De qué hablamos cuando hablamos de Carver

En 1988, Raymond Carver, muere a los cincuenta años. Diez años después de su muerte, D. T. Max, un periodista de The New York Time Magazine, decide investigar un rumor que circulaba desde hacía años: que los cuentos de Carver estaban escritos en verdad por su editor, Gordon Lish.
Para la investigación viaja a Bloomington, en Indiana, a una biblioteca a la que Lish le había vendido la correspondencia y los originales de Carver escritos a máquina con todas las correcciones.

Página de Raymond Carver con correcciones autógrafas.


Revisando los documentos, Max nota que debajo de las correcciones aún se puede ver el texto original. Así descubre que en «De qué hablamos cuando hablamos de amor» Lish redujo el número de cuentos, cortó a la mitad el número de palabras, suprimió personajes, cambió títulos y reescribió los finales de 10 de los 13 cuentos del libro. Incluso, originalmente el nombre del libro no era ese, sino «Principiantes».
Tras la revelación de Max se produjo un escándalo. Mucha gente tildó de traidor a Lish, mientras que otros le agradecieron haber «inventado el estilo Carver».
En una entrevista en 2015 para The Guardian, Lish aseguró que si él no hubiese editado a Carver, nadie le habría prestado atención.
Es difícil saber cuánto influyó Lish en Carver. Lo cierto es que el escritor decidió alejarse del editor y, en 1983, publicó «Catedral»; y en 1988, «Tres rosas amarillas», dos de sus mejores libros.
En 2009 la editorial Anagrama publicó «Principiantes», la versión original de «De qué hablamos cuando hablamos de amor» sin los cambios de Lish.

El idiota

En algún lado, no recuerdo en dónde, Julio Cortázar cuenta la ocasión en que, llegando a un congreso de escritores en Nicaragua, un amigo lo recibió con los brazos abiertos y este poco usual saludo: “Ah, ¡por fin llegó el idiota!”. Sorprendido, Cortázar le pidió explicaciones, a lo que el susodicho amigo le respondió: “es que nadie se parece más al príncipe Mishkin que usted, que es tan bueno, tan generoso, tan ingenuo, tan confiado en la buena fe de las personas. Es decir, tan idiota”. Este amigo bien pudo ser uno de los muchos personajes de la novela de Dostoievski que ven, en las más nobles cualidades del protagonista de la novela, los defectos propios de un anormal, de alguien que, en definitiva, no encaja en un mundo donde lo normal es todo lo contrario: la hipocresía, el cinismo, la ruindad, la lujuria desmedida, la pura maldad como moneda corriente. Casi una descripción de nosotros mismos, como si se refiriera a nosotros. Si algo hay de sorprendente en «El idiota», es la perfección con que cada uno de estos caracteres o conductas son plasmadas en cada uno de los inolvidables personajes (inolvidables por excelsos como por ruines) que la pueblan. Esta novela está tan bien lograda, tan bien escrita (hay escenas que resultan imperecederas para sus lectores), que creo que está por encima de «Crimen y castigo» y de «Los hermanos Karamázov», es superior a ellas; en definitiva, la mejor novela de Dostoievski. Su verdadera obra maestra. Comparable solo al Quijote por esa maravillosa galería de personajes que ambas novelas exhiben, lo cual es decir mucho ya de ella. Lo que, por cierto, me lleva a insistir en leerla en una buena traducción; es decir, en una directa del ruso –como la de PenguinLibrosUS, por ejemplo, o la de Albaeditorial– y no de las traducciones vertidas de las versiones francesa o inglesa, que traslada al español giros propios de esos idiomas. Dostoievski escribía larguísimas frases –que se observan con mayor detenimiento en «Los hermanos Karamázov»– que la puntuación vertida del francés o el inglés cambian casi irrespetuosamente. ¿Una pista para identificarlas? Es muy fácil: desconfíen de las ediciones que llevan por título «El príncipe idiota».

Nota: el texto precedente no es de mi autoría, pero en mi libreta de notas no figura el nombre del autor; así que sea hecha la salvedad del caso (hay dos o tres textos más en las mismas condiciones, qué se le va a hacer…).

Qué es real, qué es ficción… poco importa

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MacBeth ante el fantasma (nunca más etéreo) de Duncan

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Leo La vida escrita, del hoy olvidado Rodolfo Rabanal, más precisamente, en la página cuarenta:

«Admito aquí, casi con pudor, que nada «me habita» tanto como la literatura, pero la palabra literatura me fastidia, presenta un punto de desagrado, de impersonalidad, además carece de encanto fonético. La palabra literatura señala el rubro de una enseñanza académica, monótona, oficial, poco apreciada. Debo decir (con más realidad): Nada me habita tanto como las palabras, como la lectura, como la escritura.     

Es imposible soñar con escribir si antes no se soñó con lo fantástico en el ámbito provocador de la lectura.                                                                                                   

Es imposible soñar con escribir si antes no se sintió el terror de Macbeth ante el fantasma de Duncan. Es imposible soñar con escribir si antes no se consideró que también se escribe para ejercer un hechizo.                                                                                                                                            

No es posible empezar a escribir si antes no se «vivió» el hechizo en la lectura.                                                      

Hay un momento en que el texto equivale a la realidad y viceversa: cuando se incendia la cabaña de Malcolm Lowry en la costa de Vancouver y él pierde parte del manuscrito de Bajo el volcán, yo siento ese padecer y el «incidente» me acompaña días enteros como un mal sueño.                                                                                                                           

Borges le pregunta a su madre qué fin darle a «La Intrusa», y doña Leonor le dice: «Matala». Y así los Nilsen matan a la Juliana para que la Juliana no termine con la propia fraternidad. Qué es real… Qué es ficción… Poco importa».

La literatura como vida, la vida como literatura. Creo que somos varios los que hemos sentido, en algún momento de nuestras vidas, esa sensación de extrañeza ante la realidad (o de lo que llamamos realidad sin saber muy bien qué es, al fin y al cabo) o de total realismo ante una obra de ficción. Ya antes, en el prólogo, Rabanal había dejado una pista de esta delimitación tan sutil entre una cosa y la otra; allí dice:

«Al revisar algunos cuadernos de notas que, en su mayor parte, son libretas de bolsillo de tapas de hule negro, me quedó claro -si es que alguna vez lo dudé no sólo que el tiempo no es lineal sino que ningún ordenamiento gráfico puede representarlo de ningún modo posible en su total realidad.                                                                                                                                                            

Esta discontinuidad me permitió ver que toda organización narrativa ordenada, aun basándose en episodios reales de nuestra propia vida, se vuelve de inmediato ficcional, como si la realidad (palabra que suelo escribir entre comillas) no tuviera más remedio que aparecer en la forma de una construcción imaginaria.                                                                                                                     

Vistos hoy, vueltos a leer estos cuadernos para seleccionar los momentos que me llevaron a la felicidad y al misterio de la escritura, lo ordinario de los días adquiere una dimensión, a veces terrorífica, a veces idílica o pujante, pero en todos los casos con la familiar extrañeza de sentir que “yo es otro”».                                                                                                                                                      

La sensación, entonces, no es una mera construcción literaria, sino que para el autor es una realidad (y no es posible usar otra palabras ―realidad y literatura― en sentidos que se superponen) circular que se realimenta constantemente. Un psicólogo, o un moralista burgués (lo que es casi lo mismo, diría; los psicólogo no son más que los burgueses de la ciencia, después de todo) diría que este desdoblamiento es una falta, un síntoma de alguna enfermedad, una posible neurosis; pero cualquiera que haya sentido en lo más profundo de sí los alcances de las palabras, de la lectura, de la escritura (para usar la definición que Rabanal prefiere a la sintética palabra «literatura») sabe y entiende que a veces es preferible vivir en ese mundo que en cualquier otro. Después de todo, qué es real… qué es ficción… poco importa.

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Nota: Ruego que me disculpen por la espantosa diagramación en la que el texto se encuentra; no soy yo, es este horrible sistema de «bloques» que ha implementado WordPress y que hace imposible que un texto se presente como uno quiere, sino que lo hace a su modo y como se le da la gana. Intenté arreglarlo de una y otra forma, pero los resultados eran malos o peores (si este es el mejor que conseguí pueden imaginarse lo que fueron los anteriores). Como sea, cansado de pruebas y errores así lo dejaré, con las disculpas del caso.

Cinco cuentos sufíes

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Los cuentos o «historias de enseñanza» desarrollados en diversas culturas, buscan transmitir nuevos caminos de aprendizaje de forma inconsciente y, muchas veces, a través del humor. En la tradicional sufí, el mulah (maestro) Nasrudin es un personaje mítico, una especie de antihéroe utilizado en este tipo de cuentos, concebidos como herramientas para desarrollar el pensamiento lateral o creativo e impulsar un cambio de conceptos acerca de una situación determinada. A veces aparece como un sabio, un maestro, o bien como un tonto e incluso un loco. No puedo dejar de ver en estos cuentos cierto aire similar a los cuentos zen o, incluso, y aunque para esto hay que ser un poco más permisivos, a ciertos koans, de esa misma escuela budista. Más allá de las similitudes o diferencias que se encuentren entre estos cuentos y cualesquiera otro, bien valen por sí mismos, que es lo que realmente importa. Aquí van.

EL GATO DEL GURÚ

Cuando, por las tardes, el gurú se sentaba para las prácticas del culto, siempre andaba por ahí el gato del ashram distrayendo a los fieles. De manera que ordeno que ataran al gato durante el culto de la tarde.
Mucho tiempo después de haber muerto el gurú, seguían atando al gato durante el referido culto. Y cuando el gato murió, llevaron otro para atarlo durante el culto vespertino
Siglos más tarde, los discípulos del gurú escribieron doctos trata dos acerca del importante papel que desempeña el gato en la realización de un culto como es debido.

LA MUJER PERFECTA

Nasrudin conversaba con un amigo:
-¿Entonces, nunca pensaste en casarte?
-Si lo pensé -respondió Nasrudin -En mi juventud resolví buscar a la mujer perfecta. Crucé el desierto, llegué a Damasco y conocí a una mujer muy espiritual y linda, pero ella no sabía nada de las cosas de este mundo. Continué viajando y fui a Isfahan: allí encontré a una mujer que conocía el reino de la materia y el del espíritu, pero no era bonita. Entonces, resolví ir hasta El Cairo donde cené en la casa de una moza bonita, religiosa y conocedora de la realidad material.
-Y por qué no te casaste con ella?
-¡Ah, compañero mío! Lamentablemente ella también quería un hombre perfecto.

LEVANTARSE TEMPRANO

Nasrudin, hijo mío, hay que levantarse ternprano en las mañanas,
-¿Por qué, padre?
-Es un buen hábito. Yo un día me levanté al amanecer y salí a dar un paseo. En el camino me encontré una bolsa con oro.
-¿Cómo sabes que no fue perdida la noche anterior?
-Ese no es el punto. En cualquier caso, no estaba ahí la noche anterior, yo lo hubiera notado.
–Entonces no es muy bueno para todos levantarse muy temprano. El que perdió la bolsa debió haberse levantado antes que tú.

OCUPACIONES

Erase una vez un sufi a quien se le acercó un erudito de una devoción incomparable, célebre por el meticuloso cumplimiento de sus deberes externos. Este hombre le dijo al sufi:
-Observo que no se te ve en las oraciones públicas.
-Así es. -Respondió el sufi.
El hombre continuo:
-Vistes ropas corrientes y no las túnicas de varios colores que utilizan muchos sufis.
-Cierto.
-Y no te reúnes con otras personas para debatir acerca de la espiritualidad; raramente te vemos con un rosario en la mano. Nunca te refieres a los grandes maestros, y en apariencia no te atraen las personalidades santas -Prosiguió el hombre.
-Cierto, muy cierto -Confirmó el sufi.
-Puedo preguntar por qué?
El sufi respondió:
-Porque ocuparme demasiado en tales cosas interferiría con mis actividades espirituales.

SILENCIO

En ocasiones los ruidosos visitantes causaban un verdadero alboroto que acababa con el silencio del monasterio. Aquello molestaba bastante a los discípulos; no así al maestro, que parecía estar tan contento con el ruido como con el silencio. Un día, ante las protestas de los discípulos, les dijo:
-El silencio no es la ausencia de sonido, sino la ausencia de ego.

Por qué leer a los clásicos: Italo Calvino

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Desde hace tiempo vengo diciendo, un poco en broma, un poco en serio, aquello de «Para modernos, llos clásicos». Ahora, leyendo a uno que seguramente integrará la lista de clásicos futuros, encuentro una prolija lista de razones por las cuales hay que acercarse a esos libros que han logrado vencer al tiempo de manera más que robusta. Los clásicos son, para Italo Calvino (a él me refiero, por supuesto, y a su libro Porqué leer los clásicos), aquellos libros que nunca terminan de decir lo que tienen que decir, textos que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, e inéditos resultan al leerlos de verdad. Ejemplos sobran, pero lo mejor es que cada quien forme su propia biblioteca de clásicos y la vaya alimentando a medida que pasa el tiempo. Por lo pronto, como excelentes argumentos a favor de ellos, aquí va la lista de Calvino:

I. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy releyendo…» y nunca «Estoy leyendo …».

II. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.

III. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.

IV. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.

V. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.

VI. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

VII. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).

VIII. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.

IX. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.

X. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes.

XI. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.

XII. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce en seguida su lugar en la genealogía.

XIII. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.

XIV. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.

Deberes irrenunciables (La salvación por la escritura II)

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En consonancia con al última entrada, la cual gracias a los comentarios dejados allí me obligaron a seguir pensando en el tema de la importancia de la escritura como forma de salvar algunos escollos personales al mismo tiempo que se crea algo independiente de lo que uno es, recordé las más que conocidas Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke. De ellas, elegí esta, firmada en París el 17 de febrero de 1903, la cual sintetiza toda la idea que se expresa a lo largo de ese breve volumen:

Paris, 17 de febrero de 1903

Muy estimado señor:

Su carta me llegó hace unos días. Quiero agradecérsela por confianza amplia y amable. Apenas si puedo hacer más. No puedo avenirme a considerar la manera de sus versos, pues todo intento de crítica está muy lejos de mí. Nada es tan ineficaz come abordar una obra de arte con las palabras de la crítica: de ello siempre resultan equívocos más o menos felices. Las cosas no son tan comprensibles y descriptibles como generalmente se nos quiere hacer creer.

Pregunta usted si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Antes se lo ha preguntado a otros. Los envía a las revistas. Los compara con otras poesías, y se inquieta cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos. Ahora (ya que usted me ha permitido aconsejarle), ruégole que abandone todo eso. Usted mira a lo exterior, y esto es, precisamente, lo que no debe hacer ahora. Nadie le puede aconsejar ni ayudar, nadie. Solamente hay un medio: vuelva usted sobre sí. Investigue la causa que le impele a escribir; examine si ella extiende sus raíces en lo más profundo de su corazón. Confiese si no le sería preciso morir en el supuesto que escribir le estuviera vedado. Esto ante todo: pregúntese en la hora más serena de su noche: «¿debo escribir?». Ahonde en sí mismo hacia una profunda respuesta; y si resulta afirmativa, si puede afrontar tan seria pregunta con un fuerte y sencillo «debo«, construya entonces su vida según esta necesidad; su vida tiene que ser, hasta en su hora más indiferente e insignificante, un signo y testimonio de este impulso. Después acérquese a la naturaleza. Entonces trate de expresar como un primer hombre lo que ve y experimenta, y ama y pierde. No escriba poesías de amor; sobre todo evite las formas demasiado corrientes y socorridas: son más difíciles, pues es necesario una fuerza grande y madura para dar algo propio donde se presentan en cantidad buenas y, en parte, brillantes tradiciones. Por eso, sálvese de los motivos generales yendo hacia aquellos que su propia vida cotidiana le ofrece; diga sus tristezas y deseos, los pensamientos que pasan y su fe en alguna forma de belleza. Diga todo eso con la más honda, serena y humilde sinceridad, y utilice para expresarse las cosas que lo circundan, las imágenes de sus sueños y los temas de su recuerdo. Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe, cúlpese usted; dígase que no es bastante poeta para suscitar sus riquezas. Para los creadores no hay pobreza ni lugar pobre, indiferente. Y aun cuando usted estuviese en una prisión cuyas paredes no dejasen llegar hasta sus sentidos ninguno de los rumores del mundo, ¿no le quedaría siempre su infancia, esa riqueza preciosa, imperial, esa arca de los recuerdos? Vuelva usted a ella su atención. Procure hacer emerger las hundidas sensaciones de aquel vasto pasado: su personalidad se afirmará, su soledad se agrandará y convertirá en un retiro crepuscular ante el cual pase, lejano, el estrépito de los otros. Y si de esta vuelta a lo interior, si de este descenso al mundo propio surgen versos, no pensará en preguntar a nadie si los versos son buenos. Tampoco tratará de que las revistas se interesen por tales trabajos, pues verá en ellos su preciada posesión natural, un trozo y una voz de su vida, Una obra de arte es buena cuando ha sido creada necesariamente. En esta forma de originarse está comprendido su juicio: no hay ningún otro. He aquí por qué, estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste; volver sobre sí y sondear las profundidades de donde proviene su vida; en su fuente encontrará la respuesta a la pregunta -si debe crear- Admítala como suene, sin sutilizarla. Acaso resulte que usted sea llamado a devenir artista. Entonces tome usted sobre sí esa suerte y llévela, con su pesadumbre y su grandeza, sin preguntar jamás por la recompensa que pudiera llegar de fuera. Pues el creador tiene que ser un mundo para sí, y hallar todo en sí y en la naturaleza, a la que se ha incorporado.

Pero después de este descenso a su mundo y a sus soledades, tal vez usted deba renunciar a llegar a ser poeta (basta sentir, como queda dicho, que se podría vivir sin escribir, para no permitírselo en absoluto). Aun así, este recogimiento que le encarezco no habrá sido vano. En todo caso, a partir de entonces, su vida encontrará caminos propios; y que sean buenos, ricos y amplios, se lo deseo más de lo que puedo expresar.

¿Qué más le diré? Me parece haber acentuado todo según corresponde. En suma, sólo he querido aconsejar que adelante tranquila y seriamente en su evolución; la perturbará profundamente si mira a lo exterior o si de lo exterior espera respuestas a preguntas que sólo su íntimo sentimiento, en la hora más propicia, acaso pueda responder.

Nunca es (ni será) tarde

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Cada tanto las noticias nos acercan casos puntuales de ancianos que terminan su carrera universitaria o de abuelos que a avanzada edad han comenzado, por ejemplo, a aprender a leer y escribir. Esos casos son presentados como ejemplos a seguir, cosa que son y muy dignos de aplauso. Pero también hay algunos ejemplos que son más puntuales y directos para aquellos quienes ya estamos corriendo contra reloj y que aún no hemos publicado o que apenas hemos publicado un solo volumen. Por ejemplo, la infografía con la que abro esta entrada nos muestra algunos ejemplos de escritores que empezaron a escribir o a publicar a una edad que muchos ya consideran como tarde o, tal vez, algo peor. Allí tenemos, entre otros, a Amy Tan, Raymond Chandler, Stieg Larsson, y al más grande de todos: José Saramago. Faltan algunos otros que también comenzaron a escribir pasados los cincuenta, como Laura Ingalls Wilder, quien publicó La casa de la pradera a los 64 años; el Marqués de Sade quien comenzó a escribir a los 40 años pero publicó su primer libro, Justine, a los 51 años; Giuseppe Tomasi di Lampedusa, quien empezó a escribir a los 58 años, luego de asistir a un premio literario y que tardaría dos años en terminar y publicar El gatopardo; o Isak Dinesen, quien publica un volumen de relatos a los 50 años, poco antes de publicar su famoso Memorias de África.

En síntesis: que aún estamos a tiempo o, como dice Benjamín Prado en su poema, que Nunca es tarde, hombre; así que ¿Qué diablos estás esperando?

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Nunca es tarde

Nunca es tarde para empezar de cero,
para quemar los barcos,
para que alguien te diga:
-Yo sólo puedo estar contigo o contra mí.

Nunca es tarde para cortar la cuerda,
para volver a echar las campanas al vuelo,
para beber de ese agua que no ibas a beber.

Nunca es tarde para romper con todo,
para dejar de ser un hombre que no pueda
permitirse un pasado.

Y además
es tan fácil:
llega María, acaba el invierno, sale el sol,
la nieve llora lágrimas de gigante vencido
y de pronto la puerta no es un error del muro
y la calma no es cal viva en el alma
y mis llaves no cierran y abren una prisión.

Es así, tan sencillo de explicar: -Ya no es tarde,
y si antes escribía para poder vivir,
ahora
quiero vivir
para contarlo.

Por qué leo, por qué escribo

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Pessoa 03

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«Hay metáforas que son más reales que la gente que anda por la calle. Hay imágenes en los escondrijos de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una individualidad absolutamente humana. Pasos de parágrafos míos hay que me hielan de pavor, tan nítidamente gente los siento, tan recortados contra las paredes de mi cuarto, en la noche, en la noche, en la sombra (…) He escrito frases cuyo sonido, leídas en voz alta o baja -es imposible ocultar su sonido-, es absolutamente el de una cosa que ha cobrado exterioridad absoluta y alma enteramente.

¿Por qué expongo yo de vez en cuando procedimientos contradictorios e inconciliables de soñar y de aprender a soñar? Porque, probablemente, tanto me he acostumbrado a sentir lo falso como lo verdadero, lo soñado tan nítidamente como lo visto, que he perdido la distinción humana, falsa creo, entre la verdad y la mentira».

Fernando Pessoa. Libro del desasosiego.

De ciegos y cegueras

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Scafati

Ilustraciones de Luis Scafati para Informe sobre ciegos, de Ernesto Sábato 

 

Leo un poema de Charles Baudelaire por demás particular. El poeta francés, como bien se sabe, no deja indiferente con sus textos, y éste me produce una ligera sensación de incomodidad. Hijo del siglo XX y del XXI, no puedo menos que pensar que esa mirada sobre los ciegos no es del todo correcta, que algo de lo que se dice allí no debería ser dicho, no, al menos, de esa forma:

Los ciegos

¡Contémplalos, alma mía; son realmente horrendos!
Parecidos a maniquíes; vagamente ridículos;
Terribles, singulares como los sonámbulos;
Asestando, no se sabe dónde, sus globos tenebrosos.
Sus ojos, de donde la divina chispa ha partido.
Como si miraran a lo lejos, permanecen elevados
Hacia el cielo; no se les ve jamás hacia los suelos
Inclinar soñadores su cabeza abrumada.
Atraviesan así el negror ilimitado,
Este hermano del silencio eterno. ¡Oh, ciudad!
Mientras que alrededor nuestro, tú cantas, ríes y bramas,
Prendada del placer hasta la atrocidad,
¡Mira! ¡Yo me arrastro también! Pero, más que ellos, ofuscado,
Pregunto: ¿Qué buscan en el Cielo, todos estos ciegos?

 

La poesía de Baudelaire, como dije, no es una lectura pasajera, de esa que conforma al lector. No, ella nos obliga a seguir avanzando, a seguir buscando en otros o en nosotros la respuesta a las incógnitas que plantea. Leo por segunda vez el poema y recuerdo aquel fragmento del final de ensayo sobre la ceguera, de José Saramago: «Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven». Es entonces cuando me pregunto de a cuáles ciegos se refiere Baudelaire ¿De aquellos que no ven o de los que no quieren ver?

Así se empieza

 

Brontë

 

En inglés existe un término interesante: paracosmo, el cual hace referencia a un mundo imaginario, muy detallado; especialmente uno creado por un niño. Un maravilloso ejemplo lo tenemos en la siguiente historia:

Cuando el curador inglés Patrick Brontë trajo a casa una caja de soldados de madera en junio de 1829, su hijo Branwell, de 12 años, los compartió con sus hermanas. «¡Este es el duque de Wellington! ¡Será mío!», Gritaban Charlotte, de 13 años, Emily, de 11, y Anne, de 9. Ellas se hicieron cargo de sus propios héroes. En la imaginación compartida de los niños, los «hombres jóvenes» viajaron a la costa oeste de África; se establecieron allí después de una guerra con las tribus indígenas ashantee; eligieron a Arthur Wellesley, el duque de Wellington, como su líder, y fundaron la Gran Ciudad del Vidrio en el delta del río Níger.

 

bronte sisters

 

Después de 1831, Emily y Ann se «separaron» para crear un país imaginario separado, Gondal y, después de 1834, Charlotte y Branwell desarrollaron Glass Town en otra nación imaginaria, Angria. Las niñas, jugando con diferentes combinacionesde personajes y locaciones, escribieron historias y compusieron tramas, poemas y obras de teatro sobre estos mundos de fantasía compartidos; con diversas alianzas, disputas y relaciones amorosas que se desarrollan en África y el Pacífico. Estos escritos finalmente llenaron 484 páginas antes de que los intereses propios de una edad madura enviaran a los Brontë en diferentes direcciones. Más tarde, este trabajo inicial ayudaría a dar forma a los temas y estilos de sus poemas y novelas.

Recuerdo, ahora, aquella frase de Rilke: «La patria es la infancia». Todo está, de alguna manera, allí. Esto no quiere decir que las cosas ya estén determinadas por un momento u otro de nuestras vidas; pero en ciertas ocasiones toda una vida puede verse unida por un hilo invisible que la recorre y le da sentido. ¿Hubieran sido las hermanas Brontë escritoras de no haber recibido aquellos soldaditos de madera en su infancia? Posiblemente sí, pero no puedo menos que creer que sus historias hubiesen sido muy diferentes.