Queridos hermanos feliz estoy de verlos aquí, prestos a compartir la palabra del apóstol quien hoy nos trae su Regla número 4, la que se titula Sobre la relación entre las pretensiones y las posesiones y que reza así:
«Los bienes que a alguien nunca se le había pasado por la cabeza pretender, no los echa en absoluto de menos, sino que está plenamente contento sin ellos. Otro, en cambio, que posee cien veces más que aquél, se siente desgraciado porque le falta una cosa que pretende. También a este respecto cada uno tiene su propio horizonte de lo que a él le es posible alcanzar. Hasta donde se extiende, llegan sus pretensiones. Si un objeto cualquiera dentro de este horizonte se le presenta de tal manera que puede confiar en obtenerlo, entonces se siente feliz; en cambio es infeliz si surgen dificultades que le privan de la perspectiva de tenerlo. Lo que se halla fuera del alcance de su vista no ejerce ningún efecto sobre él. Esta es la razón por la cual el pobre no se inquieta por las grandes posesiones de los ricos, y por la que, a su vez, el rico no se consuela con lo mucho que ya posee cuando no se cumplen sus pretensiones. La riqueza es como el agua de mar: cuanto más se beba, más sed se tendrá».
Sí, la famosa dicotomía sobre la felicidad y el poseer aquí se condensa en sus términos y se reduce hasta el absurdo, si se quiere. Pero es así cómo se evidencia más y más el carácter secundario, efímero y totalmente trivial de las posesiones materiales cuando éstas ahogan al espíritu. Ese horizonte del que habla el apóstol es algo más que la mera línea que delimita el alcance de nuestra mirada; es también una metáfora de todo lo que puede, en nuestra vida, tener límite y tasa y eso no es más que… todo; absolutamente todo. Nos guste o no este carácter definitivo, allí está aunque nos pese. Aprender a convivir con él es lo único que podemos hacer.
Podéis ir en paz, y que no les pese esta finitud; si es necesario, incluso, podéis verla como una liberación, lo cual ciertamente es.