La suma de los fragmentos

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Acabo de ver por segunda o tercera vez Synecdoche, New York y me puse a pensar en los diálogos y en el significado general de la película; lo que me lleva a pensar (y querer crear): ¿cómo hacer una obra fragmentaria? Y me respondo: ¡Con fragmentos! Pienso entonces en J.G. Ballard y su La exhibición de atrocidades; o en William Burroughs y su El almuerzo desnudo.

             Así debería ser todo, me digo. (Así es todo: fragmento tras fragmento tras fragmento).

            Me voy a acostar y miro los libros en los estantes ¿qué son sino fragmentos de bibliotecas? Me desvisto y veo que la ropa son fragmentos que cubren a otros fragmentos que forman mi cuerpo. Tomo el libro de Paul Auster Ensayos completos. Leo una frase aquí, otra allá, una tercera más allá, una cuarta más acá. Son independientes e incoherentes y, al mismo tiempo, guardan cierta relación, cierta coherencia interna.

            Es como la suma de los actos que realicé antes de acostarme: revisar la puerta, lavarme los dientes, buscar los anteojos, apagar la luz de la cocina (éste acto lo sentí especialmente fuerte; tal vez fue allí que me di cuenta de lo que estaba sucediendo).

            Mucha gente me ha dicho: «Borgeano, tú piensas demasiado» o su equivalente negativo: «Borgeano ¡No pienses tanto!» Creo, por el contrario, que debería pensar más; sobre todo en estas cosas, y escribirlas. Detalles. Insignificancias o significantes. La fragmentación como totalidad.

            Sinécdoque borgeana.

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Polaroids VI

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XVII.

Reviso mi blog en busca de un par de entradas específicas. Encuentro textos que no recordaba haber escrito y los leo como si fuesen de otro. Algunos me gustan, otros no tanto. Encuentro, también, otras polaroids y me doy cuenta de que todo el sitio no es más que una serie de polaroids Cada entrada es un pequeño fragmento de lo que fui.

XVIII.

Aunque estábamos en una isla, para ir a la playa había que ir a la isla que estaba enfrente. Las lanchas iban y volvían de manera constante, así que eso no era un problema. Lo que sí era un problema era que en esa isla no había nada más que eso; así que si uno tenía hambre o sed sólo podía bajar un coco de una de las palmeras. Cuando no había cocos en la arena había que subir a buscarlos, cosa que yo nunca pude hacer. Quien lo hacía con sorprendente eficacia era el colombiano. Pequeño y ágil, subía veloz y seguro y desde allí arriba dejaba caer los cocos verdes. Yo, que era un inútil perfecto para trepar hasta esas alturas, era muy bueno recibiéndolos sin dejar que reventaran contra las rocas o las raíces que sobresalían por todos lados.

XIX.

Me elevo en el aire. El mar se aleja bajo mis pies y sólo me rodea el aire y el silencio. Primera reacción: reír como un niño (el que en algunos momentos soy y el que no quiero dejar de ser). Segunda reacción: dejar de pensar y permitir que el entorno se apodere de mis sentidos. La lancha que tira de mí y de mi paracaídas multicolor gira y se adentra en el mar. Más silencio, si es que eso es posible.