Todos sabemos que cada tanto, en los Estados Unidos, aparece algún enfermo o delirante o lisa y llanamente uno o varios asesinos, se mete en un lugar público (preferiblemente una escuela) y masacra a cuanta persona se le cruce en el camino. No importa si es el director de la escuela, un conserje, una maestra o una docena de niños de jardín de infantes; cualquier cosa viva sirve para hacer tiro al blanco. Después, lo de siempre, los noticieros haciendo su negocio, mostrando imágenes que cualquier persona sensible se negaría a hacer públicas, se escribirá y se dirá la palabra héroes hasta el hartazgo; se debatirá el tema de las armas durante un par de semanas, y todo quedará en el olvido hasta la siguiente masacre. De la última que tengo memoria fue la masacre de Sandy Hook, donde murieron 28 personas (el asesino, su madre –ésta en su casa, no en la escuela–; seis profesores y veinte niños de primer grado).
Todo esto viene a colación porque acabo de enterarme de algo que es difícil de creer; de algo que si no tuviese consecuencias tan terribles uno lo comentaría entre risas y bromas, pero no; no es éste el caso. En los Estados Unidos, más precisamente en el estado de Iowa (y pronto lo seguirán otros), se les permite a los ciegos comprar y portar armas de fuego, incluso en lugares públicos.