Mil cumbres (II)

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A principios de este año me invitaron a un lugar indeterminado que se llama Mil cumbres. Digo indeterminado porque no es un pueblo ni una locación, sino una zona amplia cuyos límites son algunas de las montañas que pueden verse a la distancia independientemente del punto cardinal que uno observe.

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Esta vez fuimos por unas pocas horas, pero fue suficiente como para encontrar nuevas formas de maravillarnos. Esta vez nos tocó, en lugar de poder ver a la distancia y a lo lejos, la belleza de la cercanía, de lo inmediato. Constantes nubes entraban y salían del bosque donde nos encontrábamos (estábamos en la cima de una de esas montañas y eso es inevitable en esta época del año) y eso hacía la delicia de todos los que estábamos allí, niños y adultos. Mientras los jóvenes se deslizaban por una pendiente alfombrada con hojas de pino secas, los demás observaban y avisaban cuando una nueva nube se adentraba hasta nosotros y nos abandonaba por la ladera opuesta.
Las fotos tal vez no sean tan espectaculares como las de febrero; pero al igual que aquel día, uno sabe que no hay cámara que pueda captar las sensaciones, así que lo que aquí dejo es sólo un pálido retrato de lo que fueron aquellas horas en aquella tarde.
Alfredo vive allí y me invitó a pasar una semana o un fin de semana, lo que yo quiera. Puedo acampar o puedo dormir en su casa (la que construyó con lo que recolectaba en la ciudad; pidiendo lo que a otros sobraba, lo que estaban por tirar o lo que ya no usaban) y la idea me está gustando muchísimo. Pasar una semana allí, lejos de todo ruido y de toda conexión electrónica o de cualquier otro tipo ya me está despertando las sensaciones más primitivas, esas que nos impulsan a lo mínimo o a lo básico. Pasar una semana allí sólo leyendo y escribiendo es todo lo que puede llegar a pedirse, me digo y asiento, aunque esté solo en este momento.

 

 

Algunas imágenes (las dos anteriores y un par más; es decir, nada demasiado original). Para verlas en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.

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Mil cumbres

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El paisaje desde Mil cumbres, quita el aliento. Montaña tras montaña tras montaña. Allí abajo los valles entre cada cadena y nosotros en la cima de otra montaña que sería vista desde lejos tal vez como una sombra más o menos lejana. La casa donde estábamos tenía una vista de ciento ochenta grados; es decir que veíamos todo el paisaje desde el norte hasta el sur, con el oeste frente a nosotros. Almorzar con esa vista fue algo magnífico y debo reconocer que fui el último en sentarme a la mesa, ya que cuando el dueño de casa, al poco tiempo de llegar, nos invitó a sentarnos, yo agradecí la atención pero me quedé parado donde estaba. Lo único que quería era mirar y mirar y mirar.

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A media tarde dimos un paseo por el bosque, haciendo crujir las hojas secas de pino a nuestro paso. Nos volvimos niños en los columpios que Alfredo tiene colgados de altísimos árboles y visitamos su pequeña casa, en la parte trasera de la misma montaña. Al caer el sol nos preparamos para irnos, pero por suerte no lo hicimos de inmediato, sino que estuvimos por allí casi una hora más. Eso fue suficiente como para poder ver uno de los atardeceres más bellos de los que tenga memoria. Sé que las fotografías que tomé no alcanzan a transmitir lo que tenía frente a mis ojos (en ese sentido, toda belleza es inefable), aun así, tomé varias, al menos para poder recordar a partir de ellas. Luego guardé la cámara y me dispuse a ver, sólo ver en silencio (y eso en la medida de lo posible, ya que parece que la gente no puede permanecer en silencio por demasiado tiempo y las conversaciones se sucedían una a otra, inevitables). A medida que el sol se iba poniendo, las cadenas montañosas se iban tiñendo de una degradé más o menos oscuros según la distancia. Venus apareció hacia el norte, más brillante que nunca (y esto según yo, que suelo verlo desde una ciudad. Venus, allí, siempre brilla de manera notable).

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Cuando ya los últimos tonos de rosa y naranja se perdían definitivamente bajo el horizonte, regresamos.

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