Todos somos Tántalo

Se ha puesto de moda el decir «Todos somos X» cuando queremos solidarizarnos con alguien en particular, sobre toodo cuando esa persona o grupo de personas ha sido víctima de alguna clase de violencia. Así es que hemos visto pasar el «Todos somos Charlie Hebdo», «Todos somos París» o «Todos somos Santiago Maldonado». Estos slogans están muy bien y son moralmente loables; pero hay otro que todos deberíamos tener en cuenta y es el que titula esta entrada: «Todos somos Tántalo».

 

Tantalus

 

Tántalo, en la mitología griega, fue un tipo bastante poco recomendable. Para hacer la historia corta, entre otras bellezas de su accionar tenemos aquella famosa fiesta a la que invitó a los dioses pero, al quedarse corto con la comida, no tuvo mejor idea que la de descuartizar a su propio hijo, Pélope, y dárselo a los dioses como un platillo más. Los dioses ya sabían de esto y no probaron bocado. Luego volvieron a la vida a Pélope y a otra cosa. Hay más, pero dije que iba a hacer la historia corta (y con estos griegos no se puede, hago lo que puedo, créanme). Después de muerto, Tántalo fue eternamente torturado por los crímenes que había cometido. Su castigo consistió en estar en un lago con el agua a la altura de la barbilla, bajo un árbol de ramas bajas repletas de frutas. Cada vez que Tántalo, desesperado por el hambre o la sed, intenta tomar una fruta o sorber algo de agua, estos se retiran inmediatamente de su alcance.

 

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¿Y esto qué tiene que ver con nosotros? Preguntará alguien. ¿Qué tenemos que ver con este tipo y por qué deberíamos considerar algo como «Todos somos Tántalo»? Bueno, es que acabo de releer este fragmento de Schopenhauer y creo que puede aplicarse la imagen mitológica a nuestro devenir: «Todo deseo nace de una necesidad, de una privación, de un sufrimiento. Satisfaciéndolo se calma; mas por cada deseo satisfecho, ¡cuántos sin satisfacer! Además, el deseo dura largo tiempo, las exigencias son infinitas, el goce es corto y mezquinamente tasado».

En la experiencia humana encontramos que el individuo fija su deseo en algo e inmediatamente después utiliza su entendimiento para alcanzar su objeto del deseo. Siendo así la inteligencia una herramienta con la cual ha dotado la naturaleza al hombre para poder alcanzar los fines de la voluntad. Pero mientras estamos ocupados bajo la presión del deseo con sus alternativas de esperanza y de temor no es posible que disfrutemos dicha ni tranquilidad. El desear nos mantiene oscilantes y presos entre el dolor y el placer y es este movimiento vertiginoso y perpetuo lo que nos mantiene incómodamente alejados de la tranquilidad y el sosiego.

«Todos somos Tántalo», entonces, en el sentido de que siempre estamos deseando aquello que nunca vamos a poder alcanzar, porque el deseo no es deseo por algo, sino deseo por desear; y en su propia naturaleza se encuentra la maldición de que éste nunca se verá satisfecho.

¿Y no hay modo de escapar de esto? Pues sí, pero cuesta trabajo y los resultados son breves; pero se puede. El mismo Schopenhauer nos lo dice: la compasión (es decir el amor en su estado más puro), la ascesis (la ausencia de deseo) y, por encima de todo, el arte. Estas son las únicas cosas que nos permiten elevarnos por sobre la mediocridad de la vida; es decir, las únicas cosas que nos permiten, por un momento al menos, no sufrir como lo hace Tántalo en esas aguas y esas frutas siempre lejanas aunque las tenga frente a sí.

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Antes y ahora.

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Léucade es una isla del mar Jónico, cerca de Corfú, famosa por su promontorio desde el cual se precipitaban al mar los infortunados amantes que querían curarse de su pasión y borrar el recuerdo de sus penas. Venus, que añoraba a Adonis y lloraba su muerte sin cesar, recurrió a la ciencia de Apolo, dios de la medicina, que le aconsejó que realizase el salto de Léucade. Obedeció la diosa y quedó en extremo sorprendida al ver que salía de las aguas tranquila y consolada.

Este remedio era reputado como infalible. La gente acudía a Léucade desde alejadas regiones. Preparábanse todos por medio de sacrificios y ofrendas y se comprometían por medio de un acto religioso, persuadiéndose de que con la ayuda de Apolo sobrevivirían al peligroso salto y que desterrando para siempre las cuitas del amor recobrarían la calma y la felicidad.

No se sabe quién fue el primer mortal que siguió el ejemplo de Venus, pero consta que no hubo mujer alguna que sobreviviera a tal salto y que solo algunos hombres pudieron resistirla, entre otros el poeta Nicóstrato.imagen016

Viendo los sacerdotes de la isla que caía en desuso este remedio, peor, en efecto que el mal, arbitraron un medio de hacerlo menos peligroso. Con una red de hilos hábilmente tendidos al pie del peñasco, impidieron que los amantes pudieran causarse mal alguno en la caída y además, con barcas dispuestas a su alrededor, los recogían al momento y les prodigaban los cuidados oportunos. Más tarde, finalmente, y como los que acudían al Léucade creyeran insuficientes tales precauciones, se compensaron del salto fatal arrojando al mar desde lo alto del promontorio un cofre lleno de plata. Los sacerdotes cuidaban que nada se perdiera y la ceremonia se daba por cumplida a satisfacción de todos.

Humbert, J. Mitología Griega y Romana. (pp. 263/264)

Como todos sabemos, no hay nada nuevo bajo el Sol, y si queremos saber cómo son las cosas en la actualidad bien podemos mirar hacia atrás y ver qué es lo que nos ha enseñado la historia. El hecho puntual, no carente de gracia matizada por el paso de los años, de la actitud tomada por los sacerdotes que cuidaban la famosa roca, nos hace ver con menos gracia la actitud actual de todas -o casi todas- las iglesias modernas. Y para ser equilibradamente críticos, no debemos olvidar a quienes son los que buscan, si no el salto de Léucade, al menos a sacerdotes que los curen de diversos males o que les prometan la cura de éstos por toda la eternidad. Para estas personas siempre tengo presentes las palabras de José Ingenieros:

Sin fe en creencia alguna, el hipócrita profesa las más provechosas. Atafagado por preceptos que entiende mal, su moralidad parece un pelele hueco; por eso, para conducirse, necesita la muleta de alguna religión. Prefiere las que afirman la existencia del purgatorio y ofrecen redimir las culpas por dinero. Esa aritmética de ultratumba le permite disfrutar más tranquilamente los beneficios de su hipocresía; su religión es una actitud y no un sentimiento. Por eso suele exagerarla: es fanático. En los santos y los virtuosos la religión y la moral pueden correr parejas; en los hipócritas, la conducta baila en compás distinto del que marcan los mandamientos.»

Ingenieros, José. El Hombre mediocre. (p. 91)

Releer los símbolos.

 

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Los primeros que escucharon a San Pablo fueron los mercaderes de Corinto, y por eso tenemos el vocabulario de deuda y pago en nuestra interpretación de los temas míticos. Mientras que, en el Oriente, la interpretación se hace en términos de ignorancia e iluminación, no de deuda y pago. La explicación por la deuda y el pago deja de servir cuando comprendemos que no hubo ningún Jardín del Edén, que no hubo una caída del hombre, y por lo tanto no hubo ofensa a Dios. ¿De qué se trata entonces eso de pagar una deuda? Ahora tenemos que leer los símbolos con otro vocabulario.

 

Joseph Campbell. Los mitos en el tiempo. Pág. 26.