El discreto encanto de ser humano (Parte II de III)

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En la entrada anterior hablé muy brevemente de los migrantes y del problema del Otro. El tema es demasiado extenso y sólo puede ser tocado en sus aspectos básicos; pero vale, al menos, como inicio de un diálogo o debate con el cual empezar a tocar el tema.

Es muy común, por ejemplo, considerar al migrante como un Otro totalmente ajeno a nosotros: las fronteras, los idiomas, la cultura, la religión, los hábitos, el aspecto, todo ello nos permite diferenciarnos de aquello que no queremos ser (en ese sentido el migrante no es más que un espejo que nos muestra lo que podríamos llegar a ser, llegado el caso) o con lo que no queremos tener nada que ver porque no nos conviene. Es así que solemos decir «que los devuelvan a su país» y ya, nos sentimos tranquilos ante el trabajo hecho (mal hecho, pero hecho al fin. Esa expresión es como el viejo chiste de barrer la basura debajo de la alfombra; nos engañamos a nosotros mismos creyendo que el problema está solucionado, cuando sólo está oculto a nuestra mirada).

Lo absurdo de esta postura es lo que ocurre cuando el desposeído no es un migrante, sino un compatriota. ¿A quién se lo encajamos? El muy desgraciado es «nuestro», en algún aspecto… ¿Qué hacer, entonces? La expresión aquí es alguna variante de la que dije en la entrada anterior: «El que es pobre es porque quiere» y ya, solucionado el problema. Si determinamos que el que es pobre es porque él lo quiere, la responsabilidad recae sólo sobre él y nosotros, nada que ver, así que podemos mirar para otro lado con total tranquilidad de espíritu.

Por lo visto eso es lo que se hace en estos días en las grandes ciudades. La foto con la que abro esta entrada y con las que la cerraré, muestran una de las soluciones que se han encontrado para paliar el problema de los llamados homeless. Una forma vulgar, cruel y patética de barrer la basura debajo de la alfombra: ante la molestia de esta gente que deambula por las grandes ciudades, lo mejor que se nos ocurre es inventar métodos para que ellos no puedan no siquiera acostarse a descansar en un banco o debajo de una autopista; así que nuestra humanidad se reduce a crear muchas púas y molestias varias para que quien no tiene nada, tenga aún menos. ¿No podría ponerse en marcha algo de creatividad y usar ese material para crearles algo que les resultara útil y práctico? No, para qué… con algunos pinchos se dice lo suficiente; se dice: «Si tienes que morirte, muérete, pero lejos de aquí; si es posible, donde no te vea». Y ya, tranquilos y libres de culpa y cargo y también de molestias visuales, podemos sentarnos en un banco de la plaza a beber nuestro latte macchiato y a disfrutar de las simpáticas ardillas que corretean entre los árboles y que descansan sin que nadie las moleste.

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El hombre que descubrió a Italia

Adam 01La mañana del 22 de setiembre de 1973 un hombre puso los pies por primera vez en Italia. Vestía el atuendo guerrero de la tribu Chippewa —uno de los marginados grupo de nativos estadounidenses— y apenas asentados sus pies proclamó ese día como el día del descubrimiento de Italia, reclamando ese territorio para sí y su pueblo en virtud del derecho de descubrimiento.

El nombre de ese hombre era Adam Fortunate Eagle Nordwall y, como fácilmente puede suponerse, fue tomado por loco o como un payaso, ya que su idea era una tontería evidente, pero Nordwall, muy calmado, les respondió a sus detractores con la siguiente analogía:

«¿Qué derecho tenía Colón a descubrir América cuando ya estaba habitada desde hacía miles de años? El mismo derecho que tengo ahora para llegar a Italia y proclamar el descubrimiento de su país».

La tesis de Nordwall desenmascaraba a Cristóbal Colón porque es evidente que no se puede descubrir algo que todos conocen y , siendo que América tenía poblaciones que la conocían —tal y como los italianos conocían a Italia—, entonces descubrirla era imposible, con lo cual se probaba fácilmente que el «derecho de descubrimiento» usado por Colón en 1492 fue ilegal, salvo en la mente del hombre occidental que considera que el mundo gira en torno a sí.

 

Adam 02

 

Me gusta la jugada de Nordwell aunque, si soy estrictamente sincero conmigo mismo (lo cual me obligo a ser de manera constante al menos en la medida de lo humanamente posible) debo reconocer que el argumento tiene alguna ligera falencia (esto es lo que se llama un argumento por analogía, por cierto). De todos modos, el argumento de Nordwell es mejor que su pequeño error y su objetivo, claro está, es bien otro. Lo que más me interesa es poder aplicar hoy y en nosotros este tipo de argumentación o esta forma de pensamiento. Hoy, que todo el mundo vive mirando su propio ombligo (y creyendo que ése y precisamente ése es el más bonito de todos y el único que vale la pena), plantear el problema del otro me parece fundamental. ¿Cuáles son los límites de lo que puede decir el otro? ¿Cuáles son los derechos y obligaciones del otro? ¿Qué significa el concepto del otro en una sociedad interconectada como la que habitamos hoy?

Claro, una vez que damos el paso siguiente, es decir, el de reconocer que nosotros somos el otro del otro; de inmediato las preguntas pasan a interpelarnos a nosotros mismos; es entonces que tenemos que empezar a pensar —al menos si somos honestos con nosotros mismos—, cuál es nuestra responsabilidad con respecto a los demás y cómo nos conducimos con ellos y, más que nada, con nosotros mismos. Adam Nordwell nos brinda la anécdota; ahora cada cual debería poner en práctica aquello que bien dice el refrán popular: «La honestidad bien entendida, empieza por casa».

 

Salvajismos

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

Jorge Luis Borges.

 

ajedrez

 

Leo esta frase de Winwood Reade:
“El salvaje, el hombre primitivo, vive en un mundo extraño, un mundo de providencias especiales y de interposiciones divinas, que no tienen lugar espaciadamente, muy de vez en cuando y en aras de una gran finalidad, sino a diario, casi a cada hora… La muerte, en sí misma, no es un evento natural. Tarde o temprano, los hombres enfurecen a los dioses y son asesinados. Para quienes no han vivido entre los hombres primitivos, es difícil entender con total perfección el alcance de su fe. Cuando se le señala que sus dioses no existen, el hombre primitivo se limita a reír, maravillándose, sin más, de que se haga tan extraordinaria observación… Su credo está en armonía con su intelecto, y no puede ser modificado si antes no se modifica su intelecto.”

Bien, estoy de acuerdo con esta explicación de Reade. No creo que nadie pueda oponerse a ella. El punto es que no veo razón alguna por la que esta frase no pueda ser aplicada a cualquier tipo de creyente. ¿Será porque el “salvaje” siempre es el otro? ¿Será porque uno siempre encuentra tan fácil justificarse que no puede ver ni siquiera un poquito más allá el alcance de sus propias palabras? Cuando leí esto recordé los versos de Borges con los que abrí esta entrada. Si el salvaje siempre es el otro, ¿Qué sucede cuando el otro soy yo?

Hasta que les toca

 

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Cada uno tiene sus temas recurrentes, eso es algo tan claro como inevitable. En este sitio tal vez uno de los que se toca con mayor asiduidad es el tema del otro. Por una parte creo que es fundamental entenderlo para que esta idea sea el cimiento de lo que podríamos entender por civilización (a esto que tenemos entre manos también lo llamamos de esa manera, aunque deberíamos ser un poco más sinceros y reconocer que parece más un gesto de buena voluntad que una realidad patente); por otra parte, no deja de causarme asombro y pesar ver como ese concepto es pisoteado una y otra vez desde casi todos los ángulos posibles. Casi nadie escapa a esta Luz veladafaceta humana; tal vez y únicamente —y aquí voy a caer otra vez en la paradoja del lenguaje— ciertos humanistas son los que se adentran en este terreno y ponen en sintonía el acto y el pensamiento. Una de esas personas —Isabel F. Bernaldo de Quirós—, es una habitual de este sitio y muchos la conocerán por el maravilloso material que nos comparte en su sitio Apalabrando los días.

Hace unos días, y en referencia a una entrada donde hablé sobre cómo los medios suelen mostrar las noticias según el carácter y posición de quien corresponda (ya sea un país o una persona), Isabel me dejó un estupendo texto; un poema perteneciente a su libro Luz velada (el cual pueden encontrar aquí) que sintetiza con dolorosa belleza lo que significa ver al otro como lo que es: una parte de nuestro ser puesto en otro cuerpo y que nos mira a nosotros como lo que somos: un otro que no es diferente, sino complementario. La mirada de Isabel es tan precisa que no creo que nadie pueda leer el poema sin sentirse identificado con él; e Isabel también nos recuerda, con algunas reminiscencias bretchianas, que todos podemos ser ese que se encuentra del otro lado; del lado del dolor o del pesar y que no es necesario (ni ético) esperar a que eso suceda para comprender que el dolor de uno es el dolor de todos.

He aquí, entonces, a Isabel F. Bernardo de Quirós, a quien agradezco que me permitiera reproducir su poema en este sitio:

“Hasta que les toca”

Cuando la muerte afecta a otros
la enfermedad la tienen otros
el hambre es desgracia de otros
y la violencia aniquila a otros.

Cuando la lava sepulta los pueblos de otros
la marea la tierra de otros
el suelo atrapa la vida de otros
y el viento se lleva la vida de otros…

Para los unos
-que no son los otros-
la muerte es un ente lejano
la enfermedad no es para tanto
el hambre ni se imagina
la violencia es aventura en la pantalla
y la naturaleza airada, un ¡ah! Sorprendido
arrancado al fugaz espanto.
Hasta que les toca.