Catulo ya lo sabía

Leyendo el estupendo ¡Viva el latín! Historia y belleza de una lengua inútil, de Nicola Gardini, me encuentro con un par de perlas que no puedo dejar de compartir (hoy dejaré una de ellas, en otro momento compartiré la otra y, supongo, lo que me queda de lectura me deparará alguna más).

El libro de Gardini está organizado de un modo sencillo: luego de unos primeros capítulos donde expone su propia historia de amor y pasión por el latín, Gardini dedica el resto de los capítulos a analizar a los autores clásicos y a señalar los detalles de la lengua latina y otras cuestiones particulares. Del capítulo cuarto, el dedicado al poeta veronés Catulo, copio el siguiente fragmento:

«[…] Y el poema 51 nos acerca a una de las palabras más latinas que podamos imaginar: otium. Catulo, dirigiéndose a sí mismo por el nombre (cosa que hace también en otro lugar), dice: «otium, Catulle, tibi molestum est». […] ¿Pero qué es el otium que tan funesto resulta para el poeta y que, como se explica en los últimos versos, ha hecho que se perdieran reyes y urbes enteras? Traducirlo como «ocio», es decir, con la palabra que deriva directamente de él, es restrictivo, aunque no se pueda traducir de otra manera. Para nosotros, el «ocio» es un holgazanear, un pasar el tiempo instalados en la vacuidad. En la mentalidad romana, el otium es una manera de vivir, es lo opuesto al negotium, la actividad política o pública en general, y se identifica con el estudio y la contemplación. Entre ambos ideales fluye una tensión muy conflictiva. En teoría, deberían compensarse; en la práctica, son mutuamente excluyentes. El otium puede no ser una elección, sino un exilio del negotium, que para los romanos de la era republicana representa sin duda la más alta forma de vida. Para Catulo, en cambio, el otium es una opción polémica, una desvinculación orientada al ejercicio de la poesía, aunque ni mucho menos apolítica, sino más bien llena de pasión civil y de indignación, porque su poesía, aunque parezca fresca e individualista, tiene como objetivo una renovación de la ética social mediante la defensa de valores como la lealtad o la justicia. Catulo detesta la corrupción, la traición y la frivolidad, tanto en las personas que gozan de su afecto como individuos que rigen el Estado, empezando por Julio César».

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Catulo – 84 a.e.c. – 54 a.e.c.

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Repito aquí lo que me he encontrado repitiendo a lo largo del último año: ya todo ha sido dicho, sólo hay que mirar a la historia. La que para muchos es un novedoso debate o forma de pensamiento y que enfrenta a las artes liberales contra las disciplinas prácticas, ya estaba planteada y respondida hace más de dos mil años. La dicotomía «ocio / negocio» (al ser de raíz latina vemos cómo aún se mantiene la etimología en nuestro idioma) queda zanjada con la expresión: «En teoría, deberían compensarse; en la práctica, son mutuamente excluyentes. El otium puede no ser una elección, sino un exilio del negotium» y, al final de la exposición de Gardini, cuando dice: «Catulo detesta la corrupción, la traición y la frivolidad, tanto en las personas que gozan de su afecto como individuos que rigen el Estado, empezando por Julio César».

Es decir: la ética como herramienta fundamental de la conducta humana, no importa si se trata de nuestro propio círculo íntimo o del presidente. La ética que nos obliga a buscar la verdad y, después, a exponerla; porque esa misma ética hace que lo segundo sea una consecuencia de lo primero. ¿Y dónde se encuentra esta forma de sabiduría? Pues nada menos que en la poesía y, por extensión, en las artes liberales. Es allí donde podremos convertirnos en seres independientes y soberanos; no en la practicidad de lo trivial y, mucho menos, en la productividad desbocada.

Catulo ya lo sabía. Nosotros todavía lo estamos discutiendo.

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El arco o la ballesta

 

Baallesta

 

Los movimientos sociales o culturales son siempre bienvenidos si partimos de la idea de que todo movimiento implica evolución y que, por el contrario, todo conservadurismo implica un anclar las cosas en un solo y único estado, sin permitir modificación alguna sobre ellas. Está muy bien, entonces, adentrarse en el camino del movimiento y del cambio, pero siempre y cuando pongamos en funcionamiento, para ello, las capacidades críticas que tenemos como especie y no solamente el deseo personal o las conveniencias particulares, que más bien parecen propias de la animalidad que de la humanidad de la que decimos formar parte.

Esto viene a colación porque, últimamente, he notado un acentuado deseo de imponer ciertas normas artificiales —cuando no delirios absolutamente personales— al conjunto de la sociedad, como si se pudiese establecer por ley lo que no puede ser ni siquiera considerado por costumbre. Ahora cualquiera pretende que su postura personal sea considerada en igualdad de condiciones con la lógica, la ciencia, la moral o la justicia según su buen parecer y bajo la premisa absurda del «Yo soy igual que todos y la opinión de uno es igual a la de cualquiera». Bajo esta fachada de igualitarismo (el cual parece fabricado en un jardín de infantes más que en una universidad) encontramos, generalmente, las verdaderas razones de su existencia: una victimización constante, una notable incapacidad para la superación personal, una patética necesidad de obtener la lástima ajena.

 

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Es fácil reconocer a estas personas: hablan siempre desde el yo, nunca desde la abstracción y, por supuesto, prefieren las anécdotas a los razonamientos. Es por eso que haría falta recordarles, antes de cada debate o cruce de palabras, aquella sentencia de Samuel Johnson: «El testimonio es como una flecha disparada desde un arco largo; la fuerza de la misma depende de la fuerza de la mano que la arrojó. El argumento es como una flecha disparada por una ballesta, que tiene siempre la misma fuerza, aunque la haya disparado un niño».

Dediquémonos, entonces, a las ballestas y sus flechas certeras y, cuando veamos a alguien acercarse con un arco largo, dejémoslo pasar de largo, rumbo al arenero donde juegan los niños del jardín de infantes.

Achicando el círculo.

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Hablé ayer de cierto hastío o cansancio provocado por políticos o religiosos. Pensaba hoy hablar de uno de esos temas, pero lo dejaré para más adelante. Hoy quiero aclarar un poco lo que debí haber dicho ayer. Para empezar, el cansancio por esos temas está potenciado por la mediocridad que se encuentra en la población en general. Los políticos y religiosos son harina de otro costal, no es nuevo que estas personas viven de la miseria ajena; pero que sean los mismos miserables quienes los aplaudan, potencien apoyen y defiendan me parece la quintaesencia del patetismo. Intentar discutir con alguien de cualquiera de estos temas es adentrarse en un terreno plagado de lugares comunes, conceptos mal entendidos o, lisa y llanamente, maledicencia o estupidez.

Es un lugar muy común oír la expresión “Yo no discuto de política o religión” (suele completarse la tríada con el fútbol). ¿Y por qué no discutir, precisamente, de temas tan importantes? El problema no está en los temas en sí; sino en los oponentes. Todo el mundo está convencido o más que convencido de que es él quien tiene razón y con eso es suficiente. No cabe la más mínima posibilidad de que el otro pueda tener algún argumento válido o alguna idea que enriquezca los puntos de vista, no. El otro es siempre un ignorante que no entiende nada. Eso de ignorante no es gratuito; es el insulto preferido de quienes suelen participar de estas discusiones que deberían ser un ámbito de enriquecimiento y de debate (¿tal vez habría que cambiar de términos y dejar de llamarlo “discusión”?

La clase media suele ser la peor de todas. La clase media es, hoy, aquella que ha logrado cierto nivel de vida que le permite acceder a comodidades varias, las cuales se traducen en la posesión de objetos: el primero de ellos, la TV; el segundo la computadora y el acceso a internet y luego vienen, de ser posible, el auto y los demás aparatos domésticos. Estoy seguro de que uno puede medir el nivel intelectual de los habitantes de una casa midiendo el tamaño de la TV. Generalmente la proporción es directamente inversa: a mayor tamaño de la TV menor la capacidad intelectual de sus propietarios. Lo mismo ocurre con internet: a mayor tiempo frente a la pantalla, menor capacidad crítica. Y así nos va. Impedidos de comunicarnos si no es por medio de mensajitos inocuos o de salas de chat que nunca pueden transmitir las cadencias y las inflexiones de nuestra maravillosa voz, vamos alejándonos los unos de los otros, vamos separándonos físicamente y vamos dejando de discutir, dialogar o debatir, términos todos que entre personas adultas y bien entendidas son casi sinónimos, porque lo que prima es el compartir con el otro, no el meter un gol de media cancha con un pseudo argumento; quienes así se comportan ni siquiera tienen en cuenta que, en una discusión, gana más el que pierde, porque al menos aprende algo.

Nuevas incógnitas (¿sí o no? ¿Hasta qué punto?)

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Hace unos días mis amigos me brindaron la satisfacción de un estupendo debate en la entrada Monarquía sí, monarquía no. En los comentarios, la siempre adorable (no sé cómo lo hace) Redalmados, propuso un debate similar pero considerando el tema de las corridas de toros. Queda entonces planteado el tema: corridas de toros ¿sí o no?

Presumo (pero bien puedo equivocarme en este punto), que aquí no habrá tanta diferencia de opinión como en la entrada que mencioné antes. Así que me atrevo a ampliar un poquito más el tema; tratándose de diferencias culturales ¿hasta qué punto es lícito permitir que una tradición sea mantenida cuando los valores que proponen han cambiado con el paso del tiempo? Las corridas de toros son un ejemplo de esto, pero podríamos extenderlo a otros asuntos, entre ellas algunas costumbres religiosas (como la ablación de órganos por parte de la comunidad musulmana; los rituales de las religiones animistas (las cuales suelen utilizar animales como sacrificios); o el simple uso del velo en una sociedad laica y liberal, como son las europeas y americanas actuales.

Así que quedo en manos de ustedes, quien quiera participar, bienvenido sea.

NOTA: lo único que quisiera pedirles es, tal como ocurrió el otro día, que mantengamos las formas y el buen gusto. Por más que ciertos temas nos muevan a opiniones fuertes (las mías, en estos temas de hoy, son visceralmente radicales, si vamos al caso), hagamos el esfuerzo de trazarnos límites y respetémoslos (los invito a leer los estupendos comentarios de la entrada destacada; son una muestra maravillosa de ello).