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En mi última entrada hablé de Canción negra, libro de Wislawa Szymborska que fue publicado después de su muerte y que la poeta polaca nunca quiso publicar en vida. La pregunta que quedó flotando en el aire fue: ¿Hasta qué punto es válido que se vaya en contra de la voluntad de un autor con respecto a su propia obra? Si lo pensamos con respecto a cualquier otra persona, en general sostenemos que lo correcto es hacer lo que esa persona quiso en vida; es decir, hacer su voluntad ¿por qué no, entonces, con los escritores? ¿Es que hay algo en la obra que excede a lo meramente personal y que pertenece a toda la humanidad? Este último punto nos permite un «tal vez» algo incierto; porque si bien la obra de un artista deja de pertenecerle una vez que ha visto la luz por cuenta propia, aquella obra no publicada no es más que propiedad de ese mismo artista, así que el debate sigue abierto con la misma intensidad de argumentos por ambas partes. Veamos algunos casos particulares, a ver si nos ayudan a despejar algunas dudas.
El caso de Szymborska (ya que fue el que nos trajo hasta aquí permitámosle abrir la secuencia) es un ejemplo claro de que ir en contra de la voluntad del artista resulta en un beneficio para todos los demás. Canción negra, sin ser el mejor libro de la poeta, no va en detrimendo de su obra; por el contrario, nos ayuda a poner en contexto el resto su poesía, de sus ideas y de su estética.
Se dice que, en su lecho de muerte, Ovidio ordenó quemar la Eneida, ya que después de once años de trabajar en ella, aún no estaba acabada. El Emperador Augusto, quien había encargado la obra y quien tenía en ella un papel central, hizo caso omiso del deseo del poeta y la salvó del fuego. Lo mismo sucedió con Franz Kafka y su amigo (y por extensión, de todos nosotros) Max Brod. Kafka le había ordenado quemar todos sus originales, a lo que Brod se negó en propia vida de Kafka y le dijo directamente que no iba a hacerlo (como curiosidad, quien quiera oír al propio Max Brod repetir los buenos argumentos que le expuso a su amigo, puede ir aquí). Otro caso de salvataje en propia vida fue el de Lolita, de Vladimir Nabokov. Se dice que, impulsado por las enormes dificultades que el texto le presentaba, el mismo Nabokov estuvo a punto de quemar los originales que tenía hasta el momento. El proverbial accionar de su esposa, Vera, salvó del fuego esos papeles e impulsó al autor ruso a terminar la obra. Por último, recuerdo un caso inverso, el de alguien que sí quería ser publicado pero que no lo consiguió en vida: John Kennedy Toole. Parece ser que, luego de ser rechazado una y otra vez por todas las editoriales a las que presentó su novela, y por esto mismo presa de una profunda depresión, Toole se suicidó. Fue su madre quien se dedicaría a mover cielo y tierra para ver publicada la obra de su hijo. Hoy, La conjura de los necios está considerada (modestamente, creo que con absoluta razón) como una de las grandes novelas norteamericanas del siglo XX.
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¿Y casos inversos? Pues realmente conozco sólo dos que corresponden a un solo autor: Jorge Luis Borges (podemos obviar lo que es la moneda más corriente: las peleas de los herederos por las pocas o muchas riquezas que haya dejado el difunto artista. Esos casos no pasan de ser vulgares muestras de egoísmo económico. Vaya como ejemplo el caso de Camilo José Cela y sus lamentables hijo y viuda). Hablando de viudas, vamos a la de Borges. Poco después de la muerte del escritor argentino su viuda se dedicó a publicar todo aquello que tuviese la firma JLB, incluso aquellos textos que eran de conocida existencia pero que el mismo Borges había dicho que no quería que se publicaran porque no tenían la menor importancia o calidad. Y tenía razón. Apasionado de Borges, compré y leí cada cosa que se publicó con su nombre y los textos que María Kodama (la viuda en cuestión) publicó después de la muerte don Jorge ―recuerdo con especial desagrado un volumen titulado, sintomáticamente Museo― carecen de todo valor estético e histórico (ni siquiera, como en el caso de Szymborska, tienen ese valor añadido).
El segundo caso que compete a Borges no es directamente un caso de ir en contra de los deseos de un autor, aunque sí un caso de publicar aquello que no debería haber sido publicado nunca. Me refiero a los diarios (varios) de Adolfo Bioy Casares, los cuales fueron publicados, también, después de la muerte del escritor argentino. En lo personal siempre consideré a Bioy Casares como un mediocre, y sus diarios no hicieron más que acentuar esta sensación. Los diarios de Bioy Casares están plagados de cosas que por pudor, buen gusto o simple decencia nunca deberían haber sido escritas y, mucho menos, publicadas. Poner por escrito todo lo que se dice en una reunión de amigos es algo por demás desagradable. Que el resto del mundo tenga, después, acceso a ello, es imperdonable. Las mil seiscientas páginas de su Borges son un ejemplo de ello. ¿Qué necesidad hay de publicar todo lo que una persona, por más famosa que sea, dice o piensa? Se rebaja así a la literatura a lo que hoy son esos Reality Shows que nos muestran a tal o cual en su trivial vida diaria, hasta cuando van al baño o se hurgan la nariz. No todo merece la imprenta.
Y llego al final y veo que estoy igual que al principio: hay buenos argumentos a favor de publicar todo y buenos argumentos a favor de no publicar todo. No haberle hecho caso a los propios autores nos permite hoy acceder, nada menos, que a la Eneida o a todo Kafka; lo cual no es algo menor.
La cuestión aquí es que en realidad no sabremos nunca qué es lo que perdimos porque alguien sí hizo caso de la última voluntad del autor ¿Qué obra habrá sido pasto del fuego y por ello nunca llegó hasta nosotros?