Yuriria, Guanajuato

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Yuriria 01

Foto: Borgeano

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El monumental convento se yergue solitario bajo un sol que cae recto sobre él y mí. Se lo conoce simplemente como el Convento de Yuriria, pero en realidad debería llamárselo como Antiguo Convento de San Agustín o como Convento de Yuririhapúndaro (este término purépecha significa, literalmente, Lugar del lago de sangre). No hay edificación alguna por detrás que le sirva de decorado moderno —tal como ocurre en casi cualquier otro sitio del mundo, donde este tipo de construcciones antiguas ya ha sido casi ahogada por edificios que las superan en altura, aunque nunca en belleza— y esa silueta, entonces, recortada sobre el celeste sin degradé del cielo que nos sirve de telón de fondo, hace que su aspecto sea aún más sólido e imponente. Su arquitectura es curiosa, al menos si la comparamos con las construcciones propias de mediados del siglo XVI, al que pertenece. La fachada de la iglesia nos muestra un estilo plateresco, lo que la hermana a la Universidad de Salamanca, por ejemplo; pero no hay simetría que nos permita la tranquilidad de la imagen centrada, precisa, equilibrada. El edificio parece moverse hacia uno u otro lado, depende desde donde lo observemos. Se tiene la sensación de que no fue construido de una manera ordenada, estudiada de antemano; sino que parece que luego de haber construido la iglesia (con su forma de cruz, clásica) fueron agregándose más y más estancias a medida que se iban necesitando o tal vez por capricho o deseo de algún lejano obispo.

Me asalta, aquí también, la idea, la imagen, de la dualidad. Entro al convento y entro a otro mundo; no sólo porque, evidentemente, las sensaciones que produce acceder a los pasillos que rodean a sus dos patios interiores o a los secundarios que se internan hacia las habitaciones u otras dependencias del convento parecen llevarnos a un pasado de manera directa: los frescos se han ido deteriorando y sólo quedan pocos de ellos en buen estado, las nervaduras en los arcos de los techos, los viejos utensilios de madera que deben pesar decenas de kilos; el viejo mecanismo de un viejo reloj que en conjunto mide más de dos metros de alto; las gárgolas, pequeñas, que adornan allí arriba los arcos sostenidos por columnas dóricas; sino porque el cambio de luz y de temperatura hace que todo se acentúe más aún. Yuriria resplandece bajo un sol que parece arrancar iridiscencias hasta de las mismas piedras. Todo es color y calidez; todo brilla y se destaca y produce una sensación de bienestar que hace olvidar al mundo en sí y solo se anda, se camina, se pasea y siempre parece la misma hora, el mismo momento del día (la noche, para estar a tono, parece caer de manera sorpresiva); en cambio al entrar al convento se ingresa al mundo de la oscuridad; del frío que recorre los pasillos en forma de corriente de viento; del silencio; del olvido. Se recorre esos pasillos agustinos y se observa con atención las marcas en la piedra, algún detalle aún visible en algunos de los frescos. Se ingresa a las pequeñas habitaciones de los sacerdotes y se mira por las ventanas hacia el lago que está allí cerca (en una de ellas, cuyos postigos estaban clausurados, cierro la puerta y me quedo adentro por algunos minutos, en una oscuridad de celda casi absoluta. Me gusta el silencio y este no me resulta opresivo, pero creo que no muchos podrían hoy soportar estar allí por mucho tiempo. Pienso en lo que pensaría el hombre que allí paso gran parte de su vida).

Dentro del convento se pierde la imagen del exterior. Lo que afuera parece una sucesión algo caótica y que pasa de ser iglesia a castillo medieval, más allá tal vez a cárcel y más allá aún a sólo una mera pared (de piedras, en lugar de ladrillos, lo que también indica un cambio de material además de un cambio de forma) adentro es una sucesión ordenada de pasillos y habitaciones; de patios y dependencias. Entonces uno debe salir, volver a rodear al convento y a observarlo con detalle, intentar ubicar cada cosa que acaba de verse en el interior desde afuera, darse cuenta de que esto no es posible y, así, convencerse de que hay tiempos simultáneos o paralelos; y que uno puede vivir en todos ellos, si así lo quiere.

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Un par de fotos más. Para verlas en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.

Mariposas, mariposas por todos lados

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Monarcas 02

Foto: Borgeano

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«Ya no se ven mariposas. Antes se veían muchas; ahora ya no». Recuerdo haber oído a mi madre decir eso hace ya más de cuatro décadas (aproximándose peligrosamente a las cinco). Creo que lo que más recuerdo de esas palabras fue el tono melancólico en el que las pronunció. Ella venía de vivir en una zona rural, en un vagón del ferrocarril donde trabajaba mi padre, el cual estaba acondicionado como vivienda. Cuando dijo esas palabras estábamos en una ciudad y, aunque vivíamos en los suburbios, las mariposas por allí no se acercaban. El tono melancólico ―vuelvo a él porque es lo más importante de esas palabras― reflejaban la pérdida de aquello que se tuvo y que se echa de menos, tal vez porque de alguna manera íntima y no racional, se sabe que no se volverá a poseer, a encontrar.

Recordé esas palabras cuando ascendía por las escaleras de madera o los senderos de grava y tierra del cerro Campanario hacia el Santuario de las mariposas Monarca; la extraña mariposa que viaja más de ocho mil kilómetros para escapar del invierno canadiense e hibernar aquí, a más de tres mil metros de altura, en estas cimas de cedro, pino y oyamel. La mañana estaba fresca y densas nubes cubrían el cielo. Quienes me llevaron aquel día me dijeron que no íbamos a tener suerte, que no íbamos a ver nada y, aunque después supe con exactitud a qué se referían, allí estábamos y seguimos subiendo sólo para ver si teníamos suerte al llegar a la cima; si el clima cambiaba en el tiempo que nos tomaba subir esos dos kilómetros y fracción caminando. Al llegar allí encontramos un sitio amplio, cercado por cintas amarillas. Los altos árboles que nos rodeaban fueron, para mí, una maravilla; pero para quienes me habían llevado estaban bastante desilusionados; ellos querían sorprenderme con el vuelo de miles o de decenas de miles de mariposas anaranjadas y negras; y lo único que pudimos ver eran los grandes racimos (¿se les dirá así? No lo creo, pero esa es la imagen que se me ocurre: la del racimo, como si estuviese frente a una vid gigantesca; de decenas de metros de alto y con racimos de dos o tres metros colgando de las ramas) de mariposas que, dormidas, esperaban el regreso del tiempo propicio para regresar a Canadá, cruzando medio México y todos los Estados Unidos. La desilusión de mis acompañantes no es compartida por mí. El saber que esas pequeñas mariposas (con todo lo que una mariposa es o implica en el imaginario humano; no hay otro animal que sea o pueda ser el símbolo de la fragilidad como lo son ellas) realicen ese viaje hasta esta exacta montaña y las que la rodean es algo que roza lo inexplicable; no porque la ciencia no pueda hacerlo, por supuesto, sino porque al ver una sola de ellas se pierde toda relación con las precisiones científicas. La poética visión de una mariposa o de miles de ellas dormitando en un racimo colgado de un oyamel hace que dejemos de lado las precisiones y nos abandonemos a la maravilla de lo imposible. Entonces, no es que no podamos explicar la migración de las Monarcas; es que preferimos no hacerlo.

Estuvimos un par de horas allí, mirando hacia lo alto; pero el cielo no abría, el frío se acrecentaba, las nubes se tornaban cada vez más densas y oscuras y, ante la posibilidad de que la lluvia nos atrapara allí, decidimos bajar. Las disculpas de mis acompañantes eran innecesarias. Yo había visto mucho, más que suficiente.

Aún así; dos semanas después, por insistencia de uno de ellos, volvimos. Retomamos la subida con calma, deteniéndonos, incluso, cada tanto para descansar (no es que se esté ascendiendo a la cima del Everest o del Aconcagua; pero para alguien nacido al nivel del mar; ascender por laderas empinadas a tres mil metros no es algo que se haga al trote ni mucho menos). Al llegar a la cima del Campanario entendí a mis acompañantes cuando dos semanas antes se habían sentido desilusionados ante la quietud de las Monarcas. Todo era una explosión de color y movimiento continuo: miles, tal vez decenas de miles de mariposas volando por doquier y los racimos, allí arriba, continuaban intactos. En la cima de la montaña, es decir, en pleno santuario, debe mantenerse el silencio y, de ser necesario hablar, sólo hay que hacerlo en un susurro; pero no hace falta que nadie nos lo diga de manera explícita; este es uno de esos sitios donde la naturaleza impone su dominio y su impronta de magnificencia. Aquí el silencio es obligado porque así nos lo señala el entorno. ¿Qué puede decirse? En silencio alguno señala un claro en el bosque, donde los rayos de sol penetran casi verticales y donde las mariposas vuelan en mayor cantidad. Nos tocó un buen día y eso marcó la diferencia (luego nos enteramos que el día anterior había ocurrido todo lo contrario; el frío y la falta de sol hizo que la quietud de las mariposas fuese aún mayor que la primera vez que estuvimos allí. «Es sólo una cuestión de suerte», nos dijo uno de los guardaparques. Y nosotros la habíamos tenido esa tarde).

Las mariposas no pueden tocarse, ni siquiera las que mueren y quedan sobre el suelo vegetal; pero ellas vienen y van, rodean al visitante que se queda de una pieza, mudo y sonriente (una constante en todos los que allí estaban) y se posan en su cuerpo, como para que podamos, por fin, observarlas como queremos hacerlo: a pocos centímetros de nuestros ojos y por varios minutos.

Aunque es innecesario, me acerco a la cinta amarilla, como si así pudiera estar más cerca de ellas. Pienso en mi madre y me digo que me gustaría que estuviera allí, conmigo y con ellas. Invertir la melancolía de aquellas palabras suyas y decirle que sí; que aún las hay, y muchas; y que viajan ocho mil kilómetros, y que duermen colgadas de las ramas del oyamel o del cedro y que ellas, al igual que nosotros, tal vez lo único que necesitan es un poco de sol y silencio. Lo demás es sólo un largo viaje.

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Monarcas 01

Foto: Borgeano

 

Todo el tiempo en un instante

 

Lugares olvidados 10

 

Camino bajo la sombra de altos pinos y otros árboles que no puedo diferenciar. El lugar, esta vez, no importa. Podría ser cualquier sitio en cualquier continente y eso es lo que quiero: que el punto preciso sea dejado de lado, porque lo que importa aquí es el tiempo, no el espacio. Camino, dije, bajo la sombra de altos pinos y otros árboles, por un sendero apenas delineado en el terreno. Si existe es porque hay quien todavía va y viene por él, pero no porque haya sido delimitado por nadie en particular; es el azar de los caminantes quien le ha dado forma y sentido. Perdido en mis pensamientos me topo con la casa, o al menos con lo que queda de ella, de manera casi abrupta. Es pequeña (hoy apenas podría ser considerada como una habitación), y es sólo cuatro paredes de piedra y nada más. Dos paredes opuestas se levantan en forma de ángulo y son donde se apoyaría un ausente techo de madera. Las otras dos son bajas. En la frontal se ve el hueco de la puerta y, a los lados, equidistantes, los dos pequeños rectángulos de las ventanas. Todos los bordes superiores de las piedras están cubiertos de musgo y plantas; desde su interior se elevan dos árboles que abren sus ramas a no demasiada altura. Me llama la atención que las paredes aún permanezcan en pie y que las raíces no las hayan levantado, produciendo su derrumbe. Tal vez los árboles que crecen dentro de la casa no sean de los que tienen raíces tan fuertes, me digo; o tal vez es que las raíces harán ese trabajo en un momento futuro.
Me dispongo a tomar algunas fotografías. En algún lugar tengo un álbum titulado, no muy originalmente, Lugares olvidados, donde guardo fotos de sitios como éste, olvidados por la mano del hombre, donde la naturaleza poco a poco ha vuelto a adueñarse de lo que siempre fue de ella. No quiero tomar demasiadas fotos, tres o cuatro bastarán. Busco un ángulo, otro, me interno en la casa y es allí donde me doy cuenta (donde siento) que me encuentro en un vórtice temporal. Por primera vez me doy cuenta de que estoy viviendo eso que siempre ha sido una idea que juega entre lo poético y lo científico, la presencia constante del tiempo en un instante (si se me permite la expresión, ya que la presencia del adjetivo constante hace que la frase sea casi paradójica). Sentí la presencia del pasado, del presente y del futuro en ese sólo y mismo instante. Vi o reviví los pasos que se habían dado dentro de aquel pequeño espacio delimitado por las cuatro paredes de piedra; vi a mis propios pies deambulado por huellas hoy invisibles y pensé que tal vez podría estar llevándome por delante una invisible silla o tal vez tropezando con alguien; vi cómo las paredes iban a ser derribadas, una tarde en que nadie ya pasara por allí y cómo, poco a poco, iban a ser devoradas por la vegetación, que es débil, pero paciente.

La sensación duró unos pocos instantes (otra vez el tiempo, inasible no sólo en los sentidos, sino también en las palabras o en el intento de exponer una sensación), pero tuvo la cualidad de la fuerza que graba esas impresiones en la memoria de manera indeleble. Las tres dimensiones del tiempo pasaron por mí, por el punto focal que fui aquella tarde; y eso es algo que puede ser difícil de explicar, pero no de olvidar y tal vez tampoco de sentir. ¿Podrán estas manos que trasladan en palabras a aquella memoria hacer que alguien pueda sentirlo en algún día futuro?

Las maletas maltrechas. Poética del viaje II, Arturo F. Silva, p.58.

Todas las fotos pertenecen a Forbidden Places. A continuación, una galería de imágenes con las mismas características. Para verlas en mayor tamaño, hacer clic sobre una de ellas.

El ronroneo constante

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Para Lou, mi copiloto

 

Vivir es como conducir un auto por una ruta sin fin. El espejo retrovisor nos muestra el pasado y sería ridículo conducir fijando todo el tiempo la vista en él. Adelante, frente al parabrisas, más allá del motor y de las defensas, está el futuro, el cual, erróneamente, creemos conocer porque la cinta de asfalto se parece mucho a la que dejamos atrás; pero la verdad es que no sabemos absolutamente nada de lo que nos espera detrás de la siguiente curva. Tal vez la ruta se torne un camino secundario de grava y tierra; tal vez sea una moderna y ancha autopista; tal vez serpentee peligrosamente entre montañas y precipicios; tal vez no cambie en absoluto durante cientos de kilómetros; tal vez nos encontremos con el final del camino, abrupto y definitivo.

Sea como fuere, la única certeza que tenemos es el ronroneo constante del motor, el constante avance de los números en el cuentakilómetros, el sonido o la sensación del viento, la charla con nuestros acompañantes.

Tomo el volante y siento el cuero delicado bajo las palmas de mis manos. Suavemente lo giro hacia la izquierda y luego hacia la derecha y el automóvil obedece con presteza. Hasta cierto punto —y soy consciente de que sólo es hasta cierto punto— tengo el control de la situación, y por puro placer acelero un poco o ralentizo la marcha.

Todo lo demás es secundario o ilusión.

La cruz y la concha

 

Hace un tiempo encontré, al salir de un ascensor en un hotel y restaurante de esta ciudad de Morelia, una pequeña capilla preparada para el servicio de los huéspedes. No dejó de llamarme la atención que un hotel y restaurante tuviera un servicio así; pero como aquí la presencia cristiana es por demás fuerte y antigua, uno termina acostumbrándose a que por todos lados haya cruces o iglesias o capillas. Lo que sí llamó más mi atención, fue que la gran cruz de piedra caliza tenía tallados símbolos masones:

 

Masón (1)

 

No es la primera vez que me encuentro con símbolos masones en las ciudades que visito; pero el hecho de encontrarlos en una cruz y en un lugar público fue —al menos para mí—, por demás curioso. Ahora, hace un par de semanas, fui de visita a Tzintzuntzan; un pueblo mágico del estado de Michoacán, al que suelo ir cada tanto para visitar sus yácatas (construcciones de piedra de las que hablaré en otro momento) y para comer algunos de sus platos típicos en la plaza central del pueblo, la que se encuentra, por supuesto, al frente de la iglesia. Esta iglesia franciscana es muy bonita, luminosa (no como otras donde uno siente que acaba de entrar a una catacumba) y su techo está adornado con paneles ilustrados con coloridos dibujos religiosos. A la salida, caminando por los amplios jardines que nos llevan a la plaza antes citada, encontré esta cruz de piedra caliza, con los mismos símbolos masones:

 

Masón (2)

 

La única diferencia entre ambas cruces son las conchas de vieira en los brazos de la segunda cruz. La concha de vieira es un símbolo que nos llega desde España y que recibe el nombre de «Concha de Santiago», y nos lleva de la mano a ese camino o sendero que, desde todos los rincones de Europa, conducía a los peregrinos al santuario de Santiago de Compostela y que, aun hoy en día, incluye todavía la concha como señalamiento de ruta, pero que, a través de los tiempos, pasó a simbolizar toda peregrinación en sí, hasta el punto de llegar a denominarse también la «Concha del Peregrino» (aunque, para ser exactos, la «Concha de Santiago» se talla, tradicionalmente, a la inversa que en la cruz de la foto; es decir, con la parte convexa hacia el exterior. Entonces los canales de la concha son los que representan a los caminos que terminan en Santiago).

Por cierto, y totalmente al margen. Buscando información sobre estos símbolos, encontré que la concha de Santiago (o la del peregrino, vaya uno a saber la naturaleza de la distinción) fue uno de los símbolos del renunciante Papa Benedicto XVI. Se encuentra tanto en su escudo como es su vestimenta oficial.

 

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Más allá de la poca simpatía que me despiertan las personas que se esconden detrás de símbolos o signos, no puedo menos que reconocer que encontrar estas cosas a lo largo de mi camino es algo que me resulta fascinante. Por una parte le añaden encanto a cada uno de mis paseos; por otro, me recuerdan que no hay que dejar de mirar con atención a todo lo que nos rodea. Lo maravilloso siempre está allí, en lo natural o en lo artificial; y es parte integral del viaje el descubrirlo o el dejarlo pasar sin darle la debida importancia.

De la imposibilidad de detenerse

 

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Tengo un libro a punto de ser terminado que tiene como tema central al viaje; al viaje en sí mismo, como punto de partida reflexivo y filosófico, y al viaje como experiencia personal, es decir que contiene algunos capítulos donde matizo la temática central con algunos textos personales que he escrito a lo largo del camino. Les dejo aquí, a modo de ejemplo (y mientras busco ese centro del que hablé hace unos días y que aún no aparece), el breve capítulo titulado De la imposibilidad de detenerse.

 

¡Débiles son mis piernas!
pero está en flor
el monte Yoshino.

Matsuo Basho es el maestro absoluto del haiku y tal vez también lo sea del arte de caminar. Lejos de estas páginas el querer resumir la biografía del gran maestro japonés; basta con saber que atravesó el Japón caminando en una época donde este último detalle era considerado como un acto alocado por lo peligroso del camino y que viajaba con el único objetivo de observar a la naturaleza. Podía caminar kilómetros sólo para observar el paisaje desde la cima de una montaña o a la luna desde la orilla de un lago. Como bien sabemos, todo haiku es más que la conocida tríada de 5-7-5 sílabas; el haiku es una gema que debe ser pulida con exquisito detalle y precisión y es por eso que siempre nos dice más de lo que incluyen sus pocas palabras. El que inicia este capítulo me sabe a la quintaesencia del viajero; de aquel que no puede detenerse ni quiere, siquiera, pensar en hacerlo. El deseo de viajar es más fuerte que los impedimentos temporales, ese deseo siempre se impone de una u otra manera a los accidentes de la vida diaria del mismo modo que se imponen, sorteándolos sin dudar un segundo, a los accidentes del camino. El deseo del viajero —el deseo del viaje, tan intrincados están estos dos conceptos que es difícil, sino imposible, diferenciarlos— es tan fuerte que aun si se sabe de serias dificultades en el camino que se va a iniciar, éste será recorrido de igual manera. Citando nuevamente a Basho, el viajero podría recitar:

Hoy el rocío
borrará la divisa
de mi sombrero.

Y aun así nada detendrá su viaje ni su andar.

Cerrando capítulos

 

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Desde hace unos días me encuentro presa de un vaivén de sentimientos y emociones que me llevan de un extremo al otro de mis estados anímicos y esto hace que no me sienta del todo cómodo conmigo mismo. Me he dado cuenta de que esto ocurre porque no cierro las puertas que ya deberían estar cerradas. Esto me hizo recordar a aquel truco que podemos usar cuando un fragmento de una canción se nos queda dando vueltas en la cabeza y no podemos deshacernos de ella: el truco en cuestión es el de cantar la canción hasta el final; entonces es muy probable que la canción desaparezca de una vez por todas. Resulta que el cerebro odia dejar las cosas a medias, inconclusas y, por eso mismo, nos repite una y otra vez ese fragmento que se torna insoportable. Esa idea me llevó a otra similar en intención pero mayor en objetivo, que es la idea budista de que nuestra habitación es un reflejo de nuestro interior; es decir que una es metáfora de la otra y que poner orden en nuestras cosas es comenzar a poner orden en nuestra vida misma.

Sea esto último verdadero o no, la verdad es que es útil, más cuando reconocemos que es necesaria algo de ayuda para salir del laberinto en que nos encontramos. Entonces, haré la prueba y comenzaré a poner orden en mi habitación para ver si así puedo seguir con lo que debo (y quiero, además) hacer.

Comenzaré cerrando el asunto del viaje (aunque seguramente no será algo definitivo, porque alguna anécdota, alguna curiosidad o algún dato preciso aparecerá en algún momento), lo cierto es que siento que aquella idea inicial de compartir la experiencia con ustedes —cosa que quedó trunca, como habrán notado— todavía está abierta y eso es una molestia. Aquí está, entonces, el derrotero de este viaje que, como dije en la entrada anterior, tuvo de todo: blancos, negros y, sí, infinidad de colores intermedios:

 

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Ahora estoy de nuevo en Morelia, recuperando todo aquello que en realidad nunca había perdido. Recorriendo estas calles que conocí apenas hace tres años pero que se han ganado mi corazón de manera definitiva (no hay nada como una imagen cursi para explicarnos con pocas palabras). También estoy recuperando mi habitación y mis momentos frente al teclado (donde aun no he escrito nada que valga la pena ¿ven a lo que me refiero cuando les digo que necesito orden?). Hablando de eso, creo que ya es hora de que vuelva a trabajar. Mejor sigo ordenando un poco y mañana o pasado mañana volvemos a encontrarnos por aquí. ¿Alguien sabe cuál es el mejor modo de guardar un sombrero?

Claroscuros y perspectiva

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Foto: Borgeano

Terminó. Al menos este viaje terminó. Tuvo de todo, de lo bueno y de lo malo, de lo trivial y de lo significativo; tuvo momentos que fueron dignos de recordar y otros que no podré olvidar aunque quiera hacerlo con todas mis fuerzas. Está bien, así es la vida de cualquier persona y este viaje en sí mismo no es más que un fragmento de una vida particular, de este modo, entonces, está atado a esos mismos vaivenes azarosos y no puedo quejarme por ellos.

Los que iban a ser tres meses de vacaciones y reencuentros se fueron extendiendo para ser, al final, casi seis meses. Viví con muchos —por fortuna bien acompañado con L., quien también vivió una fuerte transformación, de mera parte observadora (por decirlo de algún modo no del todo acertado) a ser una pieza central e integral en ese rompecabezas que es una familia— encuentros inolvidables y, de algunos otros, me despedí para siempre. Un viaje como metáfora del otro.

Todo viaje es dual, escribí en algún lado; y ahora podría refrendar esa idea de manera definitiva. Dual, como nosotros, los seres humanos que estamos inmersos en él. De allí la necesidad de poner todo en perspectiva, sobre todo a los claroscuros de la vida. Ponerlos en perspectiva y entender que aun estando de paso, no podemos menos que celebrar y honrar el estar aquí, haciendo lo que debemos hacer y del modo en que debemos hacerlo.

Me da mucho gusto, quiero decir, estar de vuelta con ustedes.

 

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Foto: Borgeano

 

Breve descanso del caminante

 

Nubes 100

Collage de nubes. Fotos: Borgeano.

En la ruta, sobre todo cuando se recorren largos trechos por tierra y no por aire, se recurre, como siempre, a la lectura para matar las horas. Alguna novela, revistas y, por supuesto, algún volumen de poesías. De una antología variopinta, rescato este poema de Charles Baudelaire; un poco porque así descansamos de tanto retrato sudamericano y otro poco porque acompaña, también, a las Hojas de ruta que preceden a esta entrada y a algunas de las siguientes.

 

El extranjero.

 

-¿A quién amas más, viajero? ¿A tus padres, a tu hermana o a tu hermano?

-No tengo padre ni madre, ni hermana, ni hermano.

-¿A tus amigos entonces?

-Te sirves de una palabra cuyo significado siempre me ha sido incomprensible.

-¿A tu patria, tal vez?

-Ignoro en qué latitud está situada.

-¿A la belleza?

-Bien la amaría, ya que es diosa e inmortal.

-¿Al oro, sin duda?

-Lo aborrezco como tú aborreces a Dios.

-¿A quién amas entonces, misterioso extraordinario?

-Amo a las nubes…, a las maravillosas nubes que van pasando allá abajo…

Hoja de ruta (VIII) Rauda salida de Bolivia (Copacabana, La Paz, Villazón)

 

Bolivia (6)

 

Luego de descender del Cerro del Calvario, las cosas no mejoraron en Copacabana; así que decidimos cortar por lo sano; es decir, irnos de allí. No voy a detenerme en los detalles, sólo voy a hacer notar de modo general que el maltrato al turista y al cliente en general aquí parecen ser moneda más que corriente. Desde la mujer que nos vendió los pasajes (y que si fue descortés con nosotros fue por demás grosera con dos muchachos españoles que estaban a nuestro lado), hasta quienes conducían el autobús o quienes nos vendían un simple refresco, todos parecían estar enojados por algo y, al menos eso nos hacían notar por su modo de actuar, culpaban a cualquier extranjero por ello.

 

Bolivia (3)

Decía que nos fuimos de allí y lo hicimos rumbo a La Paz, la capital boliviana. El viaje fue de unas tres horas, pero tardamos dos horas y media para llegar desde los suburbios de la ciudad hasta la central de autobuses, ya que el caos del tránsito hizo imposible que nos dirigiéramos de manera directa (y eso que ni siquiera llegamos a la central en sí, en realidad el autobús se detuvo a unos quinientos metros y todos tuvimos que seguir la marcha a pie). Para colmo de males, llovía y La Paz no es, lo que se dice, una ciudad bonita para andar caminando con equipaje incluido. Tengo entendido que esta ciudad es la que mayor diferencia de altura tiene entre los puntos más alto y más bajo; con una diferencia que supera los mil metros; así que nos quedamos en el primer sitio que nos ofreció cobijo a un precio razonable.

 

Bolivia (2)

Salimos a pasear por la ciudad pero, entre la lluvia y el caos del tránsito (el cual no se circunscribe a la típica hora de la salida laboral), sólo anduvimos en el nuevo sistema de teleféricos que está construyendo el gobierno de Evo Morales. Ante la imposibilidad de construir un sistema de metros o subterráneos, lo mejor y más práctico es un sistema de teleféricos interconectados que une a toda la ciudad. Hay que reconocer que es una obra magnífica y que beneficiará a grandes sectores populares de la población. Nosotros lo usamos como un modo práctico y seguro para recorrer grandes distancias de la capital boliviana en poco tiempo y para ver desde la altura aquello que nos parecía interesante y entonces sí, bajar de modo directo y seguro.

 

Bolivia (1)

Sin mucho por hacer allí, también de ese lugar nos fuimos enseguida y lo hicimos con rumbo directo a la frontera boliviano-argentina. Lamentablemente no pudimos visitar el salar de Uyuni; ese magnífico sitio en el altiplano boliviano, debido a las fuertes lluvias que se estaban sucediendo desde un par de semanas atrás y que mantenían inundado todo ese sector del sur del país. Hasta tal punto llegaba el agua en algunos sitios que no pudimos hacer el viaje en tren, que es lo que personalmente quería hacer, sino que tuvimos que conformarnos con un autobús. Luego de más de quince horas de viaje, arribamos a Villazón y dimos por terminada la etapa boliviana de nuestro viaje. Como hace tres años atrás, mi experiencia en este país no fue para nada placentera. Esta segunda visita fue, en muchos casos, peor que la primera; así que con todo pesar me fui de allí diciendo “Bolivia, nunca más”; cosa que puede no ser cierta, pero que trataré de hacerla realidad en la medida de lo posible; cuando uno anda dando vueltas por cualquier sitio que sea, lo menos que puede pedirse es que no le anden aguando la sopa ni amargándole los días.

 

Bolivia (7)