¡Y el artista ganador es… !

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 ¿Quiénes son los artistas más populares buscados en Google en los diferentes países del mundo? He encontrado este resumen de esas búsquedas, el cual fue realizado en la base de datos del buscador más usado a lo largo y ancho del globo terráqueo, por la revista Art Supplies, en febrero de este año.

Según el artículo, «La gente tiene que recurrir a Internet como la única forma de ver el trabajo de tantos artistas de fama mundial. Con esto en mente, queríamos saber qué artistas fueron los más buscados en 2020 y quién ha sido más popular en cada país durante la pandemia. Hemos creado un mapa mundial para mostrar a los artistas más populares del mundo de un vistazo y también un desglose de los ganadores en cada continente. El mejor artista se encontró utilizando los datos de búsqueda de 2020 en cada país para cada artista».

La idea me pareció interesante y es por eso que decidí que sería bueno compartirla; pero desde ya les digo que a mí no me digan nada del lenguaje utilizado en el artículo; eso de «artista ganador» o «El mejor artista» me sabe más a texto escrito por un periodista deportivo que cultural, pero bueno, es lo que hay.

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Entonces tenemos esas bonitas imágenes continentales con los artistas más buscados en cada país. Lo primero que me llamó la atención es que solo siete artistas ocupan más de noventa por ciento de las búsquedas. No es nada raro cuando pensamos en Leonardo da Vinci o Van Gogh; pero en otros casos algo no me cierra del todo. Que casi toda Sudamérica haya buscado a una artista como Artemisia Gentileschi no parece muy probable. Y no porque la artista en sí no tenga los valores necesarios como para ser apreciada; pero una artista del barroco italiano como ella no es, lo que se diga, tema de conversación demasiado habitual en las sobremesas… Otra cosa llamativa es que, con la excepción de México, no hay país que haya basado sus búsquedas en un artista local (Diego Velázquez aparece como el más buscado en Uganda y Nigeria, por ejemplo, y no en España).

Por supuesto que no se pueden sacar demasiadas conclusiones de estos mapas (serían necesarios muchos más datos para poder hacer un análisis más profundo); pero como que algo no cierra del todo… Salvo que lo que estemos viendo sea, precisamente, el modo en que trabaja el buscador de Google; el cual, como bien sabemos, más que buscar esto o aquello lo que hace es insinuar esto o aquello. Entonces sí se entendería que toda Sudamérica haya buscado solo a dos artistas y Oceanía solo a una (curiosamente, Artemisia Gentileschi). En fin, las conclusiones están abiertas; pero algo no huele bien en Dinamarca (donde se buscó a Frida Kahlo, por cierto).

Los cuatro continentes restantes, a continuación:

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La malvada Mona Lisa

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Muchas veces he dicho que hay que ser cuidadoso con lo que se afirma, ya que de manera inevitable algo tal vez inapropiado se colará entre esas palabras que salen de nuestra boca. En ese sentido, siempre me ha gustado mucho, y también he usado, la idea del «Test de Rorschach literario»; es decir, algo así como que vemos en lo que leemos sólo aquello que queremos o podemos ver, al igual que quien se somete al famoso test de las manchas de pintura ve en ellas algo propio y particular. Esta idea, por supuesto, la tomo «entre comillas»; ya que no soy muy amante de las ideas psicoanalíticas y, mucho menos, si estas se presentan de manera terminante. Que algo pueda parecerse a otra cosa no quiere decir que eso vaya a ser indefectiblemente una imagen especular de eso a lo que se parece.

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Pero vamos a un ejemplo concreto, que fue el que me llevó a irme por las ramas en el primer párrafo. Encontré esta cita, tomada del New York Times, en un lejano 1 de diciembre de 1913:

«En una conferencia sobre Belleza y moralidad en la Universidad de Londres, Kane S. Smith llamó a la Mona Lisa, de Leonardo da Vinci “una de las pinturas más activamente malvadas jamás pintadas, la encarnación de todo el mal que el pintor podría imaginar, para ponerlo en la forma más atractiva que se pudiera idear”».

Unos pocos días después, el 3 de enero de 1914, en el Literary Digest, alguien (cuyo nombre desconozco), escribió:

«El conferencista admitió que era una obra de pintura exquisita, pero también dijo: “si la miras el tiempo suficiente para adentrarte en su atmósfera, creo que te alegrarás de escapar de su influencia. Tiene una atmósfera de maldad indefinible”»; para terminar el artículo: «Se dice que el público aplaudió con entusiasmo, pero es probable que lo hubieran aplaudido con el mismo entusiasmo si el conferenciante hubiera encontrado buenas las influencias de la imagen».

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Vaya un aplauso para la lógica sencilla y prudente del articulista; y después perdámonos en el mundo de las suposiciones que nos permiten las palabras del tal Kane S. Smith. Por ejemplo, lo primero que se me ocurre es preguntarme qué es lo que tenía en la cabeza ese pobre hombre. ¿Sería un fanático religioso o tal vez un puritano extremista? No eran raros esos personajes por aquella época… ¿Cuáles serían sus conocimientos de arte y de historia del arte? ¿Qué habrá pensado y dicho pocos años después, ante el avance del dadaísmo y el surrealismo? ¿Habría visto a la Mona Lisa en algún momento o sólo tuvo acceso a ella a través de una reproducción?

Las preguntas siguen y siguen apareciendo; pero la que más me intriga es una de las primeras en aparecer y que vuelve, recurrente, de manera inevitable: ¿Qué tendría en el alma ese buen señor Smith para ver, dentro de todas las cosas que podemos ver en la Mona Lisa, una atmósfera de maldad indefinible? Menudo misterio…

Retrato del poeta adolescente

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¿Qué escribíamos cuando teníamos quince años? En general, podríamos decir sin temor a equivocarnos, que escribíamos lo mismo que escriben los muchachos de quince años de hoy, es decir, torpes acercamientos a algo parecido a la poesía, plagado de lugares comunes que podían tener dos aspectos: o ser sencillos versos que ya habían sido escritos millones de veces o, si se pretendía ser o parecer eso que uno pensaba que era «un escritor serio», unos versos incomprensibles, de esos que uno mismo no reconocería o entendería años después. Escribir es algo que se aprende paso a paso y, en términos generales, lleva bastante tiempo hacerlo con corrección (no se habla aquí de perfección porque, como bien se sabe, se puede apuntar a ella, pero nunca dar en el blanco).

Luis Alberto Spinetta escribió lo siguiente a los quince años:

Barro tal vez.

Si no canto lo que siento
me voy a morir por dentro
he de gritarle a los vientos, hasta reventar
aunque solo quede tiempo en mi lugar.

Si quiero me toco el alma
pues mi carne ya no es nada
he de fusionar mi resto con el despertar
aunque se pudra mi boca por callar.

Ya lo estoy queriendo
ya me estoy volviendo canción
barro, tal vez.

Y es que esta es mi corteza
donde el hacha golpeará
donde el río secará para callar.

Ya me apuran los momentos
ya mi sien es un lamento
mi cerebro escupe ya el final del historial
del comienzo que tal vez reemprenderá.

Si quiero me toco el alma…

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Lo escribió cuando tenía entre catorce y quince años y no sólo hizo eso, sino que además le puso música. El tema es una zamba, pero no clásica, sino que modificaba los acordes iniciales, dándole así un toque absolutamente personal. Se trata de una zamba con aire de rock iniciada con una combinación de acordes re menor-sol mayor, que rompe la forma de zamba en mitad del estribillo, justamente para pronunciar el título de la canción, «barro tal vez». Durante toda la canción se escucha un fondo de grillos, perfectamente audibles al inicio, debido a que el tema fue grabado en el jardín de su casa, por la noche.​ Spinetta hace una referencia a esto en uno de los textos del sobre interior del disco, donde dice «los grillos y las ranas en múltiples estéreos para la zamba final».

Quince años, che… no hay derecho…

El Chansonnier cordiforme de Jean de Montchenu

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Revolviendo libros viejos (en la red, por supuesto) encontré esta pequeña maravilla que hoy comparto con ustedes. Se trata de un manuscrito cordiforme (en forma de corazón) que hoy se encuentra en la Bibliothèque Nationale, en París, Francia. Luego, buscando más información, encontré lo siguiente. Empecemos por la descripción técnica:

Los autores fueron Guillaume Dufay y OCKEGHEM, Johannes Ockeghem. El libro está datado en Francia, en pleno siglo XV (entre 1460 y 1477). Se trata de un manuscrito en pergamino con 72 folios, 144 páginas de 22 x 16 cm. y está encuadernado en terciopelo rojo sobre tabla en forma de corazón.

Ahora, su breve historia (breve, al menos, la que yo conseguí) es la siguiente:

Jean de Montchenu, noble, protonotario apostólico y después Obispo de Agen (1477) y más tarde de Viviers (1478-1497), encargó este códice de canciones medievales amorosas italianas y francesas, haciendo honor así a su notoria fama de galán. El libro cerrado tiene forma de corazón, y al abrirlo se convierte en una mariposa formada por los dos corazones de los amantes que se envían mensajes de amor en cada una de las canciones. Como es lógico, es extremadamente raro un manuscrito con forma de corazón, pero este lo es aún más, ya que se han visto representados en retratos libros que al abrirse forman un corazón, pero no dos, como el que nos ocupa, y tan bellamente decorado.

Las canciones, en francés e italiano, escritas para distintas voces, se atribuyen a los mejores compositores medievales. Cuando la palabra «corazón» aparece en los textos, se representa con un delicado pictograma. Dos representaciones a toda página aparecen en el códice. En la primera, Cupido lanza flechas sobre una joven, y a su lado la Fortuna hace girar su rueda. En la otra, dos amantes se acercan amorosamente. Además, a lo largo de todo el manuscrito, rodeando los pentagramas, la música y las poesías de amor, se pintaron orlas, animales, pájaros, perros, gatos y todo tipo de flores y plantas realzadas por unos abundantes y delicados oros. Remata el equilibrado y elegante conjunto artístico la encuadernación en terciopelo color sangre, como no podía ser de otra manera, para vestir este «Libro del Corazón».

Junto a toda la colección que recibió de su padre, James de Rothschild, y que él mismo aumentó, Henri de Rothschild domó este libro a la Biblioteca nacional de Francia, en un acto que tuvo lugar el 22 de marzo de 1933

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Una pequeña galería con imágenes del Chansonnier cordiforme. Para ver las imágenes en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.

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Una clase magistral sobre cómo magnificar el ridículo

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Comienzo aclarando que los premios Oscars, al igual que la mayoría de los premios que se otorgan a lo largo y ancho del mundo, me tienen sin cuidado. Me importan tanto como los dientes de Ronaldo, la cienciología o el régimen de lluvia de ácido sulfúrico en Venus. Pero a veces la realidad es tan graciosa (tan estúpidamente graciosa, incluso) que no podemos dejar pasar la oportunidad. Además, como de todo puede extraerse una enseñanza, también de este caso que traigo hoy a colación podremos extendernos a temas realmente importantes. Yo hoy voy a ceñirme (creo) sólo a lo estúpido, lo otro o dejo para otro día, para el diálogo con ustedes o para pensar en alguno de mis caminatas.

Hace unas semanas se dieron a conocer las nuevas normativas que la Academia de Hollywood impondrá a aquellas películas que pretendan ser candidatas al galardón a mejor película a partir del 2022 y que serán obligatorias (repito: obligatorias) a partir del 2024. Esas normativas indican que: «Los nuevos estándares requieren que al menos «uno de los protagonistas o intérpretes secundarios de cierta relevancia» pertenezcan a un grupo minoritario, una lista en la que están hispanos, negros, asiáticos e indígenas, entre otras etnias. Otra opción es que la trama del filme gire en torno a mujeres, grupos poco representados, personas LGBTI+ o personas con discapacidades. Si no cumple con eso, debe tener al menos un 30% de actores secundarios o con papeles menores que sean para mujeres, miembros de una minoría, discapacitados o LGBTI+. Eso delante de las cámaras, ya que las normativas también afectarán a la parte técnica: desde el director hasta el resto de posiciones clave de la producción».

Por minoría racial la Academia cita:

Asiático,
Latino/hispano,
Negro/afroamericano,
Indígena,
Persona de medio oriente,
Nativo de Hawái o del Pacífico
“Otras etnias o razas poco representadas”.


Por colectivos poco representados en pantalla se entiende:

Mujeres,
Minorías raciales,
Colectivo LGBTQ+
Personas con capacidad diversa.

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Remarco el hecho de que aquellas películas que no cumplan con estos requisitos no podrán acceder a la competencia por mejor película más allá de su calidad artística. Y claro, aquí es donde comienza el ridículo (el cual fue señalado por actores varios, aunque muchos debieron borrar sus comentarios ante las críticas recibidas. Ya se sabe, hay que ser inclusivos pero hasta cierto punto. Las críticas en contra no se aceptan bajo ningún concepto).

¿Se imaginan a El Padrino con un mienbro de la comunidad LGBTQ+ o con un hawaiano como capomaffia? ¿Cómo sería una película como 1917 en donde un tercio de los actores fuesen mujeres, asiáticos, afroamericanos o Drag Queens aún cuando se trate del ejército inglés en plena primera guerra mundial? ¿Y una película como Castaway donde un solitario Tom Hanks ocupa el noventa por ciento del tiempo en la pantalla? ¿Y qué hacemos con Parásitos la última gran ganadora que, por ser una película coreana está llena de… coreanos, precisamente? ¿Le quitamos su premio porque no hay ningún latino en ella o ningún nativo de Alaska? Podríamos seguir por un buen rato y estoy seguro de que ustedes tienen sus propios ejemplos; pero dejemos esto aquí y sigamos.

Está claro que nadie está en contra de ninguna forma de discriminación, eso no haría falta aclararlo; pero lo que la corrección política parece olvidar es que por medio de un decreto lo único que se consigue es, precisamente, más discriminación. Recuerdo un caso sintomático, ocurrido a comienzos de la década del noventa. Seguramente todos recordarán una película como El silencio de los corderos; en ella un estupendo Anthony Hopkins nos regaló una actuación que quedará para la historia; pero ese papel fue pensado, en un primer momento para Louis Gosset Junior, actor hoy bastante olvidado. El papel no se le dio a él porque era afroamericano y la decisión no fue un acto racista, sino un acto de protección que el director y los productores debieron tomar para evitar conflictos con la comunidad negra (de todos modos la tuvieron con la comunidad gay, la cual se manifestó frente a las salas donde se exhibía la película quejándose porque uno de los personajes asesinos era, precisamente, gay). Es decir que la comunidad negra consiguió que un papel histórico y que cualquier actor querría para sí (lo reconoció el mismo Anthony Hopkins en una entrevista para el Actor´s Studio) le fuese dado a un blanco heterosexual de mediana edad (los cuales, por otra parte, parece que no pueden quejarse de que el noventa por ciento de los asesinos, violadores, estúpidos o lo que sea, les sea atribuido. Y está bien ¿por qué deberían hacerlo? Es sólo ficción ¿cómo es que nadie más parece notarlo?).

En síntesis, lo de siempre: con este tipo de medidas lo único que se consigue es «emparejar para abajo» en lugar de hacerlo, como corresponde, «para arriba». Creo que estas medidas van en contra de todas esas minorías mal representadas en la pantalla porque, por un lado siempre se tendrá la válida duda de si tal o cual actor o actriz de esas minorías consiguió su papel gracias a su talento o gracias a una ley que obliga al director a incluirlos en ella; y por otra parte, tampoco lograrán que se les brinden los mejores papeles, ya que muchas veces estos no son, precisamente, el de personajes buenos y bonitos, y como darle esos papeles puede ser considerado ofensivo (llegamos a la palabrita infaltable) para esas minorías, éstas quedarán relegadas, en su mayor parte, a mero relleno, a ser uno más del montón que se encontrará detrás del protagonista (y del malo, que será, casi siempre, como Anthony Hopkins en los noventa: blanco, heterosexual y de mediana edad).

¿Y qué pasa con el arte? Bueno, estamos hablando de Hollywood y de los Oscars ¿Quién necesita arte en este lugar?

Cómo estropear un buen libro (y también una buena idea, de paso)

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A lo largo de estos días en que he estado apartado de la red, me he dedicado, entre otras cosas, a ponerme al día con un par de lecturas que tenía pendientes (y digo pendientes en el sentido hedonista del término; lecturas que quería hacer, no que debía). Uno de estos libros fue La civilización en la mirada, de Mary Beard. La idea central del libro me parecía muy atractiva: «Toda civilización se configura en torno a unas imágenes compartidas colectivamente. Sus miembros se caracterizan por un modo peculiar de ver el mundo en que viven, de modo que la diferencia de las percepciones marca la diversidad de cada civilización». En otras palabras: la forma en que miramos determina el alcance de nuestra civilización (y la forma en que cada época miraba determinaba los alcances de su civilización).

En lo personal, es un tema que me atrae muchísimo, así que tenía muchas ganas de hincarle el diente a este pequeño volumen. La lectura comenzó bien, la escritura es sencilla y directa… nada del otro mundo; hasta que aparece el primer error de concepto grave, hijo de una patraña moderna: lo políticamente correcto. Veamos.

Beard está hablando de la antigua Grecia y se luego de señalar las diferencias entre los hombres y las mujeres (ya sabemos que la democracia griega no tiene nada que ver con lo que nosotros entendemos por democracia; eso está pode demás sabido), se larga con este párrafo:

«Hoy en día, la mayoría de nosotros no nos sentiríamos cómodos con su versión de la naturaleza humana, puesto que era profundamente sexista y jerárquica. [los griegos] Se burlan explícitamente de quienes tienen rostros, cuerpos o hábitos que no encajan, desde los bárbaros extranjeros hasta los viejos, los feos, los gordos y los fofos. Nos guste o no, estas imágenes visuales —tanto si se trataba de humanos como de híbridos— desempeñaban un importante papel en estos debates al mostrar a quienes las contemplaban cómo deberían ser, cómo deberían actuar y qué aspecto deberían tener».

¡Pues no es otra cosa lo que se hace en la actualidad! Que yo sepa las burlas hacia los que son diferentes es el pan nuestro de cada día; así que esa mirada superlativa que tiene Beard no sé de dónde la saca. Ese «Hoy en día no nos sentiríamos cómodos…» es un error grosero que ningún historiador debería cometer: el mirar a una civilización ajena o antigua mediante el filtro de la civilización a la que ese mismo historiador pertenece (por cierto ¿no es que el libro de Beard iba a tratar de cómo influye la mirada del observador en las sociedades? ¿Cómo pretende lograr esto si ella misma no puede alejarse lo suficiente? Además, las últimas oraciones, que parecen ofender a la autora (Estas imágenes, al mostrar a quienes las contemplaban cómo deberían ser, cómo deberían actuar y qué aspecto deberían tener) ¿No es lo mismo que hace la publicidad hoy? Los griegos al menos pueden decir que ellos estaban creando una sociedad nueva y que todo era experimento y error; pero para nosotros ¿cuál puede ser nuestra excusa?

Afrodita – Praxíteles

El segundo error (hay más, pero sólo me ceñiré a estos dos) es aún más grosero. Luego de hablar de la estatua de Afrodita hecha por Praxíteles, Beard cuenta una historia antigua donde tres hombres discuten de las virtudes de esta o aquella preferencia sexual. La estatua tiene una pequeña mancha en la cara interior de una nalga, ante lo cual uno de los hombres aplaude el talento de Praxíteles, quien ha manejado el material de tal forma que la mancha quede en un lugar discreto. Una mujer que hay allí les dice que un muchacho joven, enamorado de la Afrodita, consiguió quedarse toda la noche con ella, y que esa mancha es el único recuerdo de su atrevimiento. Hasta aquí la historia que tiene casi dos mil años; pero Beard no aguanta y larga la siguiente burrada:

«El relato pone de manifiesto hasta qué punto puede una estatua femenina volver loco a un hombre, pero también hasta qué punto puede el arte actuar de coartada ante lo que fue —reconozcámoslo— una violación. No olvidemos que Afrodita nunca consintió».

¿Esto es en serio? Tuve que preguntarme. Pero como no es el único caso, tuve que aceptar que así es; que para Mary Beard la historia es un campo de batalla que se pelea con la mirada de hoy, como si hubiésemos llegado al pináculo de la civilización, con ruinas en nuestro pasado y un campo yermo en nuestro futuro.

La mirada políticamente correcto es, sencillamente, despreciable. La mirada feminista no lo es, pero en este caso es errónea, y eso es imperdonable en un libro de historia, de arte y, sobre todo, de miradas, precisamente. Al menos para no caer en contradicciones que arrojen por el piso con todo el trabajo que se ha hecho hasta ahora.

Por cierto, sé que estoy en desventaja con respecto a la señora Beard; he buscado información sobre ella y parece ser que se encuentra en la cima de su popularidad y consideración. Para mí, al menos, esta puerta de entrada a su obra a sido más que penosa y es posible que me pierda de algunas buenas páginas (pensaba leer, en algún momento, su SPQR. Una historia de la antigua Roma); pero temo que pasaré de largo.

Las rosas de Heliogábalo

(Nota bene antes de comenzar la lectura: para ver las imágenes en mayor tamaño –cosa que modestamente me atrevo a aconsejar– pueden hacer clic sobre cada una de ellas y se abrirá en una nueva pestaña para poder ser apreciada con mayor detalle. Además allí podrán, a su vez, magnificarlas aún más).

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Heliogábalo fue un emperador romano que gobernó desde 218 hasta 222. En su corto reinado de cuatro años marcó a la sociedad romana y los anales de la historia mundial con su estilo de vida extremadamente libertino. Escándalos frecuentes rodearon a Heliogábalo debido a su estilo de vida decadente y sus transgresiones contra las normas sexuales y religiosas. Era un emperador extremadamente impopular y, finalmente, alienó a todos los que apoyaban a su régimen. Su estilo de vida debe haber sido tan ridículamente inaceptable que, después de solo cuatro años de gobernar, el emperador Heliogábalo fue asesinado por su familia, (incluida su propia abuela; risas aparte).

Sir Lawrence Alma-Tadema pintó Las rosas de Heliogábalo en 1888 cuando el Imperio Británico estaba en su apogeo de poder e influencia. Los victorianos eran los gobernantes indiscutibles de una cuarta parte de la tierra del mundo, y la frase «El sol nunca se pone en el Imperio Británico» se escribió para describir un dominio tan global que prácticamente tenía territorios en todas las zonas horarias. Los británicos estaban orgullosos de su poder internacional, uniendo vastas regiones bajo la bandera británica. Debido a su vasto dominio e incomparable prosperidad, los victorianos se veían a sí mismos como los herederos del antiguo Imperio Romano. Creían que traían la civilización a los incivilizados, los modales a los descorteses y la moralidad a los inmorales. Por lo tanto, con una alegre mirada hacia atrás, los victorianos reflexionaron sobre la historia imperial romana con sus picos y escollos. El emperador Heliogábalo fue definitivamente una trampa digna de mención.

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Lujuria, Gula y Pereza. Tres de los siete pecados capitales se representan en Las rosas de Heliogábalo de Sir Lawrence Alma-Tadema. Muchos otros pecados se representan junto con estos vicios cardinales, lo que hace que esta pintura sea extremadamente perversa. Mientras que el mundo victoriano tardío era moralmente mojigato y estaba vestido con terciopelos oscuros, las pinturas victorianas tardías a menudo estaban moralmente en bancarrota y vestían sedas claras. Las pinturas académicas estaban de moda, y con frecuencia utilizaban jugosas anécdotas históricas para la base de sus temas. Las rosas de Heliogábalo no son una excepción, ya que representan la infame escena de la fiesta organizada por el emperador Heliogábalo. El emperador romano se acuesta con indiferencia, bebe su vino y observa cómo sus invitados mueren asfixiados por pétalos de rosa. Esta es la mejor broma de fiesta. Esta es la última muerte romana.

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En Las rosas de Heliogábalo, Sir Lawrence Alma-Tadema describe uno de los momentos más infames de la vida del emperador Heliogábalo. Está registrado en la Historia Augusta que Heliogábalo invitó a invitados a su palacio una noche para participar en su fiesta de bebida y orgía. Después de varias horas de beber vino e intercambiar parejas sexuales, sus invitados estaban desesperadamente intoxicados y cansados. Ellos holgazaneaban con indiferencia por la habitación. Mientras brillaban tan deliciosamente por el consumo excesivo de alcohol y el entretenimiento divertido, el techo sobre ellos se abrió y empezaron a caer revoloteos de pétalos de flores. Al principio, el suave movimiento de los pétalos se sumó a la belleza de ensueño de la fiesta. Perfumaba el ambiente con un ligero aroma floral. Aumentó los sentidos y agregó placer al momento. Cayeron más pétalos, y más, y más. Los pétalos se convirtieron en una cascada de flores. Cayeron más flores y más descendieron sobre los huéspedes adormecidos. Una cascada de pétalos estalló sobre los indefensos invitados. Fueron duchados, cubiertos y cubiertos. Los charcos se formaron en lagos que se formaron en océanos de pétalos. Las colinas se habían convertido en montañas de pétalos y los invitados estaban asfixiados por el mar de flores que crecía sin cesar. Respiraban, se atragantaban y respiraban con dificultad. Los pétalos entraron en sus pulmones y murieron cubiertos de gloria floral. El olor acelerado de la muerte estaba enmascarado por el olor de las flores. Perfume floral emanado de las montañas de flores infundidas por humanos. El emperador Heliogábalo se divirtió con la matanza floral y continuó bebiendo su vino. La muerte fue el verdadero entretenimiento de esta noche.

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Según la fuente original, Historia Augusta, el emperador Heliogábalo usó violetas y otras flores para sofocar a sus invitados a la cena. Sin embargo, Sir Lawrence Alma-Tadema usa rosas como su método de muerte. Durante la era victoriana tardía, cuando Alma-Tadema pintó Las rosas de Heliogábalo, las rosas representaban la lujuria y el deseo en el lenguaje victoriano de las flores conocido como floriografía. Las rosas eran una flor más apropiada para pintar para Alma-Tadema porque las violetas representaban fidelidad y modestia en la floriografía victoriana. El emperador Heliogábalo era muchas cosas, pero ciertamente no era fiel ni modesto. Por lo tanto, Alma-Tadema ahoga a los invitados de Heliogábalo con rosas y no con violetas, y agrega un significado contemporáneo que su audiencia habría reconocido.

Deberes irrenunciables (La salvación por la escritura II)

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En consonancia con al última entrada, la cual gracias a los comentarios dejados allí me obligaron a seguir pensando en el tema de la importancia de la escritura como forma de salvar algunos escollos personales al mismo tiempo que se crea algo independiente de lo que uno es, recordé las más que conocidas Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke. De ellas, elegí esta, firmada en París el 17 de febrero de 1903, la cual sintetiza toda la idea que se expresa a lo largo de ese breve volumen:

Paris, 17 de febrero de 1903

Muy estimado señor:

Su carta me llegó hace unos días. Quiero agradecérsela por confianza amplia y amable. Apenas si puedo hacer más. No puedo avenirme a considerar la manera de sus versos, pues todo intento de crítica está muy lejos de mí. Nada es tan ineficaz come abordar una obra de arte con las palabras de la crítica: de ello siempre resultan equívocos más o menos felices. Las cosas no son tan comprensibles y descriptibles como generalmente se nos quiere hacer creer.

Pregunta usted si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Antes se lo ha preguntado a otros. Los envía a las revistas. Los compara con otras poesías, y se inquieta cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos. Ahora (ya que usted me ha permitido aconsejarle), ruégole que abandone todo eso. Usted mira a lo exterior, y esto es, precisamente, lo que no debe hacer ahora. Nadie le puede aconsejar ni ayudar, nadie. Solamente hay un medio: vuelva usted sobre sí. Investigue la causa que le impele a escribir; examine si ella extiende sus raíces en lo más profundo de su corazón. Confiese si no le sería preciso morir en el supuesto que escribir le estuviera vedado. Esto ante todo: pregúntese en la hora más serena de su noche: «¿debo escribir?». Ahonde en sí mismo hacia una profunda respuesta; y si resulta afirmativa, si puede afrontar tan seria pregunta con un fuerte y sencillo «debo«, construya entonces su vida según esta necesidad; su vida tiene que ser, hasta en su hora más indiferente e insignificante, un signo y testimonio de este impulso. Después acérquese a la naturaleza. Entonces trate de expresar como un primer hombre lo que ve y experimenta, y ama y pierde. No escriba poesías de amor; sobre todo evite las formas demasiado corrientes y socorridas: son más difíciles, pues es necesario una fuerza grande y madura para dar algo propio donde se presentan en cantidad buenas y, en parte, brillantes tradiciones. Por eso, sálvese de los motivos generales yendo hacia aquellos que su propia vida cotidiana le ofrece; diga sus tristezas y deseos, los pensamientos que pasan y su fe en alguna forma de belleza. Diga todo eso con la más honda, serena y humilde sinceridad, y utilice para expresarse las cosas que lo circundan, las imágenes de sus sueños y los temas de su recuerdo. Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe, cúlpese usted; dígase que no es bastante poeta para suscitar sus riquezas. Para los creadores no hay pobreza ni lugar pobre, indiferente. Y aun cuando usted estuviese en una prisión cuyas paredes no dejasen llegar hasta sus sentidos ninguno de los rumores del mundo, ¿no le quedaría siempre su infancia, esa riqueza preciosa, imperial, esa arca de los recuerdos? Vuelva usted a ella su atención. Procure hacer emerger las hundidas sensaciones de aquel vasto pasado: su personalidad se afirmará, su soledad se agrandará y convertirá en un retiro crepuscular ante el cual pase, lejano, el estrépito de los otros. Y si de esta vuelta a lo interior, si de este descenso al mundo propio surgen versos, no pensará en preguntar a nadie si los versos son buenos. Tampoco tratará de que las revistas se interesen por tales trabajos, pues verá en ellos su preciada posesión natural, un trozo y una voz de su vida, Una obra de arte es buena cuando ha sido creada necesariamente. En esta forma de originarse está comprendido su juicio: no hay ningún otro. He aquí por qué, estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste; volver sobre sí y sondear las profundidades de donde proviene su vida; en su fuente encontrará la respuesta a la pregunta -si debe crear- Admítala como suene, sin sutilizarla. Acaso resulte que usted sea llamado a devenir artista. Entonces tome usted sobre sí esa suerte y llévela, con su pesadumbre y su grandeza, sin preguntar jamás por la recompensa que pudiera llegar de fuera. Pues el creador tiene que ser un mundo para sí, y hallar todo en sí y en la naturaleza, a la que se ha incorporado.

Pero después de este descenso a su mundo y a sus soledades, tal vez usted deba renunciar a llegar a ser poeta (basta sentir, como queda dicho, que se podría vivir sin escribir, para no permitírselo en absoluto). Aun así, este recogimiento que le encarezco no habrá sido vano. En todo caso, a partir de entonces, su vida encontrará caminos propios; y que sean buenos, ricos y amplios, se lo deseo más de lo que puedo expresar.

¿Qué más le diré? Me parece haber acentuado todo según corresponde. En suma, sólo he querido aconsejar que adelante tranquila y seriamente en su evolución; la perturbará profundamente si mira a lo exterior o si de lo exterior espera respuestas a preguntas que sólo su íntimo sentimiento, en la hora más propicia, acaso pueda responder.

Historia (moderna) de un ladrón de guante blanco

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Stephane Breitweiser robó cerca de doscientas obras de arte. Durante seis años recorrió Europa visitando museos grandes y chicos, iglesias, ferias de arte y casas de subastas, «sustrayendo» pinturas de maestros barrocos como Brueghel, Boucher, Watteau y David Teniers, además de estatuillas de bronce, instrumentos musicales, una cajita de rapé de Napoleón y un huevo de Fabergé,
Breitweiser nació en Alsacia, Francia, en 1971, en una familia acomodada. Nunca tuvo interés en deportes, videojuegos, drogas o alcohol.; su gusto eran los libros de arte y los museos. Sus padres esperaban que fuera abogado pero Stephane desertó de la Universidad luego de que ellos se divorciaron.
Por entonces cometió su primer hurto, en el castillo de Gruyeres, Suiza, donde descolgó de la pared y guardó bajo su chaqueta un pequeño paisaje de Wilheim Dietrich. Ahí comenzó su vertiginosa carrera con un robo cada quince días, en promedio, a la vez que trabajaba como mesero en las ciudades por donde iba pasando. Realizaba sus atracos a plena luz del día y jamás usó la violencia. Verificaba las cámaras de seguridad, observaba los guardianes, ubicaba las salidas del edificio; era amable y vestía bien, casi siempre con una chamarra holgada. Solo cargaba una navaja suiza como instrumento.
Conoció y se enamoró de Anne Catherine Kleinklaus y se dedicaron a robar juntos, brincando de un país a otro y formando una pareja eficaz en la que Anne Catherine actuaba como señuelo mientras Stephane se volaba las pinturas. Guardaban los cuadros en casa de su madre, en Mulhouse, Francia, donde ella los protegía en una estancia en penumbras y bien ordenada.
Stephane Breitweiser declaró pocos años después: «Sólo robaba lo que me agitara emocionalmente, lo que me apasionara. Robar por dinero es una estupidez y no vale la pena el riesgo. Yo robaba por amor».
Lo arrestaron en 2001 por un exceso de confianza, cuando trataba de llevarse un clarín del museo Richard Wagner, en Lucerna, Pasó dos meses en prisión mientras las autoridades suizas tramitaban la extradición a Francia. Su mamá, alertada por la novia, tuvo tiempo de deshacerse del tesoro: en un ataque de pánico cortó con tijeras los cuadros y luego los quemó; las estatuillas, la cajita napoleónica y demás objetos los tiró en un canal cercano a su casa. Breitweiser fue sometido a juicio en Francia y condenado a tres años de prisión, su novia a seis meses y su madre a tres años, de los cuales solo cumplió uno. Los celadores de la cárcel decían que Stephane era un tipo arrogante, que se sentía indispensable para el mundo. Un grupo de detectives siguió la pista de algunas pinturas que se salvaron de las tijeras de su madre y también dragaron el canal, logrando recuperar algunas piezas, como el cuadro de Francois Boucher que aparece a continuación.

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Francois Boucher

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Salió de prisión en 2005, a los 33 años de edad. Joven para empezar una nueva vida. En 2005 publicó una biografía: «Confesiones de un ladrón de arte» donde cuenta con todo detalle los eventos sucedidos y los procedimientos ideales para robar. Defiende también su pasión por el arte, mostrando veneración por algunas pinturas y rechaza que haya lucrado o vendido ninguna obra.
Concluye su libro con una frase que, en realidad, no asegura nada: «El asunto de robar arte ya quedó atrás para mí. Ahora llevo una vida aburrida y sin colores».

Hasta el último detalle

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Seguramente muchos de ustedes habrán visto, en algún momento, alguna obra de William-Adolphe Bouguereau (1825 – 1905). Pintor de neto corte academicista, aparece, generalmente, ilustrando artículos de corte mitológico o similares. El crítico de arte inglés Ian Chilvers,​ define a Bouguereau como pintor de «retratos de aspecto fotográfico, obras religiosas hábiles y sentimentales y desnudos tímidamente eróticos», es decir «como un bello prototipo del dominio de las técnicas pictóricas academicistas y de las claves sociales de la hipocresía burguesa».

Pintor de indudables dotes e influencia social mientras vivió, Bouguereau fue —como explican Edward Lucie-Smith y Stephen F. Eisenman en sendos estudios de la historia crítica de la pintura del siglo XX— uno de los más hábiles artistas de su época a la hora de pintar lo que el burgués quería mirar: mujeres hermosas y rotundas, tiernas adolescentes, niñas pobres encantadoras y muy limpias.​ Concluye Eisenman que, «contemplando sus cuadros, el burgués más ignorante entendía la fastuosidad de la mitología clásica y llegaba a la tranquilizadora conclusión de que la vida del campesino es el jardín del Edén».​

Más allá de que Bouguereau sea visto hoy en día como un pintor en exceso apegado a las corrientes academicistas y poco más, por ello mismo nadie puede dudar de su pericia técnica. Chilvers, en su Diccionario de arte, citando al escritor francés J.-K. Huysmans, concluye sobre Bouguereau: «condenado durante años como maestro en la jerarquía de la mediocridad y enemigo de todas las ideas progresistas», recuperó en el último tercio del siglo XX cierto prestigio, respaldado por la edición lujosa de su obra y los altos precios alcanzados en las subastas». Sin duda, sigue siendo un buen pintor para la nueva burguesía (incluso intelectual, si se me permite el término).

Unas excelentes muestras de cómo Bouguereau planificaba sus cuadros hasta el último detalle, las tenemos en estos montajes que alguien ha realizado con maravillosa perfección. Allí podemos ver que no hay nada improvisado en sus cuadros y que es muy probable que, al dar la primera pincelada, ya supiera, también, cuál iba a ser la última.

Una pequeña galería. Para ver las imágenes en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.

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