El idiota

En algún lado, no recuerdo en dónde, Julio Cortázar cuenta la ocasión en que, llegando a un congreso de escritores en Nicaragua, un amigo lo recibió con los brazos abiertos y este poco usual saludo: “Ah, ¡por fin llegó el idiota!”. Sorprendido, Cortázar le pidió explicaciones, a lo que el susodicho amigo le respondió: “es que nadie se parece más al príncipe Mishkin que usted, que es tan bueno, tan generoso, tan ingenuo, tan confiado en la buena fe de las personas. Es decir, tan idiota”. Este amigo bien pudo ser uno de los muchos personajes de la novela de Dostoievski que ven, en las más nobles cualidades del protagonista de la novela, los defectos propios de un anormal, de alguien que, en definitiva, no encaja en un mundo donde lo normal es todo lo contrario: la hipocresía, el cinismo, la ruindad, la lujuria desmedida, la pura maldad como moneda corriente. Casi una descripción de nosotros mismos, como si se refiriera a nosotros. Si algo hay de sorprendente en «El idiota», es la perfección con que cada uno de estos caracteres o conductas son plasmadas en cada uno de los inolvidables personajes (inolvidables por excelsos como por ruines) que la pueblan. Esta novela está tan bien lograda, tan bien escrita (hay escenas que resultan imperecederas para sus lectores), que creo que está por encima de «Crimen y castigo» y de «Los hermanos Karamázov», es superior a ellas; en definitiva, la mejor novela de Dostoievski. Su verdadera obra maestra. Comparable solo al Quijote por esa maravillosa galería de personajes que ambas novelas exhiben, lo cual es decir mucho ya de ella. Lo que, por cierto, me lleva a insistir en leerla en una buena traducción; es decir, en una directa del ruso –como la de PenguinLibrosUS, por ejemplo, o la de Albaeditorial– y no de las traducciones vertidas de las versiones francesa o inglesa, que traslada al español giros propios de esos idiomas. Dostoievski escribía larguísimas frases –que se observan con mayor detenimiento en «Los hermanos Karamázov»– que la puntuación vertida del francés o el inglés cambian casi irrespetuosamente. ¿Una pista para identificarlas? Es muy fácil: desconfíen de las ediciones que llevan por título «El príncipe idiota».

Nota: el texto precedente no es de mi autoría, pero en mi libreta de notas no figura el nombre del autor; así que sea hecha la salvedad del caso (hay dos o tres textos más en las mismas condiciones, qué se le va a hacer…).

Tres novelas ejemplares y un prólogo (Miguel de Unamuno II)

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En la entrada anterior comencé parafraseando a Borges, ahora me explicaré un poco mejor. La idea de que algunos (si no todos) los escritores no tienen más que dos o tres ideas y que sólo se abocan a escribir variaciones de ellas, no es nueva ni descabellada. Si tomamos nota de los libros de nuestros autores preferidos veremos que en casi todas ellas subyace la misma idea base, los mismos ingredientes que, en otras proporciones, nos brindan un relato novedoso sólo en la superficie.

Esto, lejos de ser una crítica o una falencia es, más bien, algo inevitable; así que flaco favor nos haremos criticando esta situación (y, mucho menos, poniéndonos nosotros mismos en una situación diferente, como si realmente pudiéramos considerarnos por fuera de la ley general).

Las obsesiones de Unamuno no son más que un par: el absurdo o sinsentido de la vida y el horror a la muerte (el cual, bien visto, no es más que el corolario a la idea primera). Pero lo que quiero hacer notar aquí es el modo en que Unamuno expone este sinsentido. Por una parte, si bien el absurdo, expuesto a través de un drama clásico, lo viven y sufren todos los personajes —incluidos, no pocas veces, los niños—, el papel que desempeñan los hombres y las mujeres es bastante diferente. En general los hombres son las herramientas por las cuales los dramas se hacen patentes, pero los hombres en sí no son más que seres patéticos o desagradables. Las mujeres, en cambio, son las que, en general, salvan la historia o, para adentrarnos en el simbolismo de una vez por todas, son las que redimen a la historia. Y con esto no quiero decir que sólo redimen la historia que estamos leyendo; sino a la historia en su conjunto

En estas tres novelas ejemplares tenemos todos los ejemplos posibles: en Dos madres tenemos a Raquel y a Berta (el mal y el bien; la caída y la redención) y al inocuo de don Juan; un mero títere en las manos de las dos mujeres. En El marqués de Lumbría tenemos a Carolina y Luisa (los mismos roles que en la historia anterior) y a Tristán, otro juguete del destino personificado por las dos mujeres (sobre todo Carolina; porque en estas dos historias es el mal el que vence. Por cierto, en esta historia hay dos niños varones, los cuales no son más que otros dos objetos sólo útiles para los fines de esa mujer). Por  último, tenemos a Nada menos que todo un hombre, tal vez la historia más inclinada hacia lo masculino, tal como el título lo indica; al menos esto es así hasta el final, cuando descubrimos que la masculinidad de Alejandro no era más que una máscara y que Julia no era tan débil como aparentaba. La historia, el drama, es absurdo (lo dije) y el final, alla Shakespeare no hace otra cosa que acentuar ese patetismo en el que estamos inmersos.

Si la vida es un absurdo ¿cómo podemos pretender que el arte, después de todo, no lo sea? Estos libros de don Miguel de Unamuno tienen ya cien años encima y se leen, como corresponde con las obras que hablan de una circunstancia humana más que de una faceta de ella, con placer y no poco asombro. En algún momento futuro vendrán a esta casa su Niebla y su El sentimiento trágico de la vida. Pero no ahora. Sigamos, entonces, con otros absurdos no menos agradables.

 

Abel Sánchez (Miguel de Unamuno I)

unamuno 01Borges dijo que sólo había escrito una página y que lo había hecho una y otra vez. Sin duda, esto también puede aplicarse a otros muchos escritores, entre ellos, a don Miguel de Unamuno; quien parece hecho a la medida para cumplir con los requisitos de esta frase borgesiana. Las preocupaciones de Unamuno (sintetizadas en su El sentimiento trágico de la vida) están presentes en esta novela de manera a la vez explícita y simbólica.

El absurdo de la vida (lo cual  emparenta al autor español con Schopenhauer, ya hablaré de ello al final de la entrada) y el odio y la envidia de Joaquín hacia Abel son los ejes centrales de la novela; pero no hay que dejar de lado los aspectos simbólicos. En ese sentido, a la reinterpretación de la historia bíblica de Caín y Abel se le suman aquí componentes simbólicos míticos, como es el paralelismo de Helena con Helena de Troya. En este caso la historia se enlaza con esa otra lucha fraticida como es La odisea homérica. Todo esto se une, por medios de diálogos directos y también por el acceso que tenemos al diario personal de Joaquín, en una historia oscura, donde nadie parece ser inocente (tal vez los dos únicos son los hijos de estos dos personajes centrales; en ese sentido, tal vez Unamuno deje una puerta abierta a la esperanza: los jóvenes —el futuro—, tal vez pueda limpiar las miserias de su pasado).

Dije que Unamuno se emparenta con Schopenahuer en la visión negativa de la vida; en el reconocimiento del absurdo de ésta, del sinsentido que es la materia principal de la que está formada. Vayan estas dos citas como ejemplo de esta relación cercana:

«Es muy claro. Los espíritus vulgares, ramplones, no consiguen distinguirse, y como no pueden sufrir que otros se distingan les quieren imponer el uniforme del dogma, que es un traje de munición, para que no se distingan. El origen de toda ortodoxia, lo mismo en religión que en arte, es la envidia, no te quepa duda. Si a todos se nos deja vestirnos como se nos antoje, a uno se le ocurre un atavío que llame la atención y ponga de realce su natural elegancia, y si es hombre hace que las mujeres le admiren y se enamoran de él, mientras otro, naturalmente ramplón y vulgar, no logra sino ponerse en ridículo buscando vestirse a su modo, y por eso los vulgares, los ramplones, que son los envidiosos, han ideado una especie de uniforme, un modo de vestirse como muñecos, que pueda ser moda, porque la moda es otra ortodoxia. Desengáñate, Joaquín: eso que llaman ideas peligrosas, atrevidas, impías, no son sino las que no se les ocurren a los pobres de ingenio rutinario, a los que no tienen ni pizca de sentido propio ni originalidad y así solo sentido común y vulgaridad. Lo que más odian es la imaginación porque no la tienen».
Miguel de Unamuno. Abel Sánchez.

«Lo que más odia el rebaño es a aquel que piensa de modo distinto; no es tanto la opinión en sí, como la osadía de querer pensar por sí mismo, algo que ellos no saben hacer».

Arthur Schopenhauer.

El mejor título (historia aplicada)

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Hace un tiempo crucé un par de comentarios con Julie Sopetrán con respecto a un par de historias que teníamos en común. Ambos habíamos encontrado a sendos perros en la ruta o en la calle, maltratados, hambrientos, sucios, y los habíamos adoptados. Ambos animales (Wise, el de Julie; Donna, la mía) vivieron luego muchos años a nuestro lado y, más allá de que nosotros, las personas, pongamos en ellos actitudes que nos son propias, Julie y yo podemos asegurar que esos dos perros fueron compañeros sumamente agradecidos.

Ahora me voy para otro lado. En mi adolescencia me sentí fuertemente atraído por la ciencia ficción y creo que, salvo dos o tres autores de “los de siempre”, tuve un par de años en que lo único que leí fueron novelas y cuentos de ciencia ficción. Uno de ellos me llamó la atención por lo curioso de su título (y eso que la CF es una maestra en cuestiones de rareza): ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? El autor era Philip Dick y ha quedado como uno de los pocos que aún sigodick-2 leyendo de ese género.

Voy a sintetizar la novela lo más que pueda: En el futuro los hombres han destruido tanto al medio ambiente que casi extinguieron a todos los animales (aclaración, la novela es de 1969, bastante antes de que se pusieran de moda los temas ecológicos); entonces la moral se demuestra cuidando a los animales que sobrevivieron al holocausto humano; y hasta tal punto esto es importante que se ha creado una empresa que hace animales eléctricos (indistinguibles de los biológicos) así todos pueden pasearse con uno de ellos y demostrar que son seres morales y no unos perversos crueles e inhumanos. Si una persona demuestra poca empatía hacia los animales, es un psicópata o un replicante. ¿Y qué es un replicante? Pues son copias de los humanos que creamos para que trabajaran por nosotros en sitios tan inhóspitos como las lunas de Saturno o de Júpiter. Ahora bien, estos replicantes tienen una dick-1vida de cuatro años, no más; ya que al ser mucho más fuertes e inteligentes que los humanos que los crearon pueden ser un problema. Claro, cada tanto un replicante se escapa de donde esté y vuelve a la Tierra (cosa que tienen prohibida), como lo hacen cuatro en la novela. Y el objetivo de su regreso es que ellos no quieren morir. Eso es todo; no quieren morir y regresan para que les permitan alargar sus vidas. Ahora bien, Rick Deckard es un policía cuya tarea es eliminar a los replicantes que regresan a la Tierra y eso es lo que hace; los elimina uno a uno; pero… ¿es moral hacerlo? ¿Con qué derecho un humano puede matar a un clon humano? Y aquí es donde entra el maravilloso título de la novela: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Si la respuesta es sí, no se debería matarlos, ya que han demostrado tener una alta categoría moral.

Es un título extraño, lo sé; pero me parece maravilloso que el título no sólo sea un mero accesorio del texto, sino que dialogue con él y lo complete. Un androide como yo, que ando por este mundo un poco más de tiempo que un replicante (y me atrevería a incluir a Julie en esta categoría, pero no le pedí permiso y no quiero que se ofenda por llamarla androide, aunque lo haga cariñosamente), siente que también es maravilloso que ese título siga cuestionándome de manera constante, aun cuando los años pasen. Si los androides sueñan con ovejas eléctricas, tú, Borgeano ¿con qué sueñas?

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El problema de todos.

sl29fo02Gracias a los buenos oficios de mi amigo José Agustín Solórzano, quien me recomendó la serie de novelas de Karl Ove Knausgård y que confía en mí tanto como para prestármelas; he comenzado la lectura del segundo de los siete volúmenes. En este caso se trata de Un hombre enamorado, libro en el que trata el tema de la paternidad propia, en contraposición a la paternidad sufrida en el primer volumen. Knausgård narra con detalle cada paso de sus hijos y de sí mismo en relación con ellos y eso me recuerda las críticas que solían hacérsele a Marcel Proust (con quien Knausgård ha sido comparado); pero no voy a detenerme en ello. En lo personal prefiero las páginas donde el escritor noruego se deja llevar por el estilo ensayístico, me gustan muchísimo esos largos párrafos donde analiza su vida y donde nos vemos representados todos en mayor o menor medida, porque si bien los vaivenes de sus hijas pueden ser triviales o no (según para quién) las reflexiones sobre la vida son las mismas que nos hacemos todos. En ese sentido, Karl Ove Knausgård, como buen escritor que se precie, es un hombre que es todos los hombres.

La primera de estas reflexiones la encontré en la página setenta y siete (sí, hasta aquí acompañé al escritor y sus niñas por un parque de diversiones y por una fiesta infantil) y en ella me vi a mí mismo un par de años atrás. El sinsentido de la vida y la obligación o la necesidad de continuar con ella parece ser un tópico común en la vida de un hombre de cuarenta años. Knausgård lo dice así:

“[…] Y la vida cotidiana se desarrollaba entremedias. Quizá por eso me resultaba tan difícil vivirla. La vida diaria con sus obligaciones y rutinas era algo que soportaba, no algo que me hiciera feliz, nada que tuviera sentido. […] De manera que la vida que vivía no era la mía propia. Intentaba convertirla en mi vida, ésa era la lucha que libraba, porque quería, pero no lo conseguía, la añoranza de algo diferente minaba por completo todo lo que hacía.

¿Cuál era el problema?

¿Era ese tono chirriante y enfermizo que sonaba por todas partes en la sociedad lo que no soportaba, ese tono que se elevaba de todas esas pseudopersonas y pseudolugares, pseudosucesos y pseudoconflictos a través de los que vivíamos nuestras vidas, todo aquello que veíamos sin participar en ello, y esa distancia que la vida moderna había abierto a la nuestra propia, en realidad tan indispensable, aquí y ahora? En ese caso, si lo que yo añoraba era más realidad, más cercanía, ¿no debería ser aquello que me rodeaba lo que perseguía? Y no al contrario, ¿desear alejarme de ello? ¿O acaso era ese rasgo de prefabricado de ese mundo a lo que reaccionaba, esa vía férrea tan rutinaria que seguíamos, que hacía todo tan previsible que nos veíamos obligados a invertir en diversiones para poder sentir un atisbo de intensidad?”

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La síntesis del absurdo la encuentro en esas cuatro categorías perfectas: “pseudopersonas y pseudolugares, pseudosucesos y pseudoconflictos”; y el final reconociendo la necesidad del entretenimiento para poder evadirse de esa realidad que resulta opresiva si no se le da un cauce creativo o personal. Al igual que en el primer volumen, Knausgård promete páginas más que interesantes entre estas más de seiscientas que tengo entre manos. Veremos qué es lo que me depara a continuación.

Distinciones asexuadas.

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Asisto a la presentación de un libro. Es una novela escrita por un hombre cuyo personaje central es una mujer. En la ronda de preguntas surgen las inevitables cuestiones sobre “cómo se puso en el papel de una mujer” y demás. También de manera inevitable surge algo así como si existe una literatura femenina en contraposición a una literatura masculina y se habla de “escritura metafórica” (la cual vendría a ser la escritura masculina) y de “escritura metonímica” (ergo, la literatura femenina). Yo me encuentro lejos de todo este tipo de consideraciones. Pienso, con toda sencillez pero con toda seguridad, que el artista debe, ante todo, crear; y del mismo modo en que no es necesario ser violado para comprender la gravedad o el dolor de ese acto, no es necesario matar para crear un personaje que sea un asesino (imagino a Thomas Harris matando y cenándose al vecino con la excusa de crear a Hannibal Lecter…). Siguiendo esa línea pienso, en mi subjetividad, cuáles son las mejores escritoras en cada disciplina y me digo: Wyslawa Szymborsaka en poesía; Flannery O´Connor en cuento; (tal vez) Virginia Woolf en novela; Susan Sontag en ensayo. Pienso en ellas y lo único que veo en común es que eran endemoniadamente buenas en lo que hacían, pero no veo estilos ni tendencias ni nada que las haga, prima facie, reconocibles como mujeres en su escritura.

Sigo con mi sencillez hermanada de seguridad y me digo que sí hay que hacer distinciones en materias de arte o literatura; pero creo que esa distinción debe ser más sencilla, más tajante y, sobre todo, más útil. Lo único necesario es saber distinguir entre buena y mala literatura; después, lo que lleve entre las piernas el autor (y el uso que decida darle a eso) es algo que nos debe tener sin cuidado.

Donde todo confluye.

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                                                                  Toda la literatura es un palimpsesto»    José Saramago  

Hace unos días terminé de leer La muerte del padre; la polifacética novela de Karl Ove Knausgård. En ella el escritor noruego salta de la ficción al ensayo, pasa por la crónica y vuelve a la ficción sin solución de continuidad. Ahora estoy leyendo Filosofía política del poder mediático; de José Pablo Feinmann; libro que, como su título lo indica, es de filosofía, pero… no todo está tan claro hoy en día. Feinmann (también novelista y guionista de cine) se permite capítulos enteros de ficción para ejemplificar mejor sus puntos de vista o sus tesis; así, en este caso, se pasa del ensayo a la ficción, se pasa por la crítica cinematográfica y se vuelve al ensayo de manera constante. Entonces es cuando el acápite de José Saramago cobra cuerpo y forma: toda la literatura es un palimpsesto. Toda la literatura es un campo de batalla donde todo se está haciendo y rehaciendo y donde (por fortuna para nosotros) aún queda mucho por hacer. También de Saramago son las siguientes palabras: “En la novela puede confluir todo: la filosofía, el arte, el derecho, todo, incluso la ciencia, todo, todo. La novela como una suma, la novela como un lugar de pensamiento”. He allí el punto central: “un lugar de pensamiento”; es decir, un lugar donde lo mejor de la humanidad encuentra su lugar.

Una necesidad indispensable.

PN814_G«Siempre he sentido una gran necesidad de estar solo,  necesito amplias superficies de soledad, y cuando no logro tenerlas, como ha sido el caso los últimos cinco años, a veces la frustración llega a ser desesperada o agresiva. Y cuando lo que me ha mantenido en marcha durante toda mi vida de adulto, es decir, la ambición de llegar escribir algo grande un día, resulta amenazado de esa manera, mi único pensamiento, que me roe como una rata, es que tengo que huir».

Gracias a un oportuno préstamo del poeta michoacano José Agustín Solórzano, me encuentro leyendo el primer volumen de los seis que forman la obra magna de Karl Ove Knausgard Mi lucha (José Agustín tiene los tres primeros; cuidaré mucho que nada le pase a este que me prestó, a ver si consigo los otros dos). El fragmento que cité, aunque tangencial en lo referente al tema central de la novela, podría haberlo escrito yo mismo en algún momento indeterminado de los últimos treinta años. La necesidad de un espacio propio y de un tiempo que también sea propio (con total privacidad, lo cual significa soledad absoluta) es tan fuerte que a veces debo contenerme para no ser grosero con quienes me rodean. Espero que las personas que me quieren y a las que quiero sepan entender esto porque, por una parte uno no quiere perderlas; pero tampoco uno quiere perderse a sí mismo con el fin de encajar a como dé lugar.

Sobre la novela de Knausgard hablaré en otro momento. En apenas cincuenta páginas ya me ha dado material en el que pensar y trabajar más que varios libros completos. Pero vamos paso a paso, página a página, abriendo, sobre todo, espacios amplios y bien aireados.

La sustancia específica.

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«Bajo la confusión, la indiferencia, el olvido, ahí estaba. El amor, intenso y fijo, siempre había estado ahí. En su juventud lo había dado sin pensar […]. Lo había ido dando, de manera extraña, en cada momento de su vida y quizás lo había dado más cuando no era consciente de estar dándolo. No se trataba de una pasión ni de la mente ni de la carne; era más bien una fuerza que comprendía ambas, como si fuese, más que un asunto de amor, su sustancia específica. A una mujer o a un poema, simplemente decía: ¡Mira! Estoy vivo».

El fragmento anterior es parte de Stoner, novela de John Williams, publicada en 1965. Me tomé la libertad de quitar unas pocas líneas (los puntos suspensivos entre corchetes), ya que hacían referencia a personajes puntuales de la novela y mi intención al querer compartirlo es otra: simplemente recordar que esa sustancia específica es, ha sido y será una de las partes integrales de nuestra vida; aunque el discurso posmoderno en el que nos vemos envueltos en este día a día que nos toca en suerte quiera hacernos creer lo contrario. El amor es, lo quieran o no los vendedores de humo y hojarasca, lo que nos moviliza y nos empuja a salir a la calle a pelear por nuestro pedacito diario de vida. El amor en sí y por quien sea: nuestra pareja, nuestros hijos, padres, hermanos, amigos, el amor a nosotros mismos y el amor a todos y cada uno de los otros (amor tan especializado que hasta tiene nombre propio: empatía). Como bien dice Williams al final del párrafo que cité: simplemente decía: ¡Mira! Estoy vivo.

Malos tiempos para las buenas nuevas.

Diarios

En estos tiempos donde todos los discursos están tergiversados, invertir los valores de lo que se nos expone puede ser un buen camino para determinar dónde se encuentra la verdad o el camino hacia la verdad. Hace ya varios años trabajé con un muchacho que no leía novelas porque éstas eran ficción y eso le parecía una pérdida de tiempo. Leer novelas, para él, equivalía a evadirse de la realidad y, si bien algo de eso hay, no es menos cierto que la lectura de textos ficcionales conlleva muchos otros beneficios, además del beneficio enorme, precisamente, de permitirnos ver a la realidad tal cual es. El mes pasado, mientras preparaba unas clases (que espero se lleven cabo el próximo enero) sobre literatura argentina, volví a leer los textos de Roberto Arlt y de Rodolfo Walsh, ambos excelentes exponentes literarios que provenían del periodismo. Analizar sus trabajos me hizo darme cuenta de que la clásica división entre ambas disciplinas (el periodismo dedicado a la creación de textos donde se ponen en evidencia hechos reales, la literatura el ámbito donde se producen textos totalmente ficcionales) hoy se encuentra invertida; y no porque ambos hayan decidido “cambiar de rubro”, porque la literatura sigue siendo tan “ficcional” como siempre lo ha sido; sino porque el periodismo se ha dejado arrastrar tanto por el mercantilismo más vulgar que hasta no hay dudas de que el concepto de “objetividad periodística” es una falacia. Para colmo de males, ni siquiera podemos encontrar valores estéticos en el periodismo actual; así que además de poco creíbles, malos expositores.

Creer hoy en el periodismo es pecar de ingenuidad. El periodismo sigue apuntalado en aquellos tiempos pretéritos donde había una normativa interna rigurosa y donde la ética y la calidad iban de la mano. Hoy eso ha desaparecido, pero él sigue escudándose en ese fantasma ante cada crítica que se le formula. La literatura, sin embargo, sigue siendo la fiel depositaria de todos esos valores que el mundo busca desorientado. Creer en los novelistas, en los cuentistas, en los poetas, es lo mejor que podemos hacer para no vivir engañados.

Nota: Al hablar de periodismo me refiero, más que nada, al periodismo político, económico y sólo parcialmente al periodismo social. El periodismo que ha perdido credibilidad es aquel que tiene relaciones con el poder y que se ha vuelto un empleado de él. El periodismo cultural o el deportivo se mantienen, en gran parte, por fuera de esta crisis. Por último, el periodismo social se maneja en ambos círculos: por una parte se lo utiliza para estupidizar y manipular a la masa y hay un pequeño segmento que puede mantenerse fuera de esta manipulación y mantener una conciencia propia al mismo tiempo que sus niveles de calidad.