Es bien sabido que a Jorge Luis Borges no le caía muy bien Oliverio Girondo y, mucho menos, su poesía. Borges era un escritor apegado a los esquemas clásicos mientras que Girondo se dejaba ir por el modernismo más propio de su generación. Eso Borges no lo dejó escrito en ningún lado; pero a través de las indiscreciones de Adolfo Bioy Casares, que escribía absolutamente todo en sus diarios, tenemos registro de ese desagrado y de las expresiones irónicas que usaba para referirse a Girondo (chisme de barrio: también pesaba en ello el hecho de que Girondo se había casado con Norah Lange, una bella pelirroja, prima de Borges, y de la que éste estaba profundamente enamorado y con quien «sentía algún atisbo de esperanza» de llegar al matrimonio. Algún día hablaré de esta historia).
Volvemos al tema. Tenemos a Borges por un lado, clásico, moderado, contenido; y por el otro a Girondo, atrevido, libre, moderno. No parece haber mucho en común entre los dos, salvo que no tenemos que dejar de lado lo fundamental: a pesar de las diferencias, ambos eran poetas; y si bien esto no parece ser suficiente como para encontrar un lazo entre ellos, voy a permitirme una licencia especulativa.
Es un tema clásico en la literatura el análisis de las relaciones entre la filosofía y la poesía. Muchos son los autores que han escrito sobre este asunto, pero yo quisiera tomar una nota breve de Filosofía y poesía, de María Zambrano. Allí, la filósofa española, señala el carácter diferenciador básico entre las dos corrientes literarias: mientras el filósofo intenta fijar un concepto y, a través de él, fijar la realidad; el poeta es consciente de que esta realidad es fugaz y leve; que todo está yéndose de manera irremediable (Zambrano utiliza un símil muy bonito: habla de una gota de agua sobre una rama y dice que mientras el filósofo trabaja sobre los conceptos, sus relaciones y demás;el poeta quiere aprehender la sensación toda de esa gota sobre esa rama). Todo esto lo digo de una manera muy resumida, por supuesto; el tema es más complejo y más extenso, pero como quiero llegar a los poetas en sí, corto aquí la explicación abstracta y me sumerjo en la práctica. En otras palabras: saltemos de la filosofía a la poesía.
En este blog se quiere por igual a los dos autores de los que estamos hablando. Tenemos la ventaja de que, ya pasado el tiempo, podemos disfrutar tanto de lo clásico como de lo moderno; de las formas tradicionales como de las menos fijas a un esquema. En suma: podemos disfrutar tanto de un soneto de Borges como de un poema blanco de Girondo. Y de ambos hemos compartido poemas aquí, pero de Borges hay uno que es recurrente: Límites. ¿Y por qué ese poema vuelve una y otra vez? Bueno, porque su carácter filosófico me permite ejemplificar también un tema recurrente: el tiempo y las secuelas de su paso. En ese poema Borges nos dice que constantemente estamos despidiéndonos, aún sin saberlo, de cosas o, incluso, de personas (los versos que suelo citar a menudo dicen: Para siempre cerraste alguna puerta / y hay un espejo que te espera en vano…). Es así que creo encontrar, después de todo, ese punto de contacto entre dos poetas tan disímiles: el sentido de la pérdida, de la que todo poeta, como dice Zambrano, es plenamente consciente. Entonces dejaré el poema de Borges, Límites; y Llorar a lágrima viva, de Girondo; porque creo que los dos hablan de lo mismo. De lo frágil, voluble, vano y pasajero que es todo, incluso, por supuesto, nosotros mismos.
Límites (Jorge Luis Borges)
De estas calles que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido
a quien prefija omnipotentes normas
y una secreta y rígida medida
a las sombras, los sueños y las formas
que destejen y tejen esta vida.
Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿Quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?
Tras el cristal ya gris la noche cesa
y del alto de libros que una trunca
sombra dilata por la vaga mesa,
alguno habrá que no leeremos nunca.
Hay en el Sur más de un portón gastado
con sus jarrones de mampostería
y tunas, que a mi paso está vedado
como si fuera una litografía.
Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;
la encrucijada te parece abierta
y la vigila, cuadrifronte, Jano*.
Hay, entre todas tus memorias, una
que se ha perdido irreparablemente;
no te verán bajar a aquella fuente
ni el blanco sol ni la amarilla luna.
No volverá tu voz a lo que el persa
dijo en su lengua de aves y de rosas,
cuando al ocaso, ante la luz dispersa,
quieras decir inolvidables cosas.
¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago
que con fuego y con sal borró el latino.
Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son lo que me ha querido y olvidado;
espacio, tiempo y Borges ya me dejan.
Llorar a lágrima viva (Oliverio Girondo)
Llorar a lágrima viva
Llorar a chorros.
Llorar la digestión.
Llorar el sueño.
Llorar ante las puertas y los puertos.
Llorar de amabilidad y de amarillo.
Abrir las canillas,
las compuertas del llanto.
Empaparnos el alma,
la camiseta.
Inundar las veredas y los paseos,
y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.
Asistir a los cursos de antropología,
llorando.
Festejar los cumpleaños familiares,
llorando.
Atravesar el África,
llorando.
Llorar como un cacuy,
como un cocodrilo…
si es verdad
que los cacuyes y los cocodrilos
no dejan nunca de llorar.
Llorarlo todo,
pero llorarlo bien.
Llorarlo con la nariz,
con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo,
por la boca.
Llorar de amor,
de hastío,
de alegría.
Llorar de frac,
de flato, de flacura.
Llorar improvisando,
de memoria.
¡Llorar todo el insomnio y todo el día!