A principios de este año me invitaron a un lugar indeterminado que se llama Mil cumbres. Digo indeterminado porque no es un pueblo ni una locación, sino una zona amplia cuyos límites son algunas de las montañas que pueden verse a la distancia independientemente del punto cardinal que uno observe.
Esta vez fuimos por unas pocas horas, pero fue suficiente como para encontrar nuevas formas de maravillarnos. Esta vez nos tocó, en lugar de poder ver a la distancia y a lo lejos, la belleza de la cercanía, de lo inmediato. Constantes nubes entraban y salían del bosque donde nos encontrábamos (estábamos en la cima de una de esas montañas y eso es inevitable en esta época del año) y eso hacía la delicia de todos los que estábamos allí, niños y adultos. Mientras los jóvenes se deslizaban por una pendiente alfombrada con hojas de pino secas, los demás observaban y avisaban cuando una nueva nube se adentraba hasta nosotros y nos abandonaba por la ladera opuesta.
Las fotos tal vez no sean tan espectaculares como las de febrero; pero al igual que aquel día, uno sabe que no hay cámara que pueda captar las sensaciones, así que lo que aquí dejo es sólo un pálido retrato de lo que fueron aquellas horas en aquella tarde.
Alfredo vive allí y me invitó a pasar una semana o un fin de semana, lo que yo quiera. Puedo acampar o puedo dormir en su casa (la que construyó con lo que recolectaba en la ciudad; pidiendo lo que a otros sobraba, lo que estaban por tirar o lo que ya no usaban) y la idea me está gustando muchísimo. Pasar una semana allí, lejos de todo ruido y de toda conexión electrónica o de cualquier otro tipo ya me está despertando las sensaciones más primitivas, esas que nos impulsan a lo mínimo o a lo básico. Pasar una semana allí sólo leyendo y escribiendo es todo lo que puede llegar a pedirse, me digo y asiento, aunque esté solo en este momento.
Algunas imágenes (las dos anteriores y un par más; es decir, nada demasiado original). Para verlas en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.