de ella con respecto a algo). Ella dormía a mi lado y las luces de los autos, al pasar, iluminaban la habitación durante unos pocos segundos, los cuales yo aprovechaba para verla dormir. Lo hacía casi como una niña, con una mano sobre la cara, los dedos índice y mayor sobre el puente de la nariz y el resto abierto como un abanico sobre sus mejillas. Nos habíamos dejado el uno al otro tres o cuatro veces, pero siempre volvíamos a estar juntos apenas dos días después. Ella me había mentido desde el principio y casi desde el principio yo lo noté; sin embargo no me importó en lo más mínimo. Ella no entendía cuando yo quería protegerla y yo no entendía cuando ella elegía y defendía a quienes la dañaban y criticaba duramente a quienes la querían. Todo era demasiado extraño; demasiado retorcido, demasiado imperfecto. Excepto su piel; sus labios; sus pechos; su sexo. Excepto ella y yo en esa cama o en el asiento trasero de la camioneta o en el motel de la vieja Edith. Fue una tarde cualquiera cuando tomamos conciencia de nuestra dualidad imperfecta e insoslayable: mientras sobre la almohada nuestras cabezas discutían y lloraban por turnos y se contradecían una y otra vez, nuestras piernas fueron anudándose de la manera más sutil y complicada que pueda pensarse. Nuestros brazos buscaron nuestras caderas con la plasticidad de serpientes experimentadas y, cuando al final nos dimos cuenta de lo que sucedía no pudimos menos que reír abiertamente y aprovechar la circunstancia para dejarnos ir y volver a besarnos como un principio inevitable y a volver a entregarnos al más primitivo de los placeres de esa misma inevitable manera. Ambos sabíamos que al día siguiente íbamos a lastimarnos. Ambos sabíamos que ella iba a mentirme y que yo iba a hacerme el tonto; que yo iba a decir algo inapropiado y que ella iba a criticarme por eso que yo había dicho y por otras cosas que podrían haber sucedido o no. Era una relación enferma, eso es seguro; pero aun así y a pesar de todo eso yo sentía que nadie antes tuvo nunca esa piel, esos labios, esos pechos, ese sexo; y creo que nunca nadie los tendría.

George Eastlake, A veces las abejas mueren en el aire.

El alma de la masa, según Milan Kundera (La despedida II).

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Sigo con otra escena (la última que subiré) de La despedida, de Milan Kundera. Jakub, para salvar al perro (del que hablé ayer) debe enfrentarse con la joven protagonista de la historia, quien trata de impedirle el paso y así lograr que los viejos lleguen hasta donde está él. Luego de vencer esa resistencia, Jacub piensa: «Pero aquella chica, aquella era su eterna derrota. Era bonita y no había aparecido en escena como perseguidora, sino como espectadora que se ha visto arrastrada por el espectáculo y se ha identificado con los que persiguen. Jakub había sentido siempre terror de que los que miraban estuvieran dispuestos a sujetarle la víctima al verdugo. Porque el verdugo se ha ido convirtiendo con el tiempo en un personaje familiar del vecindario, mientras que los perseguidos huelen de algún modo a aristocracia. El alma de la masa, que en tiempos se había sentido identificada con los míseros  perseguidos, se identifica hoy con la miseria de los perseguidores. Porque la caza al hombre es en nuestro siglo caza de privilegiados: se caza a los que leen libros o a los que tienen perro».

La novela es de 1972 pero, como suele decirse en estos casos, parece escrita para reflejar el hoy (de todos modos, bien pensado, para la historia humana cuarenta años no son tantos). «Porque el verdugo se ha ido convirtiendo con el tiempo en un personaje familiar del vecindario.» si consideramos como vecindario a las redes sociales, creo que tenemos a la gran mayoría por allí, desperdigando críticas y juicios gratuitamente a diestra y siniestra. Sí, así es, porque hoy «El alma de la masa, que en tiempos se había sentido identificada con los míseros  perseguidos, se identifica hoy con la miseria de los perseguidores».

Malos tiempos para las buenas nuevas.

Diarios

En estos tiempos donde todos los discursos están tergiversados, invertir los valores de lo que se nos expone puede ser un buen camino para determinar dónde se encuentra la verdad o el camino hacia la verdad. Hace ya varios años trabajé con un muchacho que no leía novelas porque éstas eran ficción y eso le parecía una pérdida de tiempo. Leer novelas, para él, equivalía a evadirse de la realidad y, si bien algo de eso hay, no es menos cierto que la lectura de textos ficcionales conlleva muchos otros beneficios, además del beneficio enorme, precisamente, de permitirnos ver a la realidad tal cual es. El mes pasado, mientras preparaba unas clases (que espero se lleven cabo el próximo enero) sobre literatura argentina, volví a leer los textos de Roberto Arlt y de Rodolfo Walsh, ambos excelentes exponentes literarios que provenían del periodismo. Analizar sus trabajos me hizo darme cuenta de que la clásica división entre ambas disciplinas (el periodismo dedicado a la creación de textos donde se ponen en evidencia hechos reales, la literatura el ámbito donde se producen textos totalmente ficcionales) hoy se encuentra invertida; y no porque ambos hayan decidido “cambiar de rubro”, porque la literatura sigue siendo tan “ficcional” como siempre lo ha sido; sino porque el periodismo se ha dejado arrastrar tanto por el mercantilismo más vulgar que hasta no hay dudas de que el concepto de “objetividad periodística” es una falacia. Para colmo de males, ni siquiera podemos encontrar valores estéticos en el periodismo actual; así que además de poco creíbles, malos expositores.

Creer hoy en el periodismo es pecar de ingenuidad. El periodismo sigue apuntalado en aquellos tiempos pretéritos donde había una normativa interna rigurosa y donde la ética y la calidad iban de la mano. Hoy eso ha desaparecido, pero él sigue escudándose en ese fantasma ante cada crítica que se le formula. La literatura, sin embargo, sigue siendo la fiel depositaria de todos esos valores que el mundo busca desorientado. Creer en los novelistas, en los cuentistas, en los poetas, es lo mejor que podemos hacer para no vivir engañados.

Nota: Al hablar de periodismo me refiero, más que nada, al periodismo político, económico y sólo parcialmente al periodismo social. El periodismo que ha perdido credibilidad es aquel que tiene relaciones con el poder y que se ha vuelto un empleado de él. El periodismo cultural o el deportivo se mantienen, en gran parte, por fuera de esta crisis. Por último, el periodismo social se maneja en ambos círculos: por una parte se lo utiliza para estupidizar y manipular a la masa y hay un pequeño segmento que puede mantenerse fuera de esta manipulación y mantener una conciencia propia al mismo tiempo que sus niveles de calidad.