Otra forma del milagro.

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A mí me parece que de todas las cosas asombrosas que he visto en mi vida  la más asombrosa de todas es la belleza femenina; y creo que efectivamente el poder de esa belleza desata prodigios,   como efectivamente ha sido y puede verse a partir de la influencia que ha tenido esa belleza femenina a lo lago de la historia. Ahora, creer que uno debe disimular esa particular potencia de la belleza femenina sólo por tener un gesto amable con quien que no la posee es un disparate del mismo tenor que negar el genio a quien lo posee solo para no ofender al mediocre. El genio existe y existe la mediocridad. Existe la belleza (esto es innegable) y existe la no belleza y se puede vivir y ser una persona noble sin ella y nadie quita méritos a nadie por ello. Pero hay algo más al respecto, ya veo venir las críticas del tipo “la belleza es subjetiva” o “la belleza no depende de uno”; etc., lo cual es cierto pero que no me parece tampoco una crítica demasiado válida, ya que si bien la belleza no depende de uno, poseerla tampoco hace a quien la porta culpable de algo similar a un delito. Del mismo modo que un atardecer, un paisaje, un animal, pueden ser bellos a pesar de ellos y sobre los cuales no podemos hacer más que sentirnos agradecidos por su presencia; la belleza femenina es otra forma del milagro.

Vuelvo aquí a adelantarme a las críticas: ya sé que una persona es más que una simple envoltura física; no soy tan básico como para pensar de esa forma. Sé que el mundo sería un lugar mucho menos rico si no estuviera salpicado de algunas buenas noticias: el amor, el conocimiento, la belleza de la mujer, la inteligencia (de la mujer, del hombre o de quien fuere, no tiene importancia); pero aun así quiero solo, al menos hoy, hacer referencia a la simple y directa belleza.

Vuelvo al tema central e invento en un ejemplo: estoy en un café o tal vez sólo vea una fotografía de alguien que está al otro lado del mundo o voy por la calle y de repente la veo; la veo y todo se detiene. No sé si esa mujer es buena o cruel, si es inteligente o no; no sé nada de ella y nunca voy a saberlo porque pasa a mi lado o está al otro lado del mundo o está allí, en la otra mesa, pero no sola. Insisto, no importa. Ella iluminó ese momento del mismo modo en que lo hizo esa puesta de sol de la que hablé antes. Y el prodigio del que también hablé antes, se produce: la sola belleza de esa mujer me impulsa hacia lo alto. Me hace querer ser mejor (es el único modo en que pueda llegar a su altura, imagino). Me hace escribir o soñar un poema, me obliga a caminar mejor, a hablar mejor, a pensar mejor, a querer ser mejor; aunque ella ya se haya ido para siempre al doblar en esa esquina, o esté acompañada en esa mesa de café, o se encuentre en la otra mitad del mundo.

(Nota: el texto no es enteramente mío, aunque lo es en su mayor parte. La idea inicial la tomé de un programa radial, luego la desarrollé según mis propios criterios).

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De vírgenes lloronas y otros disparates

Hace un par de semanas aparecieron, como es de rigor para la navidad (casi siempre un poco antes), una o dos vírgenes que lloran, y lo que lloran es, generalmente, sangre. Primera pregunta: ¿Por qué tienen esa fijación con la sangre los católicos? Y mejor no tocar el tema de la transubstanciación, donde los católicos están obligados a creer que la ostia, al ser tragada, se convierte en carne, mientras que el vino se convierte en sangre.

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Siempre que ocurre esto me acuerdo de aquella historia que tan bien narrara el Gran José Saramago: «se podría recordar aquí, repetimos, aquel milagro de Ourique, celebérrimo, cuando Cristo se apareció al rey portugués y éste le gritó, mientras el ejército postrado en el suelo lloraba, A los infieles, Señor, a los infieles, y no a mí, que creo lo que podéis, pero Cristo no quiso aparecerse a los moros, y lástima fue, que en vez de crudelísima batalla podríamos, hoy, registrar en estos anales la conversión maravillosa de los ciento cincuenta mil bárbaros que al fin perdieron allí la vida, un desperdicio de almas que clama al cielo.» Pues eso. Segunda pregunta: ¿Por qué las vírgenes que lloran o las apariciones marianas siempre suceden en sitios cristianos? ¿No sería más útil que ocurrieran en medio de Jerusalén, Addis Abeba o Tokyo? Grandes misterios del cristianismo.

Y ya que estamos, tercera pregunta, en libre tono fantástico: ¿Qué sucedería si mañana en Washington D.C., México D.F., Buenos Aires, París o Madrid apareciera la imagen de un Buda gigante flotando sobre esas ciudades?

Pero, por lo menos a mí eso no me alcanza ni me alcanzará. Si vamos a hablar de milagros preferiría que diosito padre y diosito hijo pusieran sus blancas barbas en remojo y se aparecieran (por lo menos el segundo, ya que del primero pocas noticias tenemos), digamos, en África y que allí multiplicaran otra vez los panes y los peces y que convirtieran el vino de los ricos en agua para los pobres. Ahí, entonces, podríamos empezar a hablar.

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