Asilo.

Kurdish refugee boy from the Syrian town of Kobani holds onto a fence that surrounds a refugee camp in the border town of Suruc, Sanliurfa province

Poco a poco voy poniéndome al día con los blogs amigos o con los que puedo visitar en la medida de mi tiempo. Hoy me encontré con una entrada en le blog de María G. Vincent que no puedo dejar de enlazar con algo que acabo de leer. La entrada será un poquito extensa, pero hay cosas que no pueden o no deben ser tomadas a la ligera. El texto de María, referente a los refugiados que están intentando llegar a Europa, es uno de ellos, escrito desde el dolor y la impotencia de quien se encuentra con las limitaciones propias de cada uno de nosotros en casos como este. El texto que yo quería compartir y que iba a recortar un poco es de Fernando Savater y voy a dejarlo completo porque sí, porque vale y porque, como dije, hay temas que no pueden ser tomados a la ligera.

«Una de las mentes más lúcidas y vigorosas del pensamiento contemporáneo, Hannah Arendt, profetizó que nuestro siglo acabaría marcado por la existencia masiva de refugiados, fugitivos, gente desposeída de todos sus derechos y obligada a buscarlos lejos de su patria. Acertó plenamente, por desdicha. Las imágenes de los que huyen de la guerra, del racismo, de la intolerancia religiosa e ideológica, o simplemente del hambre, de los que huyen arrastrando como pueden sus escasas pertenencias, de esos hombres y mujeres que se apresuran sin saber hacia dónde, jóvenes, viejos o niños, con la bruma del espanto y del despojo en la mirada, las imágenes de los que atraviesan a pie los montes y las brasas de los desiertos, de los que duermen sueños de acosados en el lodo, de los que atiborran embarcaciones precarias que a veces se hunden en las olas, las imágenes de los que cruzan alambradas y sortean como pueden los disparos de guardianes implacables, esas imágenes son hoy el equivalente moral de lo que fueron en su día las escenas de los reclusos famélicos y aterrorizados en los campos de concentración nazis o comunistas. Si ante películas como La lista de Schindler nos sentimos obligados a sollozar «¡nunca más!», lo sincero de ese movimiento de justicia y compasión se medirá por nuestra actitud ante los perseguidos y hostigados de ahora mismo: ayer era imperativo liberarles de sus cárceles, hoy lo es acogerles en nuestros países, bajo nuestras leyes y compartir con ellos nuestras libertades. La única limitación que tiene esta obligación civilizada es la prudencia para organizar y encauzar este hospedaje a fin de que sea compatible con los recursos sociales de cada país.
La historia ha sido siempre una gran catástrofe, cuyos logros positivos han solido pagarse a precios terribles de lágrimas y sangre. Nuestro siglo no ha constituido una excepción, todo lo contrario: las ideologías científicamente exterminadoras en nombre de la raza o de la clase, las armas de destrucción masiva, el propio aumento de la población humana, han contribuido a aumentar el número de los damnificados por la rapiña o el necio capricho ideológico de sus semejantes. Por eso la obligación del asilo es una de las pocas tradiciones que podemos calificar sin disputa como realmente civilizada. Cuando Ulises y sus compañeros llegaron a la isla de los cíclopes, la brutalidad subhumana de éstos se les reveló porque desconocían las leyes de la hospitalidad y trataban como a simple ganado a los desventurados arrojados a sus costas por el mar. Lo que diferencia al hombre del bruto no es su tamaño, ni su pilosidad, ni su número de ojos, sino su disposición acogedora hacia el extranjero: al tratar a los compañeros de Ulises como a animales, Polifemo reveló su propia animalidad, no la de sus víctimas. Esa antigua obligación hospitalaria como clave de la humanidad sigue hoy vigente y su cumplimiento es también el gran desafío actual que se plantea a nuestras democracias. Los y las suplicantes, lo sabemos desde Homero o desde Esquilo, deben ser acogidos: la barbarie que les persigue es su carta de ciudadanía ante quienes nos tenemos por diferentes y mejores que los bárbaros. No hay excusas para el rechazo, apenas cortapisas prudenciales. A fin de cuentas, la condición del desterrado nos recuerda, no ya a todo demócrata sino a todo ser humano reflexivo, la nuestra propia. Pues, como dijo Empédocles, «el alma también está exilada: nacer es siempre viajar a un país extranjero». De nosotros depende que el acoso y el desasosiego de esta condición común se conviertan en fraternidad cívica».

Fernando Savater. Asilo, Diccionario filosófico.

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Andar por andar andando.

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Dice Enrique Vila-Matas: «Andar, que es la forma más natural y primitiva de desplazarse, puede convertirse en la actividad más luminosa y la más creativa, porque tiene la velocidad humana; parece producir una sintaxis mental y una narrativa propia».

Caminar es uno de los placeres más sencillos, simples y grandiosos que tenemos a nuestra disposición. Salir a caminar cada día un «rato» o si es posible un par de horas es algo para mí indispensable. Puedo llegar a ponerme de muy mal humor si por alguna razón no puedo hacerlo (no siempre, claro) y en general siempre encuentro un momento del día en que puedo salir a dar vueltas por la ciudad o donde sea que me encuentre en ese momento. El hábito tiene, entre sus ventajas, el de poner orden en mis pensamientos. En ese sentido funciona perfectamente como una forma de meditación, podría decirse. No por nada salir a caminar fue el pasatiempo favorito de casi todos los filósofos. Recuerdo a Fernado Savater, quien en la introducción de su Diccionario de filosofía, establece en la movilidad de los antiguos griegos el propio origen de la filosofía: «Desde luego, la filosofía no la inventó gente que no se movía de casa ni sentía curiosidad por los extraños. Pío Baroja aseguró en cierta ocasión que el nacionalismo es una enfermedad que se quita viajando: por lo visto la filosofía es una enfermedad que se contrae viajando o conociendo a viajeros… De modo que las disquisiciones en que a veces aún se incurre sobre si existen filosofías nacionales […] siempre me han resultado particularmente insulsas. La filosofía es una actividad inventada por griegos viajeros, por griegos planetarios (recordemos que «planeta» en griego significa «vagabundo») y por tanto, en cierto sentido, toda filosofía es griega y, en otro, nunca puede dejar de ser cosmopolita.
Insisto en el carácter de viajeros o exiliados, en suma, desarraigados, de los primeros filósofos…»

Ya he hablado muchas veces sobre este tema, de una u otra manera. Desde aquella entrada titulada Turismo localhasta las diversas entradas en las que he contado algún aspecto de alguno de los sitios que he tenido la suerte de visitar, creo que el caminar siempre estuvo muy presente en este sitio. Tal vez porque como dice Vila-Matas, el caminar tiene una narrativa propia; y con eso es más que suficiente.