
Lago Cuitzeo
Como muchas de mis entradas, ésta tendrá dos partes. Ya saben comienzo hablando de una cosa y termino comentado algo tangencial a lo primero. Esta vez lo haré de manera consciente desde el mismo principio.
El fin de semana lo pasé en una montaña, con una zona arqueológica a mis espaldas, el Lago Cuitzeo frente a mi y más montañas al otro lado del enorme lago; estuve junto a un maravilloso grupo de personas a las que conocí allí (fui invitado por una amiga y sólo la conocía a ella). Este grupo se reúne todos los meses y llevan a cabo una serie de rituales místicos a los cuales estuve invitado pero en los que duré bien poco, ya que ellos implican la permanencia en un temazcal, el cual es una especie de tienda cerrada donde se colocan en su centro una determinada cantidad de rocas al rojo vivo y se la moja para que suelten vapor. Esto se hace cuatro veces y la ceremonia puede durar más de dos horas. Yo, humilde nativo de tierras frías, no duré ni cuatro minutos. Si la ceremonia se llevase adelante con hielo sería el hombre más feliz del mundo, pero así no, me es imposible. Entonces me disculpé (lejos de mí el querer ser irrespetuoso con las costumbres locales) y salí de allí. Era tarde en la noche y estaba frío; yo, feliz, me acosté en el césped y me quedé allí mientras el resto del grupo continuaba con su ceremonia. Debo decir que no me sentí muy feliz por no haber participado en esa ceremonia; quería hacerlo, quería ser parte de ese ritual y quería aprender el significado profundo de todo ello, pero no pude hacerlo. Me sentí, sí, algo avergonzado, pero el grupo me trató maravillosamente y me brindaron todo su apoyo y su comprensión. Pasé entonces tres días allí, compartiendo con ellos, ayudando en lo que podía, respondiendo infinidad de preguntas y preguntando otra cantidad posiblemente no menor. Fueron tres días sin conexión con el mundo exterior, como suele decirse; al menos en mi caso no hubo un solo momento en que tuviese un aparato electrónico en mis manos. Todo se redujo a charlar, compartir, aprender, enseñar. Todo era un profundo silencio sólo roto por voces humanas y nada más que por voces humanas.
El domingo por la tarde regresé a Morelia y a las tres horas de haber llegado sentí que quería volver a esa montaña y quedarme allí por un tiempo indefinido. Fue tanto el cúmulo de tonterías, malas noticias y palabras vacías que en poco tiempo me sentí saturado, agobiado, cansado por ese ruido de fondo que parecía que no iba a detenerse nunca.
Silencio. Lo único que quería era silencio. Quería volver y sentarme a conversar con Laura mientras mirábamos el paisaje michoacano; quería volver y sentir el apoyo de «Soco» cuando comencé a sentirme mal dentro del temazcal; quería volver y compartir la cocina con Nicolás y su profundo conocimiento tradicional de la cocina mexicana; quería volver y seguir despejando las eternas dudas de Gerardo, quien con sus veintiún años quería saber todo y por eso preguntaba una y otra vez con absoluta inocencia.
Sé que lo que estoy diciendo suena algo hippie o indie o como quiera que se lo llame en estos tiempos; no importa demasiado la denominación y tampoco importa si alguien encuentra esto naïv. Sólo expongo una verdad básica que puede comprenderse cuando se vive una experiencia de este tipo: el ruido de fondo de la sociedad industrial es demasiado… todo. Demasiado elevado, demasiado persistente, demasiado constante; como dije: demasiado todo.
Entonces entro al segundo tema, al tema tangencial: Cuenta una antigua historia que, ante la llegada de un emisario extranjero que había llegado a Grecia para realizar un informe sobre los avances de esta civilización, se reunieron muchos filósofos dispuestos a dejar en alto a la civilización a la que pertenecían. Pero había allí uno que permanecía callado. Casi al final de la reunión el emisario extranjero le preguntó a este hombre, que no era otro que Zenón de Elea, si no tenía nada que decir, a lo que filósofo respondió: «Dile a tu amo que has encontrado entre los griegos a un hombre que sabía callar». No podía ser de otro modo, el paradójico Zenón valorando el silencio en el mismo momento en que lo rompe. Dice Roland Barthes que el silencio es un significante; lo que significa, en buen español, que el silencio tiene el mismo valor, el mismo significado, la misma importancia que la palabra. Claro, en este caso, el silencio es mucho más poderoso que la palabra (e infinitamente más poderoso que el ruido). Y eso es lo que quiero o necesito en este momento: hundirme en lo más profundo del poderoso silencio; dejarme llevar por él durante un tiempo. Descansar hasta de mí mismo. Entonces, para no contradecirme y para empezar ahora mismo, me despido como en Hamlet lo hace el compañero Shakespeare: …y el resto es silencio.