Yuriria, Guanajuato

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Yuriria 01

Foto: Borgeano

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El monumental convento se yergue solitario bajo un sol que cae recto sobre él y mí. Se lo conoce simplemente como el Convento de Yuriria, pero en realidad debería llamárselo como Antiguo Convento de San Agustín o como Convento de Yuririhapúndaro (este término purépecha significa, literalmente, Lugar del lago de sangre). No hay edificación alguna por detrás que le sirva de decorado moderno —tal como ocurre en casi cualquier otro sitio del mundo, donde este tipo de construcciones antiguas ya ha sido casi ahogada por edificios que las superan en altura, aunque nunca en belleza— y esa silueta, entonces, recortada sobre el celeste sin degradé del cielo que nos sirve de telón de fondo, hace que su aspecto sea aún más sólido e imponente. Su arquitectura es curiosa, al menos si la comparamos con las construcciones propias de mediados del siglo XVI, al que pertenece. La fachada de la iglesia nos muestra un estilo plateresco, lo que la hermana a la Universidad de Salamanca, por ejemplo; pero no hay simetría que nos permita la tranquilidad de la imagen centrada, precisa, equilibrada. El edificio parece moverse hacia uno u otro lado, depende desde donde lo observemos. Se tiene la sensación de que no fue construido de una manera ordenada, estudiada de antemano; sino que parece que luego de haber construido la iglesia (con su forma de cruz, clásica) fueron agregándose más y más estancias a medida que se iban necesitando o tal vez por capricho o deseo de algún lejano obispo.

Me asalta, aquí también, la idea, la imagen, de la dualidad. Entro al convento y entro a otro mundo; no sólo porque, evidentemente, las sensaciones que produce acceder a los pasillos que rodean a sus dos patios interiores o a los secundarios que se internan hacia las habitaciones u otras dependencias del convento parecen llevarnos a un pasado de manera directa: los frescos se han ido deteriorando y sólo quedan pocos de ellos en buen estado, las nervaduras en los arcos de los techos, los viejos utensilios de madera que deben pesar decenas de kilos; el viejo mecanismo de un viejo reloj que en conjunto mide más de dos metros de alto; las gárgolas, pequeñas, que adornan allí arriba los arcos sostenidos por columnas dóricas; sino porque el cambio de luz y de temperatura hace que todo se acentúe más aún. Yuriria resplandece bajo un sol que parece arrancar iridiscencias hasta de las mismas piedras. Todo es color y calidez; todo brilla y se destaca y produce una sensación de bienestar que hace olvidar al mundo en sí y solo se anda, se camina, se pasea y siempre parece la misma hora, el mismo momento del día (la noche, para estar a tono, parece caer de manera sorpresiva); en cambio al entrar al convento se ingresa al mundo de la oscuridad; del frío que recorre los pasillos en forma de corriente de viento; del silencio; del olvido. Se recorre esos pasillos agustinos y se observa con atención las marcas en la piedra, algún detalle aún visible en algunos de los frescos. Se ingresa a las pequeñas habitaciones de los sacerdotes y se mira por las ventanas hacia el lago que está allí cerca (en una de ellas, cuyos postigos estaban clausurados, cierro la puerta y me quedo adentro por algunos minutos, en una oscuridad de celda casi absoluta. Me gusta el silencio y este no me resulta opresivo, pero creo que no muchos podrían hoy soportar estar allí por mucho tiempo. Pienso en lo que pensaría el hombre que allí paso gran parte de su vida).

Dentro del convento se pierde la imagen del exterior. Lo que afuera parece una sucesión algo caótica y que pasa de ser iglesia a castillo medieval, más allá tal vez a cárcel y más allá aún a sólo una mera pared (de piedras, en lugar de ladrillos, lo que también indica un cambio de material además de un cambio de forma) adentro es una sucesión ordenada de pasillos y habitaciones; de patios y dependencias. Entonces uno debe salir, volver a rodear al convento y a observarlo con detalle, intentar ubicar cada cosa que acaba de verse en el interior desde afuera, darse cuenta de que esto no es posible y, así, convencerse de que hay tiempos simultáneos o paralelos; y que uno puede vivir en todos ellos, si así lo quiere.

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Un par de fotos más. Para verlas en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.

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Huellas.

IMG_20160807_145712Acabo de visitar el antiguo Convento de María Magdalena; convento agustino ubicado en Cuitzeo, en México. El convento, construido en el siglo XVI (los trabajos comenzaron en 1550 y se terminaron apenas comenzado el siglo XVII) es hoy un museo que se visita con agrado y con no poca sorpresa. Las extensos y silenciosos pasillos, las enormes salas donde funcionaban la biblioteca o el comedor diario, las pequeñas habitaciones de los monjes, los baños comunitarios; todo está en perfecto estado, pero rodeado de soledad y silencio. Aprovecho que no hay nadie para meterme en una de las pequeñas habitaciones sin ventanas (más bien una celda que una habitación) y cierro la puerta. Me quedo algunos minutos en silencio, sintiendo la opresión de la oscuridad absoluta. En la amplia sala donde funcionaba la biblioteca intento imaginar la disposición de los muebles y a los monjes leyendo en silencio. Salgo a una terraza para observar desde lo alto a los parques que rodean al convento y una de las baldosas me llama la atención:

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Sin duda, el perro pisó el barro fresco que formaba una de las tantas losas y así ese barro fue cocido. Así, también, fue colocado en ese sitio en particular. Imagino al trabajador que colocó esa baldosa en aquel sitio y me pregunto si lo hizo a propósito; si de alguna manera supo que alguien, muchos, muchos años después iba a ver esa huella y a preguntarse por aquel perro y por aquel albañil hoy desconocidos. Ambos están aquí y ambos no lo están. ¿Es esto un mensaje dejado adrede o un recordatorio involuntario?

Un perro, hace cuatrocientos cincuenta años, cruzó por sobre un trozo de barro. Un albañil, por aquel entonces, colocó una baldosa en esa terraza; y ambos saludan, a quien quiera verlos, desde ese mismo punto. Cuando me alejo me doy cuenta que yo no he dejado ningún mensaje, ninguna señal para ese futuro visitante que tampoco me conoce, ni sabrá jamás de mí.