
William Thornton, 1804
Durante la quema de Washington en la guerra de 1812, cuando un cuerpo expedicionario británico emplazó un cañón frente la Oficina de Patentes, el superintendente William Thornton se puso ante el imponente arma y exclamó: «¿Ustedes son ingleses o sólo godos y vándalos? Esta es la Oficina de Patentes, depositaria del ingenio de la nación americana, en la que todo el mundo civilizado está interesado. ¿Se atreverían a destruirla? Si es así, disparen y dejen que la carga pase a través de mi cuerpo».
Se dice que el efecto de las palabras de Thornton fue mágico para los soldados y que eso salvó a la Oficina de Patentes de la destrucción. Cuando el humo desapareció del atroz ataque, la Oficina de Patentes fue el único edificio del Gobierno que quedó en pie.
Bonita historia (si es que puede aplicarse el adjetivo al resto de esa muestra de barbarie) la del muy loable William Thornton. Pero no puedo dejar de pensar que es una pena que los norteamericanos actuales no hayan tomado el ejemplo de ese hombre tan particular. Pienso en la destrucción que ese país lleva donde quiera que ponga sus sucias manos y en el descarado atropello con que trata a toda muestra de civilización. Pienso en la Biblioteca de Bagdad, destruida casi hasta los cimientos por bombardeos cobardes (tal como lo narra Fernando Báez en su Historia universal de la destrucción de libros) y por los robos de los mismos invasores para que ese material terminara donde suelen terminar todas las maravillas culturales de la humanidad: en los Estados Unidos, en Alemania, en Inglaterra, en Francia, en España, en Italia (no piensen que exagero con esto; sólo piensen dónde se encuentran los grandes tesoros de Grecia, Egipto, del Imperio Maya o Inca).
Es una pena, insisto, en que la modernidad les haya enseñado tan bien a algunos como para robar la historia, pero nunca para ponerla en práctica.

Biblioteca de Bagdad, abril del 2003