La noche de la verdad, Albert Camus

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Cada tanto aparece en las mesas de novedades de las librerías algún volumen con «Textos recobrados» de tal o cual autor. En general esos libros tienen un carácter más bien hermano de la curiosidad que de la importancia literaria y, sobre todo, son hijos de la busca de beneficios rápidos por parte de las casas editoriales. El mes pasado fueron dos los libros que llamaron la atención del mundillo literario: El remitente misterioso y otros relatos inéditos de Marcel Proust y La noche de la verdad: los artículos de Combat, de Albert Camus.

Del primero no hay mucho para decir (no mucho bueno, al menos); el segundo ya nos regala más tela para cortar. Para empezar, debo reconocer que leí primero el de Proust, el cual, como dije, no merece mayor comentario; así que cuando tomé el de Camus ya venía mal predispuesto. Además, me pegunté qué valor tendría leer hoy una serie de artículos escritos en una revista política, subterránea, de hace más de setenta años; pero bueno, con echarle un vistazo no se perdía nada.

¡Y vaya maravillosa sorpresa que me esperaba en este volumen de breves pero concisos artículos políticos (y podría decir que también morales, aunque de manera indirecta) por un jovencísimo Albert Camus! No hay página que no nos golpee a la distancia, porque esos dos problemas que señalé: lo político y lo moral, son temas que también importan hoy y, aunque no estemos inmersos en una guerra factual, la gravedad de los asuntos que nos rodean bien nos hace ver que vivimos en una especie de estado de guerra de hecho, por otros motivos y circunstancias; pero no por eso menos grave o peligrosa.

Tomo nota de un par de citas (sólo un par, de lo contrario me vería impelido a copiar casi todo el volumen):

«No somos hombres que odien. Pero no nos queda más remedio que ser hombres justos. Y la justicia quiere que quienes han matado y quienes han permitido matar sean responsables por igual ante la víctima, incluso aunque los que encubrían el asesinato hablen hoy de doble política y realismo. Pues ese lenguaje es el que despreciamos».

«¿Qué es una insurrección? Es el pueblo en armas. ¿Qué es el pueblo? Es la parte de una nación que no quiere arrodillarse nunca».

«Esta París que lucha esta noche quiere mandar mañana. No por el poder, sino por la justicia; no por la política, sino por la ética; no por el dominio de su país, sino por su grandeza».

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Veo que las citas pierden algo de fuerza al ser sacadas del contexto y del tono general del libro; pero valgan, al menos, como pequeños ejemplos de lo que cada página de este magnífico libro contiene. La postura de Camus en plena ocupación nazi no deja de ser ejemplar en todo momento y, como todo ser moral y consecuente que se precie, no calla; y no lo hace porque es lo que corresponde que un hombre haga bajo esas circunstancias. Los nazis ―quienes por ese momento ocupaban la mitad de Francia con la anuencia del vergonzoso Régimen de Vichy― torturaban y mataban a franceses por docenas, y Camus arremetía no sólo contra ellos, sino contra los políticos colaboracionistas y contra la prensa que se doblegaba, temerosa, ante el enemigo (los artículos donde arremete contra la prensa con magníficos y deberían ser leídos por todos los periodistas y estudiantes de periodismo de la actualidad). Camus no, desde su trinchera señalaba a cada uno de ellos e impelía a sus compatriotas a seguir en la lucha por la liberación de su país. Defendía a los suyos desde todos los frentes y hasta llegó a enfrentarse a los ingleses, quienes por aquel entonces se mofaban de la posición francesa; pero todo esto ―y he aquí un punto de la mayor importancia― siempre desde la lógica, el argumento, la razón y el buen tono. Camus nunca se rebaja a la falacia, al ataque gratuito ni, mucho menos, a la injusticia. Su mayor fortaleza es simple: habla con la verdad y por la verdad. Nada más y nada menos que eso.

Por último, es inevitable (porque Camus es hijo de su época y yo lo soy de la mía) que haga un nexo entre estos textos, esta postura de Albert Camus y lo que veo hoy a mi alrededor. Seré breve: ¿Quién podría hoy compararse con aquel hombre y su accionar? Sinceramente, no veo a ninguno que, siquiera, esté a la altura de poder lustrarle los zapatos. Y con la falta que nos haría alguien así…

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Todos en capilla II

Mis queridos hermanos, estamos aquí reunidos para dar lugar a la palabra y sólo a la palabra que, en definitiva, es lo único que tenemos. Hoy abrimos nuestros libros y leemos a la hermana Pearl S. Buck, quien nos dice:

«No puedes obligarte a ti mismo a sentir algo que no sientes; pero sí puedes obligarte a hacer el bien, a pesar de lo que sientes».

Los sentimientos no son algo que podamos manejar a nuestro antojo; es cierto. No podemos enamorarnos de manera conscientes del mismo modo en que no podemos odiar eligiendo de antemano al objeto de ese sentimiento. Tenemos una relación sentimental con las cosas o con los seres que es independiente de nosotros; pero sí podemos hacer algo con respecto al modo en que nos conducimos con todos aquellos que nos rodean. Allí la apóstol nos recuerda las palabras de otro de nuestros imprescindibles hermanos: Jean Paul Sarte, cuando éste dice «El hombre está condenado a ser libre», con lo cual nos señala la necesidad de ser conscientes de que las elecciones que tomamos a lo largo de nuestra vida son nuestra responsabilidad y que, por ello mismo, debemos llevarla a cabo con plena conciencia (permítaseme la redundancia) de los alcances de cada uno de nuestros actos.

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¿Qué podemos hacer ante los avatares de la historia? ¿Cómo podemos cambiar el rumbo de aquello que sabemos que está mal? ¿Cuándo debemos comenzar a responsabilizarnos de nuestras palabras, de nuestras acciones, de nuestro pensamiento? La hermana Pearl S. Buck ya nos lo dijo:

«No puedes obligarte a ti mismo a sentir algo que no sientes; pero sí puedes obligarte a hacer el bien, a pesar de lo que sientes».

Es decir: Pensar, actuar, ahora.

Id en paz, mis hermanos, y que la paz esté con vosotros.

Un hombre es…

Sartre tiene una frase que dice “Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”. Esta es una de las frases más fundamentales de toda la historia de la humanidad, porque evidentemente desde que nacemos hacen de nosotros algo. Nosotros nacemos y nos hablan. Recibimos como una esponja palabras, palabras… Cuando empezamos a hablar decimos las palabras que nos dijeron. Es decir, no tenemos un lenguaje propio, creemos que dominamos una lengua y es esa lengua la que nos domina a nosotros. Pero alguna vez diremos una palabra nuestra y esta va a ser nuestra libertad. Entonces es cierto, está el lenguaje que nos condiciona, el entorno sociopolítico que nos condiciona, el inconsciente, todo eso, todo lo que quieran. Pero en algún momento, a partir de algún momento, tenemos que ser responsables de nosotros mismos porque somos lo que elegimos ser. Entonces bienvenida la frase “cada hombre es lo que hace, con lo que hicieron de él”.

Texto tomado de uno de mis filósofos favoritos, José Pablo Feinmann

Éste texto viene a cuento de algo que vengo masticando desde hace varios días: un profundo cansancio por la estupidez que me rodea. No es que me considere superior a nadie ni que me crea dueño de la verdad absoluta (si tal cosa pudiera existir) ni nada por el estilo; es, simplemente, que da mucha pena, bronca, pesadez, hartazgo, hastío, aburrimiento, cansancio, enojo (y así podría seguir) ver que la gente se limita a repetir como loritos entrenados las frases huecas (en el mejor de los casos) o tergiversadas (la mayor parte de las veces) que escuchan en la T.V: o en la radio. También en internet esas frases —vestidas con los ropajes de las ideas, como si fueran una de ellas— se encuentran por doquier. Así que durante un par de días publicaré algunos ejemplos de esto más las consideraciones que me despiertan.

Por lo pronto, y como dijo Sartre (nunca está de más repetirlo): “Un hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”; es decir: cada uno es responsable de sus actos, de ser lo que se es; de sus pensamientos y de sus ideas o de la carencia de ellas. Culpar de ello a alguien más no sólo es irresponsabilidad es, también, cobardía.