“El prólogo es lo que el autor escribe después, el editor publica antes y los lectores no leen ni antes ni después.” Dijo alguna vez Dino Segre. Con toda modestia, voy a disentir con el autor italiano, ya que considero que leer los prólogos es necesario y útil; en algunos casos, incluso, son tan útiles que nos libran de tener que leer el resto del libro.
Eso fue lo que me pasó ayer, cuando comencé a leer Sartre y Beauvoir, de Hazel Rowley. Soy, como ya se está viendo, un lector de libros en su totalidad, así que comencé, como correspondía, por la primera página escrita. Poco después me sentí feliz de haberlo hecho. Para empezar, la autora se declara marcadamente feminista y seguidora de Simone de Beauvoir, precisamente, la madre del feminismo moderno:
“En 1976 entrevisté a Simone de Beauvoir. Yo era una licenciada que escribía una tesis doctoral sobre «Simone de Beauvoir y la autobiografía existencialista», y estaba profundamente comprometida con el movimiento feminista. Beauvoir había cambiado mi vida y yo la idolatraba. Le hice preguntas comprometidas sobre su relación con Sartre […] Respondió a mis preguntas de memoria, sin la menor duda o vacilación. Cuando me acompañó a la puerta pude ver, y aquello me entristeció, que ella misma era incapaz de distinguir el mito de la realidad de su vida.”
Luego, media página más adelante, encuentro: “Entonces el existencialismo era algo pasado de moda. Habíamos entrado en el posmodernismo. […] Además, a las llamadas «feministas radicales» les irritaba los valores «machistas» de Beauvoir, y sobre todo su indulgencia con aquel execrable varón chauvinista, Jean Paul Sartre.”
Por último: “Su correspondencia con Jacques-Laurent Bost, publicada en 2004, volvió a sorprender a la sociedad ¿Era esa mujer febril, ardiente y sensual la Simone de Beauvoir que creíamos conocer? Si así era ¿por qué no abandonó a Sartre? ¿Cómo pudo vivir con ese tipo miope, con esa metálica voz de proxeneta, ese traje azul arrugado, esa obsesión por los crustáceos, los homosexuales, las raíces de los árboles, la ciénaga del ser, y toda la mermelada heideggariana, teniendo ella tanta vitalidad, ardor, ingenio y frescura?”
Bien, hasta aquí llegué, y eso que sólo fueron cuatro páginas. No necesité más para saber que no podría leer ese libro (además, de casi 600 páginas); la misma autora dejó bien en claro que la objetividad no era lo suyo. Para ella todo estaba claro desde el principio: Sartre es malo, malo, malo; Simone de Beauvoir es buena, buena, buena. Así de simple, repetido como un mantra o como el estribillo de una canción infantil. Incluso cuando releo la primera cita, veo que ni siquiera le perdona a Beauvoir el no ser tan feminista como lo es ella: “…ella misma era incapaz de distinguir el mito de la realidad de su vida.” ¡Pobre Simone, tan tonta ella que ni siquiera sabe dónde está parada! Menos mal que Hazel Rowley está aquí para indicarnos la verdad absoluta y total sobre estos dos complejos y riquísimos personajes: malo, malo, malo; buena, buena, buena.