Mi México es inagotable, lo cual es una virtud que agradece este ser inquieto que siempre está tratando de conocer algo nuevo o de encontrar algo que despierte a ese hermoso gusanito de la curiosidad. A lo largo de estos años, en los que he podido recorrer cierta parte de este enorme país (nueva ventaja: siempre me quedará algo nuevo por recorrer), he visto que cada zona muestra con orgullo sus tradiciones culturales; las cuales incluyen la gastronomía, las danzas, los ritos, la vestimenta. Sobre este último punto hoy quiero compartirles uno de esos hallazgos de los que hablé al principio. Uno de esos simples detalles que cambian todo lo que uno verá a continuación.
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Acabo de encontrar un artículo que, entre otras cosas, me ha enseñado que aquello que yo veía sólo como una mera forma decorativa, tiene, además, un profundo sentido simbólico. Una síntesis de esos significados podrán verla en la imagen siguiente:
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Ahora podría decir «Bueno, muy interesante. Y qué bonito. Ya, felicitaciones» e irme muy tranquilo a comprar una artesanía o a tomar un refresco; pero no puedo minimizar ese tipo de cosas y no porque no pueda hacerlo, sino porque no quiero; porque siento que estoy perdiendo algo que excede lo meramente decorativo o artesanal. No puedo dejar de ver, en cada muchacha que pasa caminando por la plaza (porque aquí es común que todavía se usen estos trajes diariamente, y no solo en las festividades o celebraciones locales), que lleva en su falda, en su corpiño o en los volantes, una síntesis de México todo: allí, en esas formas geométricas bordadas con esmero, lucen y danzan las estrellas y las flores; las serpientes se mueven sinuosas, las mariposas parecen posarse en los árboles y hasta el universo todo es sólo una parte más de la danza y el color. Aquí todo es siempre nuevo y siempre renovado. ¿Cómo no estar feliz de ser de aquí?
Todos sabemos que los tiempos geológicos, los tiempos de la Tierra, no aceptan ningún tipo de comparación con los tiempos humanos. La Tierra y todo lo que contiene nos permite, incluso, jugar hasta con la idea de eternidad. ¿De qué otro modo podríamos considerar nosotros, simples y breves mortales, al mar, a las montañas, a las derivas continentales, a los cañones que hienden el terreno, a las cuevas que se sumergen en lo profundo, a los desiertos? Todo parece haber estado allí desde siempre y de algún modo sabemos que seguirán estándolo cuando nosotros nos hayamos ido de aquí, y esta vez sí, para siempre.
Pero, de tanto en tanto, esa misma Tierra nos muestra que, aunque sus tiempos son muy otros, no dejan de ser un ente en constante transformación y que, aquello que nos parece eterno, no es más que una cosa más entre las cosas; que vive en un tiempo diferente, pero que al igual que nosotros nace, vive y muere.
Todo esto viene a cuento porque hace unos días ―el veinte de febrero― se cumplió el septuagésimo octavo cumpleaños del volcán Paricutín. En efecto, estamos hablando de un volcán que apenas tiene setenta y ocho años; es decir que nació el 20 de febrero de 1943 (para ponernos en perspectiva histórica, digamos que en ese momento el mundo ardía en llamas por otros motivos por demás conocidos). La historia, expuesta de manera sintética, nos dice que Dionisio Pulido, un campesino, se encontraba trabajando la tierra en las cercanías del pueblo Parangaricutiro, cuando de pronto esta empezó a temblar, se abrió y empezó a emanar un vapor muy espeso, a sonar muy fuerte y a arrojar piedras. Asustado, el señor Pulido avisó al pueblo y, gracias a este oportuno aviso, no se registraron víctimas en lo que podría haber sido una catástrofe de enorme magnitud.
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El Paricutín, activo, en 1943
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La duración de la actividad de este volcán fue de 9 años, 11 días y 10 horas. La lava recorrió unos 10 kilómetros. No hubo víctimas humanas, dado que hubo suficiente tiempo para desalojar a toda la población. El volcán sólo sepultó dos poblados: Paricutín y San Juan Parangaricutiro (Parhikutini y Parangarikutirhu en purépecha). El primero quedó totalmente borrado del mapa. Muy cerca de él se encuentra ahora el cráter del volcán. Del segundo pueblo solo es visible parte de la iglesia, sepultada por la lava, al igual que el resto del pueblo, excepto por la torre izquierda del frente (la torre derecha aparentemente cayó, pero lo cierto es que estaba en construcción al momento de empezar el fenómeno) así como el ábside, junto con el altar.
Hace unos tres años tuve la oportunidad de visitar lo que queda de San Juan Parangaricutiro, lo cual es, en realidad, sólo una parte de la iglesia y nada más (aparte de la torre que se alza solitaria entre la lava solidificada, sólo quedó parte del altar de esa iglesia, lo que daría lugar a un nuevo milagro, ya que el cristo que allí se encontraba no sufrió daño alguno. Esa imagen de Cristo luego sería llevada a treinta y tres kilómetros de distancia, donde se establecerían los habitantes desplazados por el volcán: Nuevo San Juan Parangacutiro). Para llegar a ella hay que trepar por las peligrosas rocas de lava solidificada, lo cual debe hacerse con muchas precauciones y suma lentitud. Desde ese sitio se ve, a la distancia, al volcán en medio del valle.
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San Juan Parangacutiro, hoy.
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Un año después, gracias a los buenos oficios de Alfredo, un tipo que parece conocer todos los caminos secretos de México todo, tuve la oportunidad de ir al mismísimo Paricutín. Luego de un viaje de varias horas, llegamos al pie del volcán y nos preparamos para ascender a él. Alfredo, quien tiene mi edad pero que ha llevado una vida más sana y ordenada, llegó a la cima, como siempre, primero. El resto del grupo fue arribando poco a poco y yo, como es casi habitual, llegué último; pero llegué, que era lo importante. Ahora la imagen se había invertido: desde la cima del volcán podía verse todo el amplio valle que lo rodea, podía notarse el camino que tomó el derrame de lava hace más de setenta años y, siguiendo ese rumbo, allá, a la distancia, podía verse la torre solitaria de la iglesia de San Juan Parangacutiro.
Pregunté si podía bajarse al cráter y me dijeron que sí, que no había problema alguno, que el volcán se encontraba inactivo. Con precaución hice notar que al subir había encontrado algunas fumarolas de donde salían importantes chorros de vapor, y que si había vapor es que debajo había agua hirviendo, y a presión; así que eso de «inactivo» a mí me parecía algo más bien relativo. Volvieron a asegurarme de que no podía hacerlo con total seguridad. Me dije que, aunque los Tiempos de la Madre Tierra y los míos son totalmente diferentes y aleatorios, nada iba a cambiar si el volcán reiniciaba su actividad justo en ese momento (estar en el centro o en el borde circular del cráter no iba a hacer diferencia alguna, por supuesto). Así que bajé y caminé en silencio por aquel lugar que uno, pequeñito como es, no puede menos que considerar como algo que excede a toda expresión. De ninguna manera iba a perderme esa experiencia. Además ¿cuántas veces en la vida uno tiene la posibilidad de estar en el centro mismo del cráter del volcán más joven del mundo?
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Una galería con fotos históricas del Paricutín. Para ver las imágenes en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.
El monumental convento se yergue solitario bajo un sol que cae recto sobre él y mí. Se lo conoce simplemente como el Convento de Yuriria, pero en realidad debería llamárselo como Antiguo Convento de San Agustín o como Convento de Yuririhapúndaro (este término purépecha significa, literalmente, Lugar del lago de sangre). No hay edificación alguna por detrás que le sirva de decorado moderno —tal como ocurre en casi cualquier otro sitio del mundo, donde este tipo de construcciones antiguas ya ha sido casi ahogada por edificios que las superan en altura, aunque nunca en belleza— y esa silueta, entonces, recortada sobre el celeste sin degradé del cielo que nos sirve de telón de fondo, hace que su aspecto sea aún más sólido e imponente. Su arquitectura es curiosa, al menos si la comparamos con las construcciones propias de mediados del siglo XVI, al que pertenece. La fachada de la iglesia nos muestra un estilo plateresco, lo que la hermana a la Universidad de Salamanca, por ejemplo; pero no hay simetría que nos permita la tranquilidad de la imagen centrada, precisa, equilibrada. El edificio parece moverse hacia uno u otro lado, depende desde donde lo observemos. Se tiene la sensación de que no fue construido de una manera ordenada, estudiada de antemano; sino que parece que luego de haber construido la iglesia (con su forma de cruz, clásica) fueron agregándose más y más estancias a medida que se iban necesitando o tal vez por capricho o deseo de algún lejano obispo.
Me asalta, aquí también, la idea, la imagen, de la dualidad. Entro al convento y entro a otro mundo; no sólo porque, evidentemente, las sensaciones que produce acceder a los pasillos que rodean a sus dos patios interiores o a los secundarios que se internan hacia las habitaciones u otras dependencias del convento parecen llevarnos a un pasado de manera directa: los frescos se han ido deteriorando y sólo quedan pocos de ellos en buen estado, las nervaduras en los arcos de los techos, los viejos utensilios de madera que deben pesar decenas de kilos; el viejo mecanismo de un viejo reloj que en conjunto mide más de dos metros de alto; las gárgolas, pequeñas, que adornan allí arriba los arcos sostenidos por columnas dóricas; sino porque el cambio de luz y de temperatura hace que todo se acentúe más aún. Yuriria resplandece bajo un sol que parece arrancar iridiscencias hasta de las mismas piedras. Todo es color y calidez; todo brilla y se destaca y produce una sensación de bienestar que hace olvidar al mundo en sí y solo se anda, se camina, se pasea y siempre parece la misma hora, el mismo momento del día (la noche, para estar a tono, parece caer de manera sorpresiva); en cambio al entrar al convento se ingresa al mundo de la oscuridad; del frío que recorre los pasillos en forma de corriente de viento; del silencio; del olvido. Se recorre esos pasillos agustinos y se observa con atención las marcas en la piedra, algún detalle aún visible en algunos de los frescos. Se ingresa a las pequeñas habitaciones de los sacerdotes y se mira por las ventanas hacia el lago que está allí cerca (en una de ellas, cuyos postigos estaban clausurados, cierro la puerta y me quedo adentro por algunos minutos, en una oscuridad de celda casi absoluta. Me gusta el silencio y este no me resulta opresivo, pero creo que no muchos podrían hoy soportar estar allí por mucho tiempo. Pienso en lo que pensaría el hombre que allí paso gran parte de su vida).
Dentro del convento se pierde la imagen del exterior. Lo que afuera parece una sucesión algo caótica y que pasa de ser iglesia a castillo medieval, más allá tal vez a cárcel y más allá aún a sólo una mera pared (de piedras, en lugar de ladrillos, lo que también indica un cambio de material además de un cambio de forma) adentro es una sucesión ordenada de pasillos y habitaciones; de patios y dependencias. Entonces uno debe salir, volver a rodear al convento y a observarlo con detalle, intentar ubicar cada cosa que acaba de verse en el interior desde afuera, darse cuenta de que esto no es posible y, así, convencerse de que hay tiempos simultáneos o paralelos; y que uno puede vivir en todos ellos, si así lo quiere.
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Un par de fotos más. Para verlas en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.
«Ya no se ven mariposas. Antes se veían muchas; ahora ya no». Recuerdo haber oído a mi madre decir eso hace ya más de cuatro décadas (aproximándose peligrosamente a las cinco). Creo que lo que más recuerdo de esas palabras fue el tono melancólico en el que las pronunció. Ella venía de vivir en una zona rural, en un vagón del ferrocarril donde trabajaba mi padre, el cual estaba acondicionado como vivienda. Cuando dijo esas palabras estábamos en una ciudad y, aunque vivíamos en los suburbios, las mariposas por allí no se acercaban. El tono melancólico ―vuelvo a él porque es lo más importante de esas palabras― reflejaban la pérdida de aquello que se tuvo y que se echa de menos, tal vez porque de alguna manera íntima y no racional, se sabe que no se volverá a poseer, a encontrar.
Recordé esas palabras cuando ascendía por las escaleras de madera o los senderos de grava y tierra del cerro Campanario hacia el Santuario de las mariposas Monarca; la extraña mariposa que viaja más de ocho mil kilómetros para escapar del invierno canadiense e hibernar aquí, a más de tres mil metros de altura, en estas cimas de cedro, pino y oyamel. La mañana estaba fresca y densas nubes cubrían el cielo. Quienes me llevaron aquel día me dijeron que no íbamos a tener suerte, que no íbamos a ver nada y, aunque después supe con exactitud a qué se referían, allí estábamos y seguimos subiendo sólo para ver si teníamos suerte al llegar a la cima; si el clima cambiaba en el tiempo que nos tomaba subir esos dos kilómetros y fracción caminando. Al llegar allí encontramos un sitio amplio, cercado por cintas amarillas. Los altos árboles que nos rodeaban fueron, para mí, una maravilla; pero para quienes me habían llevado estaban bastante desilusionados; ellos querían sorprenderme con el vuelo de miles o de decenas de miles de mariposas anaranjadas y negras; y lo único que pudimos ver eran los grandes racimos (¿se les dirá así? No lo creo, pero esa es la imagen que se me ocurre: la del racimo, como si estuviese frente a una vid gigantesca; de decenas de metros de alto y con racimos de dos o tres metros colgando de las ramas) de mariposas que, dormidas, esperaban el regreso del tiempo propicio para regresar a Canadá, cruzando medio México y todos los Estados Unidos. La desilusión de mis acompañantes no es compartida por mí. El saber que esas pequeñas mariposas (con todo lo que una mariposa es o implica en el imaginario humano; no hay otro animal que sea o pueda ser el símbolo de la fragilidad como lo son ellas) realicen ese viaje hasta esta exacta montaña y las que la rodean es algo que roza lo inexplicable; no porque la ciencia no pueda hacerlo, por supuesto, sino porque al ver una sola de ellas se pierde toda relación con las precisiones científicas. La poética visión de una mariposa o de miles de ellas dormitando en un racimo colgado de un oyamel hace que dejemos de lado las precisiones y nos abandonemos a la maravilla de lo imposible. Entonces, no es que no podamos explicar la migración de las Monarcas; es que preferimos no hacerlo.
Estuvimos un par de horas allí, mirando hacia lo alto; pero el cielo no abría, el frío se acrecentaba, las nubes se tornaban cada vez más densas y oscuras y, ante la posibilidad de que la lluvia nos atrapara allí, decidimos bajar. Las disculpas de mis acompañantes eran innecesarias. Yo había visto mucho, más que suficiente.
Aún así; dos semanas después, por insistencia de uno de ellos, volvimos. Retomamos la subida con calma, deteniéndonos, incluso, cada tanto para descansar (no es que se esté ascendiendo a la cima del Everest o del Aconcagua; pero para alguien nacido al nivel del mar; ascender por laderas empinadas a tres mil metros no es algo que se haga al trote ni mucho menos). Al llegar a la cima del Campanario entendí a mis acompañantes cuando dos semanas antes se habían sentido desilusionados ante la quietud de las Monarcas. Todo era una explosión de color y movimiento continuo: miles, tal vez decenas de miles de mariposas volando por doquier y los racimos, allí arriba, continuaban intactos. En la cima de la montaña, es decir, en pleno santuario, debe mantenerse el silencio y, de ser necesario hablar, sólo hay que hacerlo en un susurro; pero no hace falta que nadie nos lo diga de manera explícita; este es uno de esos sitios donde la naturaleza impone su dominio y su impronta de magnificencia. Aquí el silencio es obligado porque así nos lo señala el entorno. ¿Qué puede decirse? En silencio alguno señala un claro en el bosque, donde los rayos de sol penetran casi verticales y donde las mariposas vuelan en mayor cantidad. Nos tocó un buen día y eso marcó la diferencia (luego nos enteramos que el día anterior había ocurrido todo lo contrario; el frío y la falta de sol hizo que la quietud de las mariposas fuese aún mayor que la primera vez que estuvimos allí. «Es sólo una cuestión de suerte», nos dijo uno de los guardaparques. Y nosotros la habíamos tenido esa tarde).
Las mariposas no pueden tocarse, ni siquiera las que mueren y quedan sobre el suelo vegetal; pero ellas vienen y van, rodean al visitante que se queda de una pieza, mudo y sonriente (una constante en todos los que allí estaban) y se posan en su cuerpo, como para que podamos, por fin, observarlas como queremos hacerlo: a pocos centímetros de nuestros ojos y por varios minutos.
Aunque es innecesario, me acerco a la cinta amarilla, como si así pudiera estar más cerca de ellas. Pienso en mi madre y me digo que me gustaría que estuviera allí, conmigo y con ellas. Invertir la melancolía de aquellas palabras suyas y decirle que sí; que aún las hay, y muchas; y que viajan ocho mil kilómetros, y que duermen colgadas de las ramas del oyamel o del cedro y que ellas, al igual que nosotros, tal vez lo único que necesitan es un poco de sol y silencio. Lo demás es sólo un largo viaje.
Camino bajo la sombra de altos pinos y otros árboles que no puedo diferenciar. El lugar, esta vez, no importa. Podría ser cualquier sitio en cualquier continente y eso es lo que quiero: que el punto preciso sea dejado de lado, porque lo que importa aquí es el tiempo, no el espacio. Camino, dije, bajo la sombra de altos pinos y otros árboles, por un sendero apenas delineado en el terreno. Si existe es porque hay quien todavía va y viene por él, pero no porque haya sido delimitado por nadie en particular; es el azar de los caminantes quien le ha dado forma y sentido. Perdido en mis pensamientos me topo con la casa, o al menos con lo que queda de ella, de manera casi abrupta. Es pequeña (hoy apenas podría ser considerada como una habitación), y es sólo cuatro paredes de piedra y nada más. Dos paredes opuestas se levantan en forma de ángulo y son donde se apoyaría un ausente techo de madera. Las otras dos son bajas. En la frontal se ve el hueco de la puerta y, a los lados, equidistantes, los dos pequeños rectángulos de las ventanas. Todos los bordes superiores de las piedras están cubiertos de musgo y plantas; desde su interior se elevan dos árboles que abren sus ramas a no demasiada altura. Me llama la atención que las paredes aún permanezcan en pie y que las raíces no las hayan levantado, produciendo su derrumbe. Tal vez los árboles que crecen dentro de la casa no sean de los que tienen raíces tan fuertes, me digo; o tal vez es que las raíces harán ese trabajo en un momento futuro.
Me dispongo a tomar algunas fotografías. En algún lugar tengo un álbum titulado, no muy originalmente, Lugares olvidados, donde guardo fotos de sitios como éste, olvidados por la mano del hombre, donde la naturaleza poco a poco ha vuelto a adueñarse de lo que siempre fue de ella. No quiero tomar demasiadas fotos, tres o cuatro bastarán. Busco un ángulo, otro, me interno en la casa y es allí donde me doy cuenta (donde siento) que me encuentro en un vórtice temporal. Por primera vez me doy cuenta de que estoy viviendo eso que siempre ha sido una idea que juega entre lo poético y lo científico, la presencia constante del tiempo en un instante (si se me permite la expresión, ya que la presencia del adjetivo constante hace que la frase sea casi paradójica). Sentí la presencia del pasado, del presente y del futuro en ese sólo y mismo instante. Vi o reviví los pasos que se habían dado dentro de aquel pequeño espacio delimitado por las cuatro paredes de piedra; vi a mis propios pies deambulado por huellas hoy invisibles y pensé que tal vez podría estar llevándome por delante una invisible silla o tal vez tropezando con alguien; vi cómo las paredes iban a ser derribadas, una tarde en que nadie ya pasara por allí y cómo, poco a poco, iban a ser devoradas por la vegetación, que es débil, pero paciente.
La sensación duró unos pocos instantes (otra vez el tiempo, inasible no sólo en los sentidos, sino también en las palabras o en el intento de exponer una sensación), pero tuvo la cualidad de la fuerza que graba esas impresiones en la memoria de manera indeleble. Las tres dimensiones del tiempo pasaron por mí, por el punto focal que fui aquella tarde; y eso es algo que puede ser difícil de explicar, pero no de olvidar y tal vez tampoco de sentir. ¿Podrán estas manos que trasladan en palabras a aquella memoria hacer que alguien pueda sentirlo en algún día futuro?
Las maletas maltrechas. Poética del viaje II, Arturo F. Silva, p.58.
Todas las fotos pertenecen a Forbidden Places. A continuación, una galería de imágenes con las mismas características. Para verlas en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.
Me gustan los mapas en particular y la cartografía en general. En este sitio he publicado más de diez entradas relacionadas con curiosidades relativas a los mapas y hoy, que me encuentro con esta deliciosa curiosidad, no puedo dejar de compartirla (de hecho, me hizo recordar a aquella entrada sobre la cartografía «en tres dimensiones», que solían usar los inuit; entrada que pueden encontrar aquí).
En este caso se trata de otro tipo de cartografía en tres dimensiones; la utilizada en las Islas Marshall hasta mediados del siglo XX; el cual se trataba de un ingenioso y avanzado sistema para cartografiar el oleaje y facilitar la navegación, que no tiene parangón en el mundo.
Los marshaleses siempre fueron excelentes navegantes, no en vano los dos archipiélagos que conforman el país cuentan con un total de 1.152 islas, islotes y atolones. También fueron experimentados constructores de canoas, y de hecho todavía hoy existe una competición anual de fabricación de este tipo de embarcaciones tradicionales.
Pero lo más interesante es cómo se orientaban en el mar, para lo que utilizaban unas cartas de navegación hechas con palos que constituyen el primer sistema cartográfico del oleaje marino conocido en el mundo. Su complejidad y precisión son un logro que todavía hoy sigue asombrando a los expertos.
Estos artefactos no son cartas de navegación tal cual se entiende el concepto en el mundo occidental, sino más bien instrumentos mnemónicos y de aprendizaje, porque sorprendentemente los mapas no se consultaban durante la navegación, sino que eran memorizados antes del viaje, algo lógico teniendo en cuenta la fragilidad de los artefactos y la limitación de movimientos a bordo de las canoas.
No todos los marshaleses conocían el sistema, solo un reducido número de la élite dominante controlaba el secreto de la creación de las cartas de navegación, que era transmitido exclusivamente dentro de la propia familia. Por ello, cuando salían a mar abierto lo hacían en grupos de 15 o más canoas, al frente de las cuales iba un único piloto, precisamente el que conocía el exclusivo método cartográfico.
Las cartas de navegación se hacían con palos unidos con cuerdas de coco, que delimitaban las diferentes zonas de oleaje, con las islas representadas mediante conchas atadas en el lugar correspondiente. Mediante hilos señalaban la dirección de las ondas oceánicas al aproximarse a las islas, así como el flujo y reflujo de las rompientes.
Es posible que en principio el sistema fuera común a todos sus conocedores, pero con el tiempo se hizo tan exclusivo que tan solo el propio creador de uno de estos mapas sabía como interpretarlo y usarlo.
Carta conservada en el Museo Histórico de Berna / foto NearEMPTiness en Wikimedia Commons
Identificaban cuatro tipos de oleaje, denominados rilib (generado por los vientos alisios del noreste), kaelib (más debil y solo detectable por los navegantes más experimentados), bungdockerik (oleaje muy fuerte del suroeste) y bundockeing (el más debil de todos, presente en las islas del norte), que eran representados en los mapas mediante palos curvos e hilos, principalmente en torno a las islas, de modo que podían identificar rutas de acceso seguras entre la mar de fondo.
Los mapas de navegación eran de tres tipos: los Mattang eran utilizados para la instrucción en el arte de la navegación; los Meddo eran mapas parciales que solo mostraban algunas de las islas en sus posiciones relativas o exactas, así como la dirección del oleaje profundo; y los Rebbelib eran similares a los meddo pero incluían la posición de la totalidad de las islas de los archipiélagos marshalenses, siendo por tanto los más completos.
Carta en el Museo Peabody de la Universidad de Harvard / foto Dominio público en Wikimedia Commons
Tras la Segunda Guerra Mundial este tipo de mapas dejó de utilizarse debido a la llegada de las nuevas tecnologías, aunque el conocimiento de su elaboración se sigue manteniendo vivo. Hoy en día también se hacen copias de los antiguos mapas conservados, que se venden a los turistas como souvenirs. Por suerte quedan muchos ejemplares originales en museos de todo el mundo.
El pasaporte, según reza su definición, es ese «Documento que acredita la identidad y la nacionalidad de una persona y que es necesario para viajar a determinados países», y que también cumple con otros dos requisitos que se han mantenido casi invariables a lo largo de la historia: sirven como metáfora de vario uso y sirven para que todos odiemos la foto en la que nos vemos retratados, con cara de circunstancia en el mejor de los casos y con cara de delincuente liso y llano en el peor.
Pero esto no siempre fue así (lo de las fotos, quiero decir, ya que lo de las metáforas sí lo fue y lo es, como lo probaré torpemente dentro de unos pocos segundos). Hubo un tiempo, cuando los pasaportes eran un mero papel que se desplegaba en dos o cuatro folios menores (y no como hoy que son prolijas libretas con diversos sistemas de seguridad), donde las fotografías que se permitían eran, literalmente, cualquier cosa. Desde fotos grupales hasta fotos con mascotas o, como la que inicia esta entrada, tañendo una guitarra con poca eficacia (o haciendo como que se tañe una guitarra, porque se nota que la muchacha no tiene ni idea de lo que tiene entre manos). Vamos a unos ejemplos, ya que no hay nada como una representación gráfica de lo que torpemente quiero señalar.
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En cuanto a lo de las metáforas relacionadas con el pasaporte son muchas y variadas y todas ellas, claro está, se relacionan con el viaje, con el paso de un sitio a otro; etc. «La educación es el mejor pasaporte para…» y cosas así. (Hasta existe una novela titulada Pasaporte a la eternidad y me digo qué incómodo ¿No? Eso de andar cargando con un documento por los tiempos de los tiempos…). En ese sentido esas metáforas no son demasiado brillantes, vamos a ser sinceros; y como a ser no demasiado brillante no hay quién me gane, usaré la misma idea para desearles a todos, desde aquí, desde esta torpe fotografía personal que es esta entrada, lo mejor para el año que entra. La torpeza no quita lo sincero. Si todo es un paso, una frontera, un recomienzo constante; si todo es una puerta que se cierra al mismo tiempo que se abre; les deseo un montón de brindis, muchos ayes en la penumbra, abrazos por doquier y también, por qué no, algunas lágrimas de alegría y de las otras también (recuerden: lo que no nos mata nos hace más fuertes). En síntesis: les deseo vida y que cada uno se entienda con ella. Salud.
Vivir es como conducir un auto por una ruta sin fin. El espejo retrovisor nos muestra el pasado y sería ridículo conducir fijando todo el tiempo la vista en él. Adelante, frente al parabrisas, más allá del motor y de las defensas, está el futuro, el cual, erróneamente, creemos conocer porque la cinta de asfalto se parece mucho a la que dejamos atrás; pero la verdad es que no sabemos absolutamente nada de lo que nos espera detrás de la siguiente curva. Tal vez la ruta se torne un camino secundario de grava y tierra; tal vez sea una moderna y ancha autopista; tal vez serpentee peligrosamente entre montañas y precipicios; tal vez no cambie en absoluto durante cientos de kilómetros; tal vez nos encontremos con el final del camino, abrupto y definitivo.
Sea como fuere, la única certeza que tenemos es el ronroneo constante del motor, el constante avance de los números en el cuentakilómetros, el sonido o la sensación del viento, la charla con nuestros acompañantes.
Tomo el volante y siento el cuero delicado bajo las palmas de mis manos. Suavemente lo giro hacia la izquierda y luego hacia la derecha y el automóvil obedece con presteza. Hasta cierto punto —y soy consciente de que sólo es hasta cierto punto— tengo el control de la situación, y por puro placer acelero un poco o ralentizo la marcha.
En octubre del 2012 escribí una entrada titulada Burocracia y humanidad, donde hablaba de lo que me producen ciertos trabajos fotográficos. Ya que el paso del tiempo me lo permite, copiaré el mismo texto de aquel entonces, ya que al releerlo veo que vale con exactitud a lo que quiero decir hoy. El texto es siguiente:
«Cada vez que me encuentro con una serie de fotografías en las que las personas –personas comunes y corrientes, como uno– son el centro de atención siento una fascinación que va más allá de la mera observación estética. La primera vez que me ocurrió esto fue cuando tuve la oportunidad de hojear el libro Portraits, de Steve McCurry. En él sólo encontramos doscientas páginas de retratos, los cuales fueron tomados por este genial fotógrafo en sus viajes alrededor del mundo (McCurry es el autor de esa inolvidable fotografía, la cual seguramente todos conocemos, de esa niña afgana en un campo de refugiados y que hoy es la imagen principal de National Geographic). Ese libro, como ningún otro, y sin necesidad de una sola palabra, me hizo sentir esa conexión absoluta con el resto de la humanidad toda. Algo similar sentí al ver esta fotos de estas personas en sus sitios de trabajo. No puedo evitar preguntarme ¿Cómo es su vida? ¿Cuáles son sus sueños, sus deseos, sus temores? ¿A quién aman, por quiénes son amados?
Schopenhauer, en un magnífico ensayo sobre «El fundamento de la moralidad», trata particularmente el tema de la trascendente experiencia espiritual. ¿Cómo es que, se pregunta, un individuo puede olvidarse de sí mismo y de su propia seguridad y ponerse a sí mismo y a su vida en peligro a fin de salvar a otra de la muerte o el dolor, como si esa otra vida fuese la suya propia, y ese peligro ajeno, el suyo? Alguien así, responde Schopenhauer, está actuando en el marco del reconocimiento instintivo de la verdad de que él y el otro son uno. Se mueve no por la impresión secundaria y menor de sí mismo como separado de los otros, sino por la inmediata experiencia de la más grande y cierta verdad de que todos somos uno en nuestro ser. El nombre que dio Schopenhauer a esta motivación es «compasión», Mitleid, y la identifica como la única inspiración de acción inherentemente moral.
Algo así es lo que me hacen sentir estas fotografías (téngase en cuenta que «compasión» vas escrito entre comillas porque, como todo término filosófico, no es exactamente a eso a lo que se refiere. Aquí podríamos sumarle la idea de «empatía». Ése termino se acerca mucho más a lo que intento describir), una profunda conexión con esas personas».
El trabajo que nos ocupa hoy perteneces a Jay Weinstein y lo realizó en sus viajes por la India. Pueden acceder a su sitio personal aquí., el cual se titula so i asked them to smile (así que les pedí que sonrieran). Como dije, lo que me provocan estas fotos es lo mismo que dije hace casi siete años. Hoy sumo una idea personal: ¿Por qué no hacer este mismo trabajo en la intimidad de nuestro entorno? ¿Cómo sería y qué sentiríamos al ver una serie de este tipo con los miembros de nuestra familia como modelos?
Una galería de fotografías del proyecto de Jay Weinstein. Para ver las imágenes en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.
Ustedes ya saben de mi afición por los mapas y, sobre todo, por los mapas extraños, inventados o alegóricos. Cada tanto tengo la suerte de encontrar uno nuevo, como en este caso, en que por azar me topé con este Mapa de la Templanza. G. E. Bula ideó este mapa en 1908 como una forma educativa indirecta. (Para verlo en mayor tamaño, pueden ir aquí). En el recuadro inferior izquierdo, puede leerse:
«Este mapa único creará una impresión duradera para el bien de todos los que lo estudien. Los nombres de estados, ciudades, ferrocarriles, lagos, ríos y montañas son significativos. Una copia de este mapa debería estar en cada hogar, hotel, estación de ferrocarril y lugar público. Sería un estudio interesante para los escolares, tanto en el [sistema] público como en las escuelas dominicales. Hará que muchos abandonen la Ruta de la Gran Destrucción y terminen su viaje en la Gran Ruta Celestial. Precio 35 centavos».
Por supuesto, me puse a recorrer ese territorio con el placer de siempre; y encontré que todo parece partir de Villa Decisión (arriba, a la izquierda); y los puntos de llegada son sólo dos: La ciudad celestial (arriba, a la derecha) o Ciudad Destrucción (abajo), con dos caminos directos con los mismos aburridos nombres (la Gran Ruta Celestial los llevara directo a Ciudad Celestial, pasando por los estados de Corrección y Bonda y Sacrificio. Lo dicho: pretencioso y aburrido). Lo mejor está, por supuesto, en ir viajando por aquí y por allá. Deteniéndose donde a uno le parezca mejor. ¿Por qué no tomar el Camino que luce correcto? Los riesgos son mayores, sin duda; pero no vamos a negar que algunas alegrías se conseguirán por el camino, pasando, por ejemplo, por el Estado de la Vanidad (donde tenemos el Pantano Mormón), Villa Presunción, Falsa Esperanza y luego, tomando un desvío, podemos llegar al Lago Cerveza (para quienes gusten de emociones más fuertes podrían tomar por el primer desvío y luego de pasar por Divorcio y Descontento, pueden llegar al Lago de la jarra de Ron, luego de pasar por el Parque Cocaína.
Como ven, hay para todos los gustos. Por cierto, el mal camino parece mucho más popular que el bueno; aquí, en el mapa, y en la vida real también. Mal que nos pese, las alegorías sólo sirven para entretenernos un rato y poco más. Por eso me despido y me voy a jugar con el mapa otro ratito.