«Odio a los indiferentes. Creo que vivir es tomar partido. Quien verdaderamente vive no puede dejar de ser ciudadano ni de tomar posición. La indiferencia es abulia, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso, odio a los indiferentes. La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador y la materia inerte en la cual frecuentemente se ahogan los entusiasmos más esplendorosos». Antonio Gramsci.
Hace unos días tuve la fortuna de conocer a Fernando Esteban Lozada (Ex presidente y titular de relaciones interinstitucionales de la Asociación Civil Ateos Mar del Plata y organizador del IV Congreso Nacional de Ateísmo que se llevará a cabo el próximo 7 y 8 de diciembre), con el cual mantuvimos una agradable charla que duró un buen par de horas. Estuvimos de acuerdo en casi todos los puntos, inclusive en el cansancio que ya producen los inevitables debates o –por qué no usar el término– confrontaciones con los creyentes que uno se encuentra a lo largo de los días. Estuvimos de acuerdo en la necesidad de no ser excesivamente violentos en estas discusiones, ya que los ateos venimos con una carga de mala publicidad que a la menor muestra de énfasis o intransigencia se torna una herramienta todopoderosa en manos de nuestros contrincantes. Pero aquí yo me permití una salvedad. En mi caso en particular (éste es otro punto a tener en cuenta: los ateos no somos una masa indiferenciada de pensamiento) reconocí que, en determinados casos, abandono (y creo que se debería abandonar de manera terminante) todo límite de tolerancia. Hay situaciones en donde no se puede ser tibio ni condescendiente. Hay situaciones en donde se debe confrontar con todas las herramientas que uno posea y, si es posible, se deben conseguir más y mejores. Me refeiro, por ejemplo, a casos como los que siguen:



Tres casos similares: padres que dejan morir a sus hijos porque prefieren rezar antes que llevarlos al médico. No se puede se condescendiente en estas situaciones y no me importa que me llamen fanático por mi postura ante casos como estos; y lo que digo no es ninguna exageración, las religiones y las personas religiosas tienen un estatus que los demás miembros de la sociedad no poseemos. Cualquiera de nosotros, si dejáramos morir a uno de nuestros hijos (bajo terribles padecimientos, como dice el titular del último recorte) seríamos juzgados y condenados por negligencia y abuso de un menor, pero quienes hacen lo mismo amparándose en el nombre de Dios son dejados en libertad.
Y hay muchísimos casos más que podrían seguir ilustrando esta entrada: los Testigos de Jehová que no permiten que se les realice transfusiones de sangre a sus hijos aun si esto les acarrea la muerte, los castigos a aquellas menores (generalmente niñas) «poseídas» por algún demonio, las delirantes mujeres que han escuchado la voz de Dios diciéndole que maten a sus hijos (y que lo han hecho, en otro momento hablaré de ello) o el fanatismo idiota del hombre que cortó su mano y la cocinó en un microondas porque ésta «tenía la marca del diablo».
Y ya he hablado, en su momento, de los bondadosos musulmanes. Pero como muestra, dejo sólo un recordatorio:

Es en estos casos cuando mi ateísmo privado y silencioso quiere volverse antiteísmo liso, llano y directo. Antiteísmo y antirreligiosidad. No se puede permitir que el derecho a creer en lo que uno quiera se convierta en el derecho a decidir sobre la vida y la muerte de un inocente. Es por ello que incluí la cita de Gramsci que abre esta entrada. Porque aun hoy hay muchos –incluso personas que no son particularmente religiosas– que tiemblan ante la sola idea de enfrentarse a un creyente, por más ignorante o salvaje que sea su creencia pretendiendo que esos «son temas privados». Esa gente son los indiferentes de los que habla el autor italiano y; en mi caso particular los odio tanto como a los que dejan morir a sus hijos en el nombre de Dios o de quien sea.
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