Todos saben que la revista Playboy es algo más que unas cuantas fotografías de bellas mujeres semidesnudas o desnudas. Son famosos y apreciados sus artículos y, sobre todo, sus entrevistas. En 1968 se publicó uno de los reportajes más recordados de la larga historia de esa publicación, el reportaje a Stanley kubrick luego editado por Gene D. Philips en un volumen que contiene ésa y otras entrevistas no menos importantes. He aquí un fragmento interesante de aquella charla de 1968. Hay ecos de grandes filósofos aquí, pero para no abrumar con nombres, eso quedará para otra oportunidad.
Stanley Kubrick está conversando sobre su miedo a volar, provocado por una paralizante conciencia de nuestra mortalidad, cuando se lanza en una penetrante excursión por el mundo de la moral, la trascendencia y la creación artística:
«Aquellos de nosotros que somos forzados por nuestras propias sensibilidades a ver sus vidas en esta perspectiva –que reconoce que no hay propósito que podamos comprender y que en medio de un sinfín de estrellas nuestra existencia pasa desapercibida y sin registro– podemos caer presa muy fácilmente a la anomia… Pero incluso para quienes carecen de esa sensitividad y para quienes comprenden su transitoriedad y trivialidad, este descubrimiento elimina el sentido y propósito de la vida; es por eso que las masas de los hombres llevan vidas en silenciosa desesperación, por qué muchos de nosotros llegan al fin de sus vidas con tan poco significado como nuestras muertes».
Ante esto, Playboy lo presiona un poco más para profundizar en esta idea, asumiendo que si está en lo correcto, ¿para qué vale la pena vivir? La respuesta es formidable.
«La misma falta de significado de la vida fuerza al hombre a crear su propio significado. Los niños, por supuesto, inician la vida con un sentido de asombro sin par, una capacidad de experimentar completa jovialidad ante algo tan simple como el verdor de una hoja; mientras crecen, la conciencia de la muerte y el decaimiento empieza a instalarse en su conciencia y sutilmente erosionan su joie de vivre, su idealismo y la presunción de inmortalidad. A medida que el niño madura, ve la muerte y el dolor a su alrededor y empieza a perder fe en la bondad última del hombre. Pero, si es razonablemente fuerte y afortunado, puede emerger de este crepúsculo del alma en una resurrección del espíritu de la vida. Tanto debido a, y a pesar de su conciencia del sinsentido de la vida, puede forjar un sentido fresco de propósito y afirmación. Quizá no recupere el mismo sentido puro de maravilla que nació con él, pero puede moldear algo más sólido y lleno de sustento. El hecho más terrible del universo es, no que es hostil, sino que es indiferente; pero si podemos llegar a términos con esta indiferencia y aceptar los retos de una vida entre los límites de la muerte, nuestra existencia como especie puede tener significado genuino y realización. Sin importar cuan vasta la oscuridad, debemos proveer nuestra propia luz».