De regreso a la Edad Media (por el camino más corto)

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El triunfo de la muerte – Pieter Brueghel

Seguimos con la historiadora Fallena Montaño, ya que había más material, con más errores que los que señalé en la entrada anterior. Veamos este párrafo: «El miedo es parte de la humanidad, por eso resulta una falta de tino calificar de ignorantes las expresiones religiosas exacerbadas, que son una respuesta natural ante el temor que ocasionan, por ejemplo, las pandemias». Para empezar, cualquier cosa exacerbada me parece peligrosa, pero en particular las expresiones religiosas me parecen peligrosas si no se les pone coto. La misma historiadora, al final del artículo, dice algo que debería haber hecho que reflexionara sobre sus primeras palabras; pero parece que no tuvo tiempo. Antes de llegar allí, pasemos por esto:

«Cuando hay algo que no puedes comprender y que está más allá de tus posibilidades resolver, le rezas a quien sea y haces lo que sea para tratar de sobrevivir. Es así como surgieron santos es especializados en curar pandemias, por ejemplo, San Sebastián, cuyo culto fue incluso traído a la Nueva España. En el oriente de Europa fue San Demetrio el protector de Grecia y el imperio Bizantino. Alrededor del año 418, las reliquias de San Demetrio fueron depositadas en la iglesia de Tesalónica; desde entonces, esa ciudad griega se convirtió en el gran centro de su culto. Los creyentes acudían en grandes multitudes al santuario

En el siglo VI, durante una epidemia, supuestamente de malaria, se hallaron unos restos en la ciudad italiana de Pavía que se atribuyeron al santo; los trasladaron a un templo y se dice que la enfermedad cesó milagrosamente en ese lugar en ese mismo instante. Desde entonces, San Sebastián gozó de gran popularidad en Italia y, por extensión, en toda Europa, pues se le invocaba para terminar con las diversas plagas que siguieron ocurriendo.

Durante muchos siglos fue común que las reliquias de muchos otros santos, tanto huesos como telas de sus vestimentas o sandalias que se decía habían portado, se usaran para hacer tés curativos. Pulverizaban los huesos o cortaban pedacitos de otras piezas de las reliquias y se los tomaban, sobre todo los emperadores y los reyes; esas eran sus nanopartículas milagrosas».

San Sebastián intercediendo por la peste

Bueno, pues si eso no requiere un trato preferencial, no sé qué otra cosa lo merece. Está bien, saquemos la burla del campo de juego, ya sabemos que vivimos tiempos de hipersensibilidad y que burlarse de cualquier cosa hoy está mal visto (dos cosas: lo de la burla lo dijo la historiadora, no yo; segundo ¿alguien más tiene la sensación de que por todos lados está tratándose de terminar con el humor? Ahora no se puede hacer un chiste de nada y eso es preocupante; a lo largo de la historia los fascistas han sido aquellos con menor sentido del humor). Sigamos. Vamos a la frase final que señalé antes. Dice Fallena Montaño:

«En el mundo musulmán hubo interés por traducir los tratados de medicina en griego de Aristóteles y de Dioscórides, precisamente, para buscar sanar a las personas. Pero también hubo grupos muy religiosos que no querían contradecir los designios divinos, pensaban que las pestes eran castigos de Dios, entonces se oponían a las curas y aceptaban que la pandemia tenía el propósito de limpiar al mundo.

Por eso hubo grupos cristianos que atentaron contra los judíos, exterminaron barrios completos en las ciudades al hacerlos responsables de las epidemias, no sólo a ellos sino a todos los grupos que fueran en contra de los dogmas cristianos.

La xenofobia brota en las crisis sanitarias, porque transferimos el miedo que tenemos a la enfermedad, al otro que no conocemos, y que creemos culpable de las tragedias. Nos volvemos violentos porque tenemos miedo».

Un grupo de enfermeros -de los que cualquier sociedad sana debería sentirse orgullosos- pidiendo no ser víctimas de ataques.

Bueno, si este tipo de ideas no merecen las burlas, tal como la historiadora dice al inicio del artículo, por lo menos merecen el mayor de los desprecios, digo yo ahora que estoy terminando. Y es que este es otro ejemplo de lo que yo llamo el «justificar lo injustificable»; lo cual no es más que una nueva costumbre nacida del seno del más acérrimo posmodernismo. Ahora cualquiera se arroga el derecho a que su estupidez sea considerada en igualdad de condiciones con la palabra del sabio sólo porque ambos son personas. Y no; no es por ese camino que se avanza sino que, por el contrario, podemos asegurar que es el camino perfecto para el retroceso. No me importa la libertad religiosa de cada uno del mismo modo que no me importa absolutamente nada de las particularidades de las personas; pero si alguien quiere escudarse en el miedo (miedo hijo de la ignorancia, como bien señaló Fallena Montaño) para sacar a relucir su brutalidad, su racismo, su intolerancia, es decir, y permítanme la redundancia, su más profunda ignorancia; no sólo se hace merecedor de cualquier burla que ande dando vueltas por allí, sino también del desprecio general y, llegado el caso, hasta de la cárcel.

Justificar al ignorante sólo porque tiene derecho a ser ignorante es reabrir el camino hacia una nueva Edad Media, camino que habíamos cerrado como humanidad, no hace demasiado tiempo. Es una pena que les haya tomado mucho menos para desandar el camino.

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Elogio de la sensibilidad

Joseph_Addison 02 En Los placeres de la imaginación, estudio publicado en 1712, Joseph Addison, dice: «El que posee una imaginación delicada, participa de muchos y grandes placeres, de los que no puede disfrutar un hombre vulgar. Puede conversar con una pintura y hallar en una estatua una compañera agradable; encuentra un deleite secreto en una descripción, y a veces siente mayor satisfacción en la perspectiva de los campos y de los prados que la que tiene otro en poseerlos. La viveza de su imaginación le da una especie de propiedad sobre cuanto mira, y hace que sirvan a sus placeres las partes más eriales de la naturaleza». Todos sabemos que conocer, saber, entender, y otras características del intelecto son indispensables para el mayor disfrute de lo que tenemos delante nuestro («El necio no ve el mismo árbol que ve el sabio», sintetizaría Antonio Porchia doscientos años después de Addison). Pero la cita me hizo recordar a otras dos que leí hace poco; así que voy a buscar el libro y las copio. Se trata de sólo dos oraciones del Antígona, de Sófocles: Sapare longe pria felicitatis paris est (El saber es, con mucho, la parte principal de la dicha) y Nihil cogitantium jucundissima vita est (La vida del sabio no es la más agradable). Las dos frases de Sófocles —las cuales, recuerdo, pertenecen a la misma obra— son antagónicas, y sólo la primera parece estar de acuerdo con lo que dice Addison ¿podríamos decir, entonces, que la segunda idea está equivocada? Me animo a decir que no, y me explico.

SófoclesEs una idea por todos conocida aquella que dice: «La ignorancia es una bendición» o, también, formulada de otro modo: «Los que menos saben son más felices». Estamos de acuerdo, claro; si no sabemos qué es lo que sucede a nuestro alrededor será imposible que eso nos afecte y, en tanto y en cuanto el mundo y todo lo que contiene no es más que una representación personal, podríamos decir que lo que desconocemos, no existe. En ese sentido, sí; «La ignorancia es una bendición». Pero hay un aspecto que se escapa a esta concepción: no se puede ser sensible cuando se quiere e ignorante cuando conviene. O se es o no se es y no se puede escapar a esta dicotomía. Es entonces cuando me permito decir que las dos antangónicas frases de Sófocles, son, al mismo tiempo, verdaderas.

En el conocimiento se encuentran la dicha y el dolor; el placer y el pesar. Ser un espíritu sensible nos obliga a sentir los dolores como propios (incluso los ajenos; incluso aquellos que se encuentran lejos, en el espacio o en el tiempo); pero también nos permite acceder a ciertos placeres que se encuentran vedados a todos los demás. Y éste es el punto de inflección en este asunto: ¿Es verdad, entonces, que «La ignorancia es una bendición»? No, no lo es, porque el precio que se paga es demasiado alto. Negarse a la belleza sólo para evitar el dolor es una muestra de insensatez. Pasar una vida meramente tranquila al precio de negarse los placeres del arte y del amor (porque hasta para el amor —e incluso para el sexo— hay que ser sensible. En lo personal estoy convencido de que no se puede ser un buen amante si no se es inteligente) es una afrenta a la vida misma. Para eso están las plantas y las piedras, y quien quiera parecerse a ellas, es libre de hacerlo y pasará por esta vida con el mismo sentido y la misma sensibilidad que ellas. Cada cual sabrá de qué lado se pone el sol.