Dignidad. Ésa es la palabra que sirve de eje a este breve pero importante texto de Víctor Hugo Morales, periodista, locutor y relator deportivo uruguayo, radica ya hace muchos años en Argentina. El libro fue publicado originalmente en 1998 y hoy se reedita sin cambio alguno. esto, que podría parecer un dato secundario es, por el contrario, algo de vital importancia. Un grito en el desierto es un análisis socioeconómico de la Argentina de fines del siglo XX, esa Argentina que desembocaría en la triste y dolorosa crisis del año 2001 y la misma que hoy recorre Europa en mayor o menor grado según unos pocos grados de longitud este u oeste. Víctor Hugo (como se lo conoce popularmente) evita toda exposición erudita y se adentra en la médula misma del problema central del neoliberalismo: la destrucción del entramado social, la destrucción del sistema de producción, la destrucción de las redes solidarias (y hasta del mismo espíritu de solidaridad en sí), la destrucción del sistema educativo y hasta la destrucción de los valores morales. Todo ello acompañado especularmente por su contrapartida utilitaria: división social (ensanchamiento de la brecha entre ricos y pobres, inseguridad, etc.), desfasaje económico hacia el sistema especulativo, alto porcentaje de ausentismo escolar, egoísmo basado en imposible acceso a las necesidades básicas.
Pregunta básica: ¿Qué crea el neoliberalismo? Pues nada. Ésa es la única respuesta válida. Al neoliberalismo le conviene la más absoluta pobreza en la mayor proporción posible de habitantes. De ese modo se consigue mano de obra barata y, mejor aún, desesperada. De ese modo el empleado trabaja más horas, hace un trabajo más pesado, acepta un sueldo menor y, además no se queja. El miedo a perder esa única fuente de ingresos lo hace pasible de un sistema que todos suponemos erradicado: la esclavitud. «Mire amigo, ésas son las condiciones de trabajo. si no le gusta hágase a un lado que hay dos millones de personas que están deseosas por hacerlo. Y algunos incluso por menos…». Trabajo esclavo. Trabajo infantil. Abuso, no sólo económico sino también sexual (¿cuántas jefes o dueños han usado el poder del miedo a perder un trabajo para que una joven o una mujer se le entregue a sus deseos?). Todo ello da vueltas una y otra vez sobre el mismo punto: la dignidad humana y su destrucción (uso y repito esta palabra con intención. Pocas veces estuve tan seguro de que no cometo un error al incluir el mismo término todas las veces que crea necesario) programada. No hay página en este libro que no gire en torno al término dignidad, ya sea de manera directa o evocándolo a través de ejemplos o de la exposición de la misma realidad.
Hoy, mi amiga Claudia Snitcofsky (aquí iba a escribir casualmente pero decidí que el término no era correcto, ya explicaré por qué) me pasó el siguiente enlace:
202 Millones. Un simple número. Doscientos dos millones. 202.000.000. Como les resulte más claro. Y eso sin contar los trabajadores esclavos, los subempleados, los desempleados «falsos» (en el Censo Nacional Argentino, en aquella década del noventa si una persona había trabajado cierta cantidad de horas mensuales no se lo consideraba como a un desempleado) y ni hablar de aquellos que ni siquiera figuran en las estadísticas).
Ahora me permitiré un par de notas personales. Sé que el post se me ha ido de las manos y que ya es demasiado extenso para el gusto general de la blogósfera; pero es lo que hay y se me impone como una necesidad imperiosa. Para empezar, debo reconocer que la lectura de Un grito en el desierto no me fue sencilla; por el contrario, en muchos momentos fui presa de una profunda angustia porque yo mismo he sido una de esas víctimas de las que se habla aquí. Hacia el final del libro, VHM relata la partida hacia el extranjero de toda una familia, partida al extranjero que es la única salida posible para poder salvar eso de lo que venimos hablando desde el principio: su dignidad. El libro fue publicado en 1998. Por aquel entonces yo era gerente de un restaurant de muy buena categoría. Estuve más de un año sin cobrar mi sueldo. Vivía sacando «vales» (pequeños adelantos) cada quince días o algo así. Cuando el restaurant quebró (aun tengo, como recuerdo de mi indemnización, tres cheques que nunca pude cobrar y que nunca podré hacer) me llamaron de otro, donde ya conocían mi trabajo. Nunca me pagaron. A los tres meses me fui de allí y sólo pude cobrar yendo todas las semanas y recibiendo lo que me daban. Luego de ello, estuve siete meses sin trabajo. Fue entonces que tuve que irme a trabajar a otro lugar, el que, como muchos ya saben, fue los Estados Unidos (nada menos). Mi amiga Claudia Snitcofsky también fue una de ellas y es por eso que no es una casualidad que Claudia me envíe enlaces como el de más arriba: ella también hoy siente como propia esa lucha por aquellos que hoy están pasando por lo mismo que pasamos nosotros hace quince años. No importa en qué parte del planeta, no importa la raza o el sexo o la edad o el nivel educativo. No importa nada. La lucha por la dignidad del hombre debe ser la que señale nuestro rumbo, es la única manera de sentir que no todo está perdido.
Nota posterior. Ya que esto está largo, voy a hacerlo más largo aún. Es un documental de 43´. Ahí está.