Sobre el mar de nubes

 

Solitude 01

El caminante sobre el mar de nubes – Caspar David Friedrich

 

Alguna vez titulé una entrada en este blog con una frase que no es mía pero que me apropié de una vez y para siempre: «Para modernos, los clásicos». Fiel a ella por convicción y costumbre, encuentro en la lectura de aquellos textos que tienen más de algunos siglos encima una fuente inagotable tanto de placer estético como intelectual. Vuelvo una y otra vez a Epicuro, a Lucrecio, a Montaigne, a Schopenhauer, a Esquilo, a cualquiera de ellos para encontrar, incluso, respuestas a los problemas de hoy. Esa es la maravilla de esos textos: podemos leerlos para pasar el rato o para pensar más profundamente en nosotros mismos; lo mismo vale el entretenimiento que el pensamiento. También, si tenemos suerte, conseguiremos ambas cosas al mismo tiempo.

Por ejemplo, eso es lo que me ocurrió al reencontrarme con la famosa Oda I – Vida retirada, de Fray Luis de León (1527-1591) ¿No es lo mismo que dice Epicuro en Carta a Meneceo? Lo más curioso (lo que no dejó de despertar una sonrisa en mí cuando noté esto) es que Fray Luis de León era un sacerdote agustino que en nada nos haría pensar que podría llegar a compartir una idea tan fuerte con el detestado (para la iglesia católica) Epicuro. Veamos algunos versos:

¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruïdo,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido;

Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio Moro, en jaspe sustentado!

No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera,
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.

 

Pues sí, ahí parece estar don Luis charlando de igual a igual con algunos de los presentes (incluida alguna hetaira —aunque el término no es del todo correcto— ¡horror de horrores! en aquel jardín que se encontraba en las afueras de Atenas). Luego, al llegar a estos versos, no pude menos que relacionarlos con otro autor, éste más moderno: Edmond Rostand (1868-1928):

Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.

 

¡Pero si esto no es más que Cyrano de Bergerac! me dije. Véanlo:

Pero cantar… soñar…. reír, vivir, estar solo, ser libre
tener el ojo avizor, la voz que vibre
ponerme por sombrero el universo,
por un si o un no batirme o hacer un verso.
Despreciar con valor la gloria y la fortuna,
viajar con la imaginación a la luna,
sólo al que vale reconocer los méritos,
no pagar jamás por favores pretéritos,
renunciar para siempre a cadenas y protocolo,
Posiblemente no volar muy alto, pero solo.

 

El círculo se cierra a través del tiempo (aunque podríamos añadirle muchos eslabones más a la cadena. Por ejemplo, podemos sumar a Henry Purcell (1659-1695) y su O solitude, cuyos versos primeros son «Oh soledad, mi más dulce elección / Lugares dedicados a la noche / Lejos del tumulto y del ruido / ¡Cómo se deleitan mis inquietos pensamientos!»): Epicuro hace dos mil doscientos años, Fray Luis de León hace cuatrocientos, Rostand hace poco más de cien. Y el mismo mensaje, simple, directo, sencillo, actual: cantar… soñar…. reír, vivir, estar solo, ser libre…

Pueden leer la Oda I – Vida retirada, de Fray luis de León, aquí.

Pueden leer la Carta a Meneceo, de Epicuro, aquí.

Pueden leer el soliloquio de Cyrano de Bergerac, de Edmond Rostand, aquí.

Y ya que estamos pueden escuchar a Henry Purcell, en la voz de Anne Sofie von Otter (con letra incluida debajo), aquí.

La soledad del puercoespín

 

Puercoespines

 

En invierno los puercoespines se encuentran aquejados por dos sufrimientos. O bien se alejan unos de otros y padecen frío, o bien se juntan unos con otros para mantener el calor y se clavan las espinas que les destrozan las carnes. Buscan, pues, una situación intermedia aceptable entre la soledad helada y la proximidad hiriente. Mediante esta fábula, Arthur Schopenhauer resume de una manera sencilla uno de los aspectos importantes de su pensamiento. Como los puercoespines en invierno, los hombres se encuentran, según él, empujados los unos a los otros por «la necesidad de la sociedad surgida del vacío y de la monotonía de su propio interior (…) pero sus numerosas cualidades repulsivas y sus insoportables defectos los dispersan de nuevo. La distancia intermedia que terminan por descubrir y en la cual la vida en común se hace posible, consiste en la cortesía y las buenas maneras».

«Como regla general», escribe, «se puede decir que la sociabilidad de un hombre se encuentra casi en relación inversa con su valor intelectual: decir que “es muy insociable”, equivale casi a decir que él es un hombre de gran capacidad». ¿Estamos condenados a la fría soledad, a las ilusiones sociales o a la mediocre «cortesía»? No, porque existe una alternativa que aparece al final de la parábola: «el que posee en sí mismo una gran dosis de calor interior, prefiere alejarse de la sociedad para no causar contrariedades ni sufrirlas».

Como siempre, la soledad buscada es la respuesta a lo que nos ofrece la sociedad.

El silencio azul de Ivo van de Graft

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Como un laberinto de un solo pasillo, circular y eterno, la soledad siempre nos llevará de manera indefectible a encontrarnos con nosotros mismos.

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Paradoja. Ese encuentro nunca nos hundirá en el pozo de la individualidad sino que, por el contrario, nos dejará ver en todos y cada uno de los otros el reflejo de nuestra mirada.

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Como una escala descendente en cualquier instrumento, la obra de Ivo van de Grift llama a silencio o lo evoca desde ese diálogo que mantiene con Edward Hopper. El espacio desierto de la obra es el silencio de la palabra o de la música.

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No hay soledad si al menos hay una luz encendida en algún sitio. La promesa de una presencia humana es todo lo que necesitamos para parir esperanza.

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Las imágenes de Giorgio de Chirico atisban desde algún ángulo de la pantalla. Detrás de su marcada diferencia permanece lo igual. Donde allí hay abigarrada paleta, aquí hay monocromía; donde allí hay una sombra que promete una presencia, aquí hay una luz que indica esa misma presencia.

Ivo van de Grift (9)«El resto es silencio» Dice Shakespeare al final de Hamlet. Como siempre, como desde el inicio secreto del tiempo, el resto es silencio y el silencio nos pertenece sólo a nosotros y al ahora.Ivo van de Grift (8)Éste es el camino: abrir las puertas a las fronteras infinitas. Abrirlas como algo definitivo, abrirlas como se hacen las cosas definitivas: para siempre. (Dejar abierta una puerta, si no se mira atrás, es también cerrarla). La mejor parte de mí siempre deja una puerta abierta. La mejor parte de mí nunca mira atrás. La mejor parte de mí nace a cada paso. La mejor parte de mí muere a cada instante.

 

La única

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El filósofo José Pablo Feinmann denomina a internet como letrinet, ya que en la red cualquiera dice lo que quiere sin necesidad de probar nada, ni de justificar una idea ni de sostener una acusación con pruebas. En la red cualquier tonto con pretensiones de listo molesta al prójimo y nada puede hacerse contra eso, salvo, claro está, apagar todo y quedarse al margen. Esto que digo viene al caso por dos cuestiones que me pasaron recientemente. No voy a ahondar mucho en ellas, no vale la pena; sólo voy a tocarlas tangencialmente para que quede claro lo que quiero decir.

El primero de los casos se debió a la intervención supuestamente graciosa de algunos imbéciles en una charla abierta en una red social. Nada más que eso, es cierto, pero no deja de ser sintomático que no haya un espacio, uno solo, donde se pueda hablar sin que los tarados con tiempo libre comiencen a ensuciar todo con sus mediocres intervenciones. El segundo de los casos se debió a que, al comentar esto, hubo quien me dijo que yo me quejaba demasiado, que había que dejarlos, que todos tenemos el derecho a decir lo que queramos, etc.

Pues bien, lo siento mucho, pero estoy harto de que la gente no se queje. Estoy harto de que con argumentos por demás livianos (los cuales generalmente esconden una profunda cobardía) haya quien permita que se lo trate mal (o que se lo atienda mal en un negocio) y que nunca tengan el valor de poner las cosas en su lugar. Me tienen harto quienes, como el avestruz del cuento, esconden la cabeza bajo tierra mientras «dejan pasar las cosas». por cierto, si vamos a usar la lógica estricta, y si todo el mundo tiene derecho a decir lo que piensa o cree, por ende yo tengo derecho a enojarme y decir que las cosas no funcionan ¿Por qué siempre debo ser yo el que debe callarse?

Como dice el cartón con que se abre esta entrada, la única privacidad que nos está quedando es nuestra mente. Sí, eso mismo; a veces uno no tiene otro camino que apagar todo, cerrar las puertas y encerrarse en su propia mente. Al menos allí no tenemos ninguna sucursal de letrinet.

De tal palo…

Soledad en el bosque

Me encantó este cartón o historieta que me pasó mi hija desde la otra cara del planeta. En eso salió igualita al padre: ambos creemos que si ser un animal social es reunirse para hablar estupideces, para emborracharse por deporte o para discutir naderías con tono de pseudocientífico que acaba de caerse por las escaleras, pasamos de largo hasta la próxima estación. En lugar de frasecitas adocenadas y políticamente correctas, preferimos aquellas palabras de Emile Cioran que de tan certeras les caen pesadas al noventa por ciento de la población: Cualquier persona inteligente o decente odia a la mitad de sus contemporáneos.

Una necesidad indispensable.

PN814_G«Siempre he sentido una gran necesidad de estar solo,  necesito amplias superficies de soledad, y cuando no logro tenerlas, como ha sido el caso los últimos cinco años, a veces la frustración llega a ser desesperada o agresiva. Y cuando lo que me ha mantenido en marcha durante toda mi vida de adulto, es decir, la ambición de llegar escribir algo grande un día, resulta amenazado de esa manera, mi único pensamiento, que me roe como una rata, es que tengo que huir».

Gracias a un oportuno préstamo del poeta michoacano José Agustín Solórzano, me encuentro leyendo el primer volumen de los seis que forman la obra magna de Karl Ove Knausgard Mi lucha (José Agustín tiene los tres primeros; cuidaré mucho que nada le pase a este que me prestó, a ver si consigo los otros dos). El fragmento que cité, aunque tangencial en lo referente al tema central de la novela, podría haberlo escrito yo mismo en algún momento indeterminado de los últimos treinta años. La necesidad de un espacio propio y de un tiempo que también sea propio (con total privacidad, lo cual significa soledad absoluta) es tan fuerte que a veces debo contenerme para no ser grosero con quienes me rodean. Espero que las personas que me quieren y a las que quiero sepan entender esto porque, por una parte uno no quiere perderlas; pero tampoco uno quiere perderse a sí mismo con el fin de encajar a como dé lugar.

Sobre la novela de Knausgard hablaré en otro momento. En apenas cincuenta páginas ya me ha dado material en el que pensar y trabajar más que varios libros completos. Pero vamos paso a paso, página a página, abriendo, sobre todo, espacios amplios y bien aireados.

La música de la soledad

La soledad es la suerte de todos

los espíritus excelentes.

Arthur Schopenhauer.

tumblr_nkba8qxlHq1srlqpvo1_540Hace un par de días alguien me pasó el enlace a un artículo cuyo título es Por qué las mentes más brillantes necesitan soledad; el cual me pareció interesante pero lo único por lo cual puedo llegar a entender que me lo hayan pasado es por el tema de la soledad en sí misma y poco más. Quien me lo pasó sabe de mi relación estrecha con la necesidad de permanecer alejado de los grandes grupos en general y, no pocas veces, de toda persona en particular. Para mí la soledad es, más que una opción, una necesidad primaria y los placeres que me ha proporcionado son únicos e irrepetibles; de allí, entonces, esa necesidad y esa búsqueda constante de ella.

Recordé, luego de leer el artículo (quien esté interesado en leerlo puede hacerlo aquí), aquel magnífico monólogo del Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand; héroe romántico por antonomasia. Luego de explicitar su forma de conducirse (lo cual sería un excelente decálogo para los tiempos que corren), Cyrano nos regala el perfecto epílogo para esa maravillosa declaración. Les dejo a continuación el monólogo:

«¿Qué quieres que haga? ¿Buscar un protector, un amo tal vez?

¿Y como hiedra oscura que sobre la pared medrando sibilina y con adulación

cambiar de camisa para obtener posición?

No, gracias.

¿Dedicar si viene al caso versos a los banqueros,

convertirme en payaso, adular con vileza los cuernos de un cabestro

por temor a que me lance un gesto siniestro?

No, gracias.

¿Desayunar cada día un sapo? ¿Tener el vientre panzón?

¿Un papo que me llegue las rodillas con dolencias

pestilentes de tanto hacer reverencias?

No, gracias.

¿Adular el talento de los canelos, vivir atemorizado por infames libelos, y repetir sin tregua

Señores, soy un loro, quiero ver mi nombre en letras de oro?

No, gracias.

¿Sentir temor a los anatemas? ¿Preferir las calumnias a los poemas, coleccionar medallas, urdir falacias?

No, gracias; no, gracias; no, gracias…

……

Pero cantar… soñar… reír, vivir, estar solo

ser libre

tener el ojo avizor

la voz que vibre

ponerme por sombrero el universo,

por un sí o un no batirme o hacer un verso

despreciar con valor la gloria y la fortuna,

viajar con la imaginación a la luna,

sólo al que vale reconocer los méritos,

no pagar jamás por favores pretéritos,

renunciar para siempre a cadenas y protocolo,

Posiblemente no volar muy alto,

pero solo…

Por último les dejo, también, el mismo fragmento en la perfecta voz y actuación de Gerard Depardieu. Pueden ver el video aquí. Y felices soledades.

El oxímoron de la soledad

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Un oxímoron une dos conceptos de significado opuesto que, en literatura, se utilizan para vigorizar cierta idea o imagen que se quiere imponer. No siempre es fácil encontrar la unicidad final del oxímoron, pero siempre produce un efecto de incomodidad o de asombro en el lector. Si Rubén Darío escribe: «rugido callado» uno piensa que se le fue la mano con el oxímoron. Pero si alguien escribe «desmayo dichoso» o «payaso trágico» ya vemos de qué se trata. Hay «desmayos dichosos». Y los payasos (para mí, al menos) son casi siempre «trágicos», un oxímoron sobre el que Charlie Chaplin ha hecho casi todo su cine. Sobre todo su excepcional filme El circo. Cuando Charlie, al final, se queda solo, sentado sobre su pequeña y destartalada valija, circundado por el enorme círculo que ha dejado en la tierra la carpa del circo que no está, el circo al que él pertenecía, el que lo abandonó y, con él, su heroína, uno comprende el oxímoron. Ése es un payaso trágico. Porque la imagen produce las dos cosas que busca. Por un lado nos reímos. La facha de Chaplin sentado sobre su patética valija y rodeado por un círculo perfecto exhibe una contraposición patética: qué enorme era el circo, que pequeño es Charlie. Y también: ¿qué hace ahí, qué espera, por qué se quedó, por qué está sentado justo en el centro del círculo, qué pretende señalar, de qué pretende ser el signo restante? ¿Del circo que ya no está? Pero si el circo no está es porque no está. De nada sirve que él se quede donde antes estuvo. Tal vez nos quiere decir que el circo era el centro de su alma y que ahora, que no está, él, o su alma, están solos. Aquí es donde empieza el otro efecto del oxímoron. Ya no reímos. Ahora nos apena ese hombrecito solo y hasta comprendemos (y ésta es la genialidad de la imagen: poder convertirse en una cifra de la condición humana) que todos somos él. Que todos estamos solos, sentados en el medio de algo que ya no está y condenados a esperar eternamente.

Feinmann, José Pablo; Filosofía política del poder mediático. P.28

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Ana duerme sola.

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Ana y Miguel comenzaron a salir al año de haberse conocido. Trabajaban juntos, pero hasta ese momento sólo habían mantenido charlas casuales, triviales en su mayor parte.
Se sentían bien juntos. Disfrutaban la compañía del otro de ese modo casi adolescente que acompaña siempre los primeros tiempos de encuentros; los primeros besos, los primeros paseos tomados de la mano. Ambos coincidían en un punto central, el cual fue puesto en palabras, por vez primera, por Ana: «Los años pasan, los hijos se van… y ya estoy cansada de dormir sola». Miguel asintió y reconoció que sentía exactamente lo mismo. Sólo había un punto de discrepancia entre ellos, el cual estuvieron de acuerdo en evitar: Ana es una ferviente seguidora de la iglesia evangélica mientras que Miguel no cree en nada. Absolutamente en nada.
De todos modos, eran tantas las cosas buenas que tenían en común que eso no parecía un problema insoluble, aunque al final lo fue. Una tarde Ana le dijo a Miguel que todo había sido un error y sus razones –se dio cuenta Miguel– eran un cúmulo de lugares comunes: «Yo necesito a un hombre de Dios»; «Un hombre que me acompañe en mi camino» y otras frases por el estilo. Miguel lo supo de inmediato y Ana lo reconoció: ella le había pedido consejo al Pastor de su congregación. Éste, haciendo gala de cristianos sentimientos no solo juzgó a un hombre que no conocía, sino que lo condenó como si fuese un hijo directo del mismo demonio. También la condenó a Ana, pero eso ya venía haciéndolo desde hacía tiempo; desde que comenzó a adoctrinarla en el miedo al infierno y en que solo él sabía lo que era bueno para ella.

Nada sabe Miguel qué es lo que siente Ana hoy; pero está seguro de que no es feliz, al igual que él, durmiendo sola.

El tobogán

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Si dijéramos que la vida es como un tobogán, yo no voy a decir que ya me estoy deslizando por la pendiente; pero sé que tampoco tengo más peldaños para subir. Digamos que estoy sentadito allá arriba, con los pies descansando en el declive de madera, aferrado a la baranda de metal, mirando sin querer ver hacia adelante y pensando en cuáles son mis opciones. Y me doy cuenta de que no las hay. Miro hacia atrás y veo con horror que algún desgraciado, algún malnacido, algún hijo de mala madre me ha ido quitando todos y cada uno de los escalones a medida que iba subiendo, así que no me queda otro camino que ir hacia adelante. Apoyo mi frente en la curva de la fría baranda de metal y me digo «Mierda…» Por más que me agarre con todas mis fuerzas sé, también, que mi cuerpo no es el de antes y que poco a poco va a comenzar a deslizarse pendiente abajo (ya ha empezado a hacerlo, sólo que aún no ha tomado velocidad y puedo mentirme pensando o imaginando cierta inmovilidad). Pienso que algunos afortunados bajan con cierta alegría o tranquilidad, pero son muy pocos. Menos aún son los que bajan acompañados y de éstos hay que descontar a muchos que detestan a esa compañía, así que los que bajan acompañados con quien ellos realmente desean para aquella parte del trayecto son escasísimos. La mayoría, reconozcámoslo, baja a desgano o a los gritos, cuando no llorando a moco tendido mientras insulta al destino o a su suerte.