Una clase magistral sobre cómo magnificar el ridículo

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Comienzo aclarando que los premios Oscars, al igual que la mayoría de los premios que se otorgan a lo largo y ancho del mundo, me tienen sin cuidado. Me importan tanto como los dientes de Ronaldo, la cienciología o el régimen de lluvia de ácido sulfúrico en Venus. Pero a veces la realidad es tan graciosa (tan estúpidamente graciosa, incluso) que no podemos dejar pasar la oportunidad. Además, como de todo puede extraerse una enseñanza, también de este caso que traigo hoy a colación podremos extendernos a temas realmente importantes. Yo hoy voy a ceñirme (creo) sólo a lo estúpido, lo otro o dejo para otro día, para el diálogo con ustedes o para pensar en alguno de mis caminatas.

Hace unas semanas se dieron a conocer las nuevas normativas que la Academia de Hollywood impondrá a aquellas películas que pretendan ser candidatas al galardón a mejor película a partir del 2022 y que serán obligatorias (repito: obligatorias) a partir del 2024. Esas normativas indican que: «Los nuevos estándares requieren que al menos «uno de los protagonistas o intérpretes secundarios de cierta relevancia» pertenezcan a un grupo minoritario, una lista en la que están hispanos, negros, asiáticos e indígenas, entre otras etnias. Otra opción es que la trama del filme gire en torno a mujeres, grupos poco representados, personas LGBTI+ o personas con discapacidades. Si no cumple con eso, debe tener al menos un 30% de actores secundarios o con papeles menores que sean para mujeres, miembros de una minoría, discapacitados o LGBTI+. Eso delante de las cámaras, ya que las normativas también afectarán a la parte técnica: desde el director hasta el resto de posiciones clave de la producción».

Por minoría racial la Academia cita:

Asiático,
Latino/hispano,
Negro/afroamericano,
Indígena,
Persona de medio oriente,
Nativo de Hawái o del Pacífico
“Otras etnias o razas poco representadas”.


Por colectivos poco representados en pantalla se entiende:

Mujeres,
Minorías raciales,
Colectivo LGBTQ+
Personas con capacidad diversa.

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Remarco el hecho de que aquellas películas que no cumplan con estos requisitos no podrán acceder a la competencia por mejor película más allá de su calidad artística. Y claro, aquí es donde comienza el ridículo (el cual fue señalado por actores varios, aunque muchos debieron borrar sus comentarios ante las críticas recibidas. Ya se sabe, hay que ser inclusivos pero hasta cierto punto. Las críticas en contra no se aceptan bajo ningún concepto).

¿Se imaginan a El Padrino con un mienbro de la comunidad LGBTQ+ o con un hawaiano como capomaffia? ¿Cómo sería una película como 1917 en donde un tercio de los actores fuesen mujeres, asiáticos, afroamericanos o Drag Queens aún cuando se trate del ejército inglés en plena primera guerra mundial? ¿Y una película como Castaway donde un solitario Tom Hanks ocupa el noventa por ciento del tiempo en la pantalla? ¿Y qué hacemos con Parásitos la última gran ganadora que, por ser una película coreana está llena de… coreanos, precisamente? ¿Le quitamos su premio porque no hay ningún latino en ella o ningún nativo de Alaska? Podríamos seguir por un buen rato y estoy seguro de que ustedes tienen sus propios ejemplos; pero dejemos esto aquí y sigamos.

Está claro que nadie está en contra de ninguna forma de discriminación, eso no haría falta aclararlo; pero lo que la corrección política parece olvidar es que por medio de un decreto lo único que se consigue es, precisamente, más discriminación. Recuerdo un caso sintomático, ocurrido a comienzos de la década del noventa. Seguramente todos recordarán una película como El silencio de los corderos; en ella un estupendo Anthony Hopkins nos regaló una actuación que quedará para la historia; pero ese papel fue pensado, en un primer momento para Louis Gosset Junior, actor hoy bastante olvidado. El papel no se le dio a él porque era afroamericano y la decisión no fue un acto racista, sino un acto de protección que el director y los productores debieron tomar para evitar conflictos con la comunidad negra (de todos modos la tuvieron con la comunidad gay, la cual se manifestó frente a las salas donde se exhibía la película quejándose porque uno de los personajes asesinos era, precisamente, gay). Es decir que la comunidad negra consiguió que un papel histórico y que cualquier actor querría para sí (lo reconoció el mismo Anthony Hopkins en una entrevista para el Actor´s Studio) le fuese dado a un blanco heterosexual de mediana edad (los cuales, por otra parte, parece que no pueden quejarse de que el noventa por ciento de los asesinos, violadores, estúpidos o lo que sea, les sea atribuido. Y está bien ¿por qué deberían hacerlo? Es sólo ficción ¿cómo es que nadie más parece notarlo?).

En síntesis, lo de siempre: con este tipo de medidas lo único que se consigue es «emparejar para abajo» en lugar de hacerlo, como corresponde, «para arriba». Creo que estas medidas van en contra de todas esas minorías mal representadas en la pantalla porque, por un lado siempre se tendrá la válida duda de si tal o cual actor o actriz de esas minorías consiguió su papel gracias a su talento o gracias a una ley que obliga al director a incluirlos en ella; y por otra parte, tampoco lograrán que se les brinden los mejores papeles, ya que muchas veces estos no son, precisamente, el de personajes buenos y bonitos, y como darle esos papeles puede ser considerado ofensivo (llegamos a la palabrita infaltable) para esas minorías, éstas quedarán relegadas, en su mayor parte, a mero relleno, a ser uno más del montón que se encontrará detrás del protagonista (y del malo, que será, casi siempre, como Anthony Hopkins en los noventa: blanco, heterosexual y de mediana edad).

¿Y qué pasa con el arte? Bueno, estamos hablando de Hollywood y de los Oscars ¿Quién necesita arte en este lugar?

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El vacío que se apodera de todo

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Que la sociedad moderna está yéndose al carajo a pasos agigantados es algo que todos sabemos y de lo que somos conscientes. Los ejemplos abundan y se encuentran por todos lados; no hay mas que abrir una red social, intentar debatir con alguien (de lo que sea), escuchar lo que se dice en la TV o en la calle. Todo, pero todo, absolutamente todo se ha vuelto vacío, mediocre, sin sentido. El posmodernismo ha hecho estragos en la mente de las personas y, como siempre sucede, destruir es mucho más fácil que construir, así que nos encontramos ahora, con otro problema: todo es cada vez más idiota y, al mismo tiempo (y por ello mismo) se hace cada vez más difícil revertir la situación. Han sido muchos los autores que se han dedicado a intentar defender a la razón y a la cultura de estos ataques incesantes; ¿pero cuánta gente lee esos libros en comparación con los que se dedican a demoler la cultura? De los muchos libros sobre el tema me permito recomendar dos: El asedio a la modernidad, de Juan José Sebreli y En defensa de la ilustración,  de Steven Pinker. Pero, como dije, hay mucho material sobre el tema, así que no es eso lo que falta, sino lectores…

Todo esto nace a colación de algo de lo que acabo de enterarme: existe el Museo de lo no-visible. ¿Y qué es esto? Pues, como su nombre lo indica, es un museo donde las obras no son visibles; eso es todo. La gente ingresa y lee unas tarjetitas adheridas a la pared y debe imaginarse la obra. La verdad es que conozco mejores modos de perder el tiempo… ¿Pero  esto es cierto? ¿Será verdad que se puede ser tan idiota? ¡Pues faltaba más! Claro que sí…

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Lo indignante no es que a alguien se le ocurran estas cosas; esto es algo más viejo que cualquiera de nosotros; pero sólo se mantenía dentro del juego intelectual (Alfred Jarry; Borges-Casares; Apollinaire; etc.); ahora no, ahora se le brinda un carácter de seriedad que es lo que lo vuelve profundamente repulsivo. Antes al menos teníamos al arte como refugio, hoy ya ni eso nos dejan. Han ensuciado todo.

He aquí, por ejemplo, una de esas obras de arte (imagínensela ustedes, claro). Pertenece al conocido actor James Franco, quien lamentablemente se ha sumado a esta payasada (y está bien, ellos son los astutos, los idiotas son los que van allí a sumarse a esa farsa o, peor aún, los que compran esas obras. James Franco vendió una a 10.000 dólares).

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James Franco

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James Franco

Barco del Capitán

Escultura, 2011

Un barco de vapor a gran escala en el que vivía el Jefe, en el río, para la película imaginaria e inacabada de James Franco, «Hojas rojas».

El barco de vapor estaba destinado a vivienda y dormitorio y esta réplica es un modelo a escala real que en realidad flota, aunque no tiene motor.

Tiene aproximadamente 10 metros de largo.

 

Esta no es la obra que vendió Franco; sino otra, la cual desconozco. Tenemos, por ejemplo, esta otra:

Jen Silver

Amor verdadero

Fotografía, 2011

Esta es una fotografía de tamaño natural de tu verdadero amor. Si aún no ha encontrado a su verdadero amor, se le revelará cuando mire esta obra de arte. Si ya has encontrado a tu verdadero amor, esta foto los captura en su momento más atractivo y entrañable. Cada vez que miras esta pieza, recuerdas instantáneamente lo que los unió y te enamoras de nuevo.

«…»

Bueno, ya; no hay mucho que agregar. Estamos rodeados y nosotros los hemos dejado. no voy a decir que la culpa es nuestra; pero vamos, dejar que los idiotas se apoderen de todo implica algo de responsabilidad de nuestra parte. Pero ahora que lo pienso, no está mal lo que hizo James Franco. Bajo el viejo adagio que dice Si no puedes vencerlos, únete a ellos, aquí me sumo y me declaro como AN-V;  es decir: Artista No-Visual. Aquí les dejo mi primera obra (la cual está a la venta por la ridícula suma de 5.000 dólares. lo acepto, no soy James Franco). Cualquier interesado, por ahí anda mi e-mail.

Borgeano - Torre Eiffel

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Sitio oficial del Museum Of Non-Visible Art, aquí.

Artículo con la noticia de la venta de la escultura de James Franco, aquí.

 

 

 

Tres novelas ejemplares y un prólogo (Miguel de Unamuno II)

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En la entrada anterior comencé parafraseando a Borges, ahora me explicaré un poco mejor. La idea de que algunos (si no todos) los escritores no tienen más que dos o tres ideas y que sólo se abocan a escribir variaciones de ellas, no es nueva ni descabellada. Si tomamos nota de los libros de nuestros autores preferidos veremos que en casi todas ellas subyace la misma idea base, los mismos ingredientes que, en otras proporciones, nos brindan un relato novedoso sólo en la superficie.

Esto, lejos de ser una crítica o una falencia es, más bien, algo inevitable; así que flaco favor nos haremos criticando esta situación (y, mucho menos, poniéndonos nosotros mismos en una situación diferente, como si realmente pudiéramos considerarnos por fuera de la ley general).

Las obsesiones de Unamuno no son más que un par: el absurdo o sinsentido de la vida y el horror a la muerte (el cual, bien visto, no es más que el corolario a la idea primera). Pero lo que quiero hacer notar aquí es el modo en que Unamuno expone este sinsentido. Por una parte, si bien el absurdo, expuesto a través de un drama clásico, lo viven y sufren todos los personajes —incluidos, no pocas veces, los niños—, el papel que desempeñan los hombres y las mujeres es bastante diferente. En general los hombres son las herramientas por las cuales los dramas se hacen patentes, pero los hombres en sí no son más que seres patéticos o desagradables. Las mujeres, en cambio, son las que, en general, salvan la historia o, para adentrarnos en el simbolismo de una vez por todas, son las que redimen a la historia. Y con esto no quiero decir que sólo redimen la historia que estamos leyendo; sino a la historia en su conjunto

En estas tres novelas ejemplares tenemos todos los ejemplos posibles: en Dos madres tenemos a Raquel y a Berta (el mal y el bien; la caída y la redención) y al inocuo de don Juan; un mero títere en las manos de las dos mujeres. En El marqués de Lumbría tenemos a Carolina y Luisa (los mismos roles que en la historia anterior) y a Tristán, otro juguete del destino personificado por las dos mujeres (sobre todo Carolina; porque en estas dos historias es el mal el que vence. Por cierto, en esta historia hay dos niños varones, los cuales no son más que otros dos objetos sólo útiles para los fines de esa mujer). Por  último, tenemos a Nada menos que todo un hombre, tal vez la historia más inclinada hacia lo masculino, tal como el título lo indica; al menos esto es así hasta el final, cuando descubrimos que la masculinidad de Alejandro no era más que una máscara y que Julia no era tan débil como aparentaba. La historia, el drama, es absurdo (lo dije) y el final, alla Shakespeare no hace otra cosa que acentuar ese patetismo en el que estamos inmersos.

Si la vida es un absurdo ¿cómo podemos pretender que el arte, después de todo, no lo sea? Estos libros de don Miguel de Unamuno tienen ya cien años encima y se leen, como corresponde con las obras que hablan de una circunstancia humana más que de una faceta de ella, con placer y no poco asombro. En algún momento futuro vendrán a esta casa su Niebla y su El sentimiento trágico de la vida. Pero no ahora. Sigamos, entonces, con otros absurdos no menos agradables.