Todos en capilla IX

 

horizonte

 

Queridos hermanos feliz estoy de verlos aquí, prestos a compartir la palabra del apóstol quien hoy nos trae su Regla número 4, la que se titula Sobre la relación entre las pretensiones y las posesiones y que reza así:

«Los bienes que a alguien nunca se le había pasado por la cabeza pretender, no los echa en absoluto de menos, sino que está plenamente contento sin ellos. Otro, en cambio, que posee cien veces más que aquél, se siente desgraciado porque le falta una cosa que pretende. También a este respecto cada uno tiene su propio horizonte de lo que a él le es posible alcanzar. Hasta donde se extiende, llegan sus pretensiones. Si un objeto cualquiera dentro de este horizonte se le presenta de tal manera que puede confiar en obtenerlo, entonces se siente feliz; en cambio es infeliz si surgen dificultades que le privan de la perspectiva de tenerlo. Lo que se halla fuera del alcance de su vista no ejerce ningún efecto sobre él. Esta es la razón por la cual el pobre no se inquieta por las grandes posesiones de los ricos, y por la que, a su vez, el rico no se consuela con lo mucho que ya posee cuando no se cumplen sus pretensiones. La riqueza es como el agua de mar: cuanto más se beba, más sed se tendrá».

Sí, la famosa dicotomía sobre la felicidad y el poseer aquí se condensa en sus términos y se reduce hasta el absurdo, si se quiere. Pero es así cómo se evidencia más y más el carácter secundario, efímero y totalmente trivial de las posesiones materiales cuando éstas ahogan al espíritu. Ese horizonte del que habla el apóstol es algo más que la mera línea que delimita el alcance de nuestra mirada; es también una metáfora de todo lo que puede, en nuestra vida, tener límite y tasa y eso no es más que… todo; absolutamente todo. Nos guste o no este carácter definitivo, allí está aunque nos pese. Aprender a convivir con él es lo único que podemos hacer.

Podéis ir en paz, y que no les pese esta finitud; si es necesario, incluso, podéis verla como una liberación, lo cual ciertamente es.

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Todos en capilla VIII

 

sapere

 

Queridos hermanos, henos aquí nuevamente prestos a esparcir la palabra del apóstol a los cuatro vientos, como si de la música de las esferas se tratase. Abrimos nuestros libros y leemos la Regla número 3; la cual acoto aquí en la medida de lo posible, ya que se trata de un texto extenso que excede los límites de nuestro espacio, aunque no de nuestra intención:

«El mero querer, y también poder, por sí mismos no bastan, sino que una persona también debe saber lo que quiere, y debe saber lo que puede hacer. Sólo así dará pruebas de su carácter, y sólo entonces puede realizar algo con logro. Debemos aprender a partir de la experiencia qué es lo que queremos y de qué somos capaces. Anteriormente no lo sabemos, carecemos de carácter y a menudo debemos sufrir duros golpes que, desde fuera, nos fuerzan a volver a nuestro propio camino. Pero cuando finalmente lo hemos aprendido, entonces hemos conseguido lo que la gente llama carácter, es decir, el carácter adquirido. Según lo dicho no es otra cosa que un conocimiento lo más completo posible de la propia individualidad: es el conocimiento abstracto y por tanto preciso de las propiedades inamovibles del propio carácter empírico y de la medida y la tendencia de las propias capacidades mentales y físicas, o sea, del conjunto de capacidades y deficiencias de la propia individualidad. Esto nos pone en condiciones de desarrollar entonces de manera serena y metódica el papel que desempeña la propia persona».

Nuevamente podríamos decir que estas palabras son algo obvias; de hecho podrían sintetizarse en aquella máxima atribuida escrita en en el pronaos del templo de Apolo en Delfos: «Conócete a ti mismo»; pero también tiene un pequeño añadido del Sapere aude («Atrévete a usar tu razón») de Horacio. Y, al igual que el domingo anterior digo que no por obvias, estas palabras son menos necesarias, ya que su puesta en práctica no siempre es algo que se encuentre como bien común y puesta en práctica general. Así que aquí quedan y que cada cual haga con ellas lo que crea conveniente. El Evangelio se comparte, pero no se impone.

Todos en capilla VII

 

envidia

 

Queridos hermanos, otro domingo que nos encuentra aquí reunidos ante la palabra del apóstol de los apóstoles. La enseñanza de hoy no por breve será menos certera y digna de llevarla a la práctica. Tampoco, por obvia (dirá alguno) es menos necesaria de ser expuesta en términos claros y sencillos, ya que si bien algo de obvio hay en ellas, no es menos cierto que pocos son quienes las ponen en práctica en la debida medida. Veamos, pues que nos dice el hermano en su Regla número 2:

«Evitar la envidia: numquam felix eris, dum te torquebit felicior «Nunca serás feliz si te atormenta que algún otro es más feliz que tú», Séneca, De ira, III, 30, 3. Cum cogitaveris quot te antecedant, respice quot sequantur «Cuando piensas cuántos se te adelantan, ten en cuenta cuántos te siguen», Séneca, Epistulae ad Lucilium, 15, 10».

«No hay nada más implacable y cruel que la envidia: y sin embargo, ¡nos esforzamos incesante y principalmente en suscitar envidia!».

Como dije más arriba, suena obvio; pero no lo es tanto si tomamos nota de cuántas veces nos asalta este sentimiento pernicioso y vano. Y no olvidemos prestar atención a la última sentencia del apóstol: no sólo no debemos sentir envidia sino tampoco debemos intentar provocarla en el otro. La paz se consigue trabajando en uno mismo pero, al mismo tiempo, debemos trabajar en el bien común, general, empático en toda su amplio sentido y alcance.

Vayamos en paz, entonces, y disfruten este domingo donde el sol ha salido para todos con igual fuerza e intención, sin fijarse en nuestras menudas diferencias.

Todos en capilla V

 

Humildad

 

Queridos hermanos, estamos aquí reunidos para compartir y esparcir la palabra divina (háganlo como ustedes quieran, compartiendo, practicando, meditando, haciendo estallar cada una de estas palabras, si es que las consideran válidas en algún punto). Hoy compartiremos la enseñanza de nuestra hermana Virginia Woolf, quien de entre sus muchas enseñanzas extraemos ésta (y quiero hacer constar que pocas veces este azaroso sermón dominical se verá engalanado con palabras  mejores que estas. Seré sincero, tal vez un poco más de lo habitual: creo que estas palabras deberían estar grabadas en piedra como aquellas otras que permanecen del hermano Epicuro en algún muro derruido de Atenas); dice la hermana Virginia: «No hay prisa. No hay necesidad de brillar. No es necesario ser nadie salvo uno mismo».

¡Cerrad las puertas del templo, hermanos! ¡Ya está todo dicho! ¡No hay nada que agregar! ¿Cómo puede decirse tanto con tan poco? Pues siendo como la hermana Virginia, supongo. Releo esas palabras con la intención de agregar algo y veo, noto, comprendo, que eso no me será posible ni ahora ni nunca. Esas palabras me golpearon en el rostro como un puño de acero y cuando me levanto de este nock out técnico sólo atino a asentir en silencio y a agradecer a la hermana Virginia su iluminación. ¿Qué es la vida, después de todo? No lo sé; sólo sé que «No hay prisa. No hay necesidad de brillar. No es necesario ser nadie salvo uno mismo».

Todos en capilla IV

 

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Queridos hermanos, nos encontramos otra vez aquí, luego de tanto tiempo, para compartir la palabra divina; esa que siempre deberíamos tener presente y pasar a nuestra posteridad, la que se está en manos de nuestro pequeños, sean hijos, nietos o lo que la vida nos haya regalado y puesto frente a nosotros.

Hoy nos adentramos en el capítulo altruismo y leemos al hermano Albert Einstein, ese alemán más citado que leído, quien nos recuerda que «Comienza a manifestarse la madurez cuando sentimos que nuestra preocupación es mayor por los demás que por nosotros mismos». ¡Qué sencillez de pensamiento y de exposición, hermanos! Lo que nos dice el apóstol Albert es que mientras estamos pendientes de nuestro ombligo, de nuestra imagen, de nuestro pequeño, diminuto, inconsistente yo, en realidad no hemos superado aún la etapa infantil de nuestras vidas. De allí la importancia del reconocimiento del otro y de la necesidad de comprender al otro y, sobre todo, de ayudar al otro. Nada más y nada menos que el despojarse del egoísmo improducente y banal y comprender que todos somos uno y lo mismo.

Alguno habrá (lo hay, puedo probarlo) que dirá que cuando somos altruistas en realidad estamos buscando el propio placer, ya que el actuar desinteresadamente en beneficio de otro sentimos en nuestro interior una sensación de paz y bienestar pocas veces igualadas y que en realidad es eso lo que estamos buscando; es decir, entonces, que no ayudamos de manera desinteresada. Más yo les digo ¡Y eso qué importa! ¡Seamos egoístas, entonces, si esa es la forma de expresar esa faceta nuestra! ¡Qué importa si buscamos el placer propio o no! Darle la mano al que la necesita no debería ser objeto de tanto análisis ni de tanto trabajo intelectual. Ante el sufrimiento de los demás, recordemos (mejor aún: sintamos) las palabras del hermano Albert y seamos adultos, bien adultos y seguros  en nuestro proceder.

Ahora, nos damos las manos, sentimos a cada hermano en ese contacto y nos vamos en paz llevándonos un pedacito de cada uno (de cada otro) con nosotros mismos. Hasta el próximo domingo.

Todos en capilla

 

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Queridos hermanos, estamos aquí reunidos para compartir la palabra de nuestros apóstoles y esparcir la buena nueva a los cuatro puntos cardinales. Abramos nuestros libros y leamos el versículo de nuestro apóstol Friedrich Nietzsche, quien nos dice:

«No es la falta de amor, sino la falta de amistad lo que hace a los matrimonios infelices».

¿Qué es lo que nos dicen estas palabras, hermanos míos? Hoy el amor es considerado como un sentimiento maravilloso y mágico que se encuentra de forma azarosa cuando dos personas se encuentran y algo inexplicable ocurre entre ellos. Esa tonta idea es hija de Hollywood y de sus fantasías más que de la realidad. Así las personas olvidan que el amor es un sentimiento que se construye con base en diversos ingredientes y que debe hacerse día a día, momento a momento. Respeto, amistad, paciencia, diálogo, lealtad son algunos de ellos y si alguno falla no habrá guión ni Hollywood que salve al matrimonio del desastre.
El apóstol, en otro versículo notable, también nos dice:

«La esencia de todo bello arte, todo gran arte, es la gratitud».

 

Ruth

 

El significado etimológico de amistad no ha podido ser determinado de manera fehaciente; pero se cree que proviene del latín amicus (amigo) y éste de amore (amar). Por su parte, gratitud proviene de la cualidad de gratus (agradable, bien recibido, agradecido). Como se ve, todos estos términos están estrechamente relacionados y se solapan y enriquecen los unos a los otros.
Ahora, si unimos ambas ideas podemos decir que un buen matrimonio es aquel que se construye día a día, tal como se hace como con toda buena obra de arte. Se construye con el objetivo consciente de lograr una obra bella y sólida de la que se puede estar plena y orgullosamente agradecido.
No olvidemos que también el término matrimonio significa algo más que la unión de una pareja tradicional; también el término incluye a toda unión sentimental honesta: familiar, amistosa y, hasta podríamos decir, laboral. El amor, hermanos, se construye, no se encuentra a la vuelta de la esquina.

Que la paz esté con vosotros.