Marilyn Monroe tenía entre sus posesiones personales decenas de copias de esta fotografía tomada por Cecil Beaton el 22 de febrero de 1956 en New York. Era, según ella misma reconocía, su preferida, y la utilizaba para responder a las solicitudes de autógrafos y a las cartas de sus admiradores.
[…] Lo que sorprendió sobremanera a Cecil Beaton fue la capacidad de Marilyn para transformarse sin cesar, para no quedarse fija en ninguna postura, para ofrecer al fotógrafo una infinita variedad de sí misma, con una aparente ausencia de inhibiciones que cohabitaba con una gran inseguridad.
Vio en ella una figura de paradojas múltiples, sirena hecha realidad y también equilibrista sobre una cuerda, mujer fatal y niña ingenua, última encarnación de un retrato de Geuze o de un rostro del siglo XVIII en el mundo, tan contemporáneo, de las medias de nailon, de las bebidas refrescantes, de las juke-box, y de los drive-in. En cuanto a esta foto, Marilyn se ha apoderado de un clavel de un ramo para ponérselo en la boca, como un cigarrillo, para luego tenderse en un sofá y colocarse la flor cruzada sobre el pecho, en un además tan protector como ofrecido.
En un largo texto de dos páginas, Cecil Beaton resumía así la trayectoria fulgurante de la estrella: «Surgió de la oscuridad para trocarse en el sex-symbol de la posguerra, la pin-up de nuestro tiempo. Y aunque las agencias de prensa, la fábrica del mito, contribuyeran a poner la maquinaria en marcha, fue so propio talento —tan singular— lo que le permitió levantar vuelo. Transfigurada por la maravilla esplendente del tecnicolor, avanzó como un basilisco ondulante, quemándolo todo a su paso, salvo las matas de romero. Su voz posee la suavidad de la seda, del terciopelo.»
Hotel Ambassador, New York, 1956