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En el capítulo 132 de Rayuela (debemos recordar que la «primera» versión de la novela termina en el capítulo 56, lo que quiere decir que del que vamos a hablar es uno de los que en general no son leídos), Cortázar se explaya, como siempre, en pensamientos hilvanados con gracia y sentido lúdico. Mientras alguien habla de algo, él se pierde en recuerdos de cafés en los que ha estado a lo largo del mundo, en una cita de Hart Crane y, por último, en una serie de recuerdos de sueños. En uno de ellos recuerda haberse sentido «como expulsado», dice, y concluye:
«Todo eso tendrá, me imagino, una raíz edénica. Tal vez el Edén, como lo quieren por ahí, sea la proyección mitopoyética de los buenos ratos fetales que perviven en el inconsciente. De golpe comprendo mejor el espantoso gesto del Adán de Masaccio. Se cubre el rostro para proteger su visión, lo que fue suyo; guarda en esa pequeña noche manual el último paisaje de su paraíso. Y llora (porque el gesto es también el que acompaña el llanto) cuando se da cuenta de que es inútil, que la verdadera condena es eso que ya empieza: el olvido del Edén, es decir la conformidad vacuna, la alegría barata y sucia del trabajo y el sudor de la frente y las vacaciones pagas».
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La pérdida inevitable del Edén debe ser terrible, pero nosotros, los que nacimos sin siquiera la posibilidad de haberlo entrevisto, estamos tan acostumbrados a esta sombra de felicidad que ya bien creemos que esto que nos rodea es la maravilla suprema (en lo personal no deja de llamarme la atención el hecho de que, cuanto más miserable sea la vida de una persona, más deseos de extenderla por toda la eternidad tengan; como si tal cosa fuera deseable en lo más mínimo).
Será por eso que tiendo a querer ir en sentido contrario: y por ello recuerdo a Bakunin, cuando dice: «Al buscar lo imposible el hombre siempre ha realizado y reconocido lo posible. Y aquellos que sabiamente se han limitado a lo que creían posible, jamás han dado un solo paso adelante».
Sí, por ahí va el camino que me gusta: el de la no aceptación de la conformidad vacuna, como dice Cortázar. Si este es todo nuestro paraíso, pues será cuestión de sacarle todo el jugo que tenga, sea mucho o poco lo que vayamos a obtener. Y es por eso que, aunque me gustan las palabras de Bakunin, prefiero la exposición más romántica de Alejandro Dolina: «… salgamos de una vez. Salgamos a buscar camorra, a defender causas nobles, a recobrar tiempos olvidados, a despilfarrar lo que hemos ahorrado, a luchar por amores imposibles. A que nos peguen, a que nos derroten, a que nos traicionen. Cualquier cosa es preferible a esa mediocridad eficiente, a esa miserable resignación que algunos llaman madurez…».
Tal vez sea ese la mejor manera de que, llegado el momento de abandonar el escenario, no tengamos que cubrirnos la cara con por vergüenza o llanto y que nuestro exit, stage left tenga más alegría que la que nos regaló Masaccio.