En estos últimos tiempos me he estado encontrado mucho con la intolerancia de los perfectos. Los perfectos, claro está, son aquellos que nunca se equivocan, que siempre tienen en la punta de su lengua la frase adecuada o el dato preciso. Son inteligentes, lúcidos y espirituales. No hay un solo ámbito de la vida que les sea ajeno; es así que dejan muy poco espacio para que los demás puedan moverse, ya no digamos a su antojo, sino siquiera un poquito para ambos lados. Los perfectos se encuentran en todo sitio y horario. En una mesa de café, en la red (¡por favor, ni hablemos de la red!), detrás de un mostrador y, claro está, en la familia.
Entonces uno se retrae, se vuelve sobre sí mismo, se aísla. Y he ahí la victoria final del perfecto: tiene al fin el mundo a su disposición. Confunde ese retraimiento que provoca su presencia con una verdadera victoria intelectual y moral; entonces hincha el pecho y sale a la calle más convencido que nunca, bien dispuesto a esparcir sus conocimientos y sus virtudes a los cuatro vientos.
Entonces la rueda gira nuevamente y es uno el que ahora se da cuenta de que si el mundo está lleno de imbéciles que se creen genios es también porque nosotros los dejamos. Nosotros les cedemos el asiento y nos retiramos a la sombra a descansar en lugar de ponerlos en su lugar; y ese error es responsabilidad nuestra y de nadie más. Así que tal vez ya vaya siendo hora de tomar cartas en el asunto…